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12 de febrero de 2024

Búscala 2


—Hola, Carmen, ¿te puedo invitar a tomar algo?

—¿Qué? No te conozco, ¿cómo sabes mi nombre?

—Alguien me lo dijo. Vengo de lejos, sólo para conocerte.

—¿A mí? ¿Y quién te ha hablado de mí?

—El caso es que es complicado… Vamos, que no me vas a creer.

—Venga, va, prueba. De momento, no tengo nada mejor que hacer.

—El caso es que creo que, de alguna manera, mi “yo” del futuro vino para decirme que te buscara. Me habló de ti y desapareció.

—Joder, mira que me han intentado ligar con movidas raras, pero como esta, ninguna. Y no pareces bebido, ni fumado. ¿Qué te has metido?

—Te juro que nada. Yo tampoco me lo acabo de creer, pero aquel viejo, joder, se me parecía muchísimo.

—Creo que alguien te ha querido gastar una broma. ¿Cómo te llamas?

—Mario.

—Pues eso, Mario, que alguien te gastó una broma pesada, y el caso es que no pareces tan primo.

—Bueno, antes de desaparecer me dio esta foto.

—¿A ver? ¡Hostias! Pero… Este viejo se te parece, y la mujer, joder, la mujer…

—La mujer se te parece a ti.

—Ahora pienso que quien me quiere gastar una broma eres tú a mí. No puedo ser yo. Esa foto, el pelo rosa… ¿cómo coño la has hecho, la has pintado, algún fotógrafo la ha retocado?

—No. Me la dio el viejo y luego desapareció, se esfumó delante de mí. ¿Sabes? Es posible que sí, que alguien nos haya gastado una broma pesada. Será mejor que me vaya. Creo que en una hora sale un tren para mi ciudad.

—Espera, espera. Mario, me has dicho, ¿verdad? Va, te acepto esa copa. Al fin y al cabo, has venido del quinto coño sólo para verme, ¿no? Y relájate un poco, que te va a dar un soponcio.

—Espera, el reloj que llevas…

—Es bonito, ¿eh? Me lo regaló mi abuela. Jamás he visto uno igual.

—Mira la foto. La muñeca de la mujer.



Búscala

 

Te queda poco tiempo. Apareciste más lejos de lo que pensabas, alguien se lió con las coordenadas. Has tenido que caminar casi un kilómetro más de lo que habías pensado. Tus piernas, doloridas, veteranas de varias operaciones, no te han ayudado. Casi no puedes andar. El tiempo se agota. Apenas has podido comprar una hora, todos tus ahorros invertidos en esos sesenta minutos que corren enloquecidos, como si fueran segundos. Has apretado los dientes, forzando el paso. Tenías que llegar, tenías que dar el mensaje. Después, nada importaría. Por fin, sin apenas respiración, con trallazos de dolor surcando tus piernas, te encuentras frente al telefonillo. Dalia, 14. No hay tiempo para nostalgias. Pulsas el timbre del noveno B, rezando en silencio para que alguien conteste, para que estés leyendo, o escuchando a Elvis en tu habitación. Quedan apenas diez minutos. Por fin, contesta tu madre. Recuperando el resuello, imitas a Marce, tu amigo con la voz más peculiar. “¡Soy Marce! ¿Se baja Mario”. Escuchas a la mujer gritando, y luego un desganado “Ahora baja”. Quedan cinco minutos. Dos, para que baje el ascensor. Por fin, apareces. Te permites una sonrisa al ver el tupé, y te frotas la calva pensando en lo que te dijo aquel peluquero, “Chaval, qué melena. A ti no se te va a caer nunca el pelo”. Por fin, estáis los dos frente a frente. Te reconoces. A pesar de los años, a pesar de las arrugas, de la calva, te reconoces. Pero no hay tiempo. Se lo sueltas a borbotones, como un loco desquiciado, “Sí, sí, soy yo, no queda tiempo, luego piensas. Se llama Carmen. Búscala, vive lejos de aquí, es ella, siempre ha sido ella, no sé cómo va a salir, pero búscala, no tardes. Aquí te he apuntado, más o menos, por donde vive”. Te das la foto, los dos juntos, sonrientes, felices, pero demasiado tarde. Te quedan pocos segundos. “No lo has soñado, guarda la foto, búscala, por favor, es ella, siempre fue ella”. El crédito se acaba, te arrebatan, te empiezas a desvanecer mientras te miras, con la boca abierta y la foto en la mano. Sólo te da tiempo de decir una última vez, “Búscala”.

18 de septiembre de 2023

La Espera

 

Despertó de manera abrupta, sorprendido. Se había quedado dormido, una de esas cabezadas cortas, intensas, sin sueños. Levantó la cabeza y allí, frente a él, estaba ella. Con el pelo corto, rubio, igual que la única vez que se permitieron ser felices. Los labios gruesos, rojos como el vino tinto que habían bebido, mirándose, hacía ya una eternidad, se abrieron con una sonrisa para musitar una sola palabra.

-Vamos.

-Pero… pero tú…

-Sí. Hace quince años. ¿Vamos?

-Claro.

El hombre se levantó sin esfuerzo y cogió la mano de la mujer. Los dos caminaron, juntos, despacio, sin mirar atrás, sin dedicarle una última mirada al viejo que se desangraba por las muñecas, sentado en una silla de ruedas.

17 de julio de 2023

La residencia

 

—¿Perdón?

La enfermera levantó la mirada de los cuadrantes que estaba estudiando, para observar a la anciana que la interpelaba tímidamente. Muy mayor, pero coqueta, con los labios pintados y un suave maquillaje que acentuaba unos preciosos ojos verdes.

—Dígame, señora.

—Quisiera visitar a Adrián Morientes.

—Lo siento, señora, hoy no es día de visita. ¿Es usted familiar del señor Morientes?

—No, no lo soy. Sólo una vieja amiga. Y sólo quiero verlo cinco minutos. Me iré y no volveré jamás. Por favor. Vengo de muy lejos. Sólo cinco minutos.

La enfermera dudó. No había visto jamás una cara que expresara súplica como aquella. El día estaba tranquilo, y el señor Morientes jamás había dado ningún problema. Suspiró.

—Está bien. Cinco minutos. Ni uno más.

—Gracias, de corazón. Muchas gracias.

—Siga por ese pasillo. Tras la puerta está el jardín. El señor Morientes está bajo el ciprés, en el rincón que da al mar. Tendrá un pañuelo rojo en la mano. No se separa de él. Está ya muy descolorido y medio deshecho, pero

La enfermera interrumpió la frase al ver el rostro de la mujer, demudado por el dolor, luchando por evitar las lágrimas. De manera súbita, lo entendió todo. La anciana comenzó a andar por el pasillo, lentamente.

—Señora, una cosa. El señor Morientes está… fuera de este mundo. No la reconocerá, no le hablará. No espere usted ningún gesto. Su mente hace tiempo que está en blanco.

La mujer siguió caminando, despacio, sin girar la cabeza mientras le contestaba con la voz temblorosa.

—Mejor. Así no podrá negarme un último beso.

29 de mayo de 2023

Cine Avenida

 

A pesar de que habían transcurrido décadas desde que estuvo allí por última vez y de la penumbra que se extendía por la sala, Julio, de alguna extraña manera, fue consciente nada más abrir los ojos de dónde de encontraba. Miró, boquiabierto y asombrado, la enorme pantalla del cine Avenida desde la zona de General, el “gallinero”, como lo llamaba todo el mundo coloquialmente. No podía ser… El cine Avenida había sido demolido hacía muchos años, para sustituirlo por un feísimo centro comercial con unas cuantas tiendas que languidecían sin apenas clientela. De hecho, él tampoco vivía ya en Cornellà, hacía tiempo que se había mudado con su familia a un pequeño pueblecito del Penedès. Se repitió mentalmente, “no puede ser”… El cine estaba exactamente igual que la última vez que lo visitó, una enorme sala, altísima, con unas figuras geométricas en relieve que ocupaban los los laterales, desde el techo hasta el suelo. Julio no pudo por menos que sonreír al comparar aquel espacio vasto, amplísimo, con las multisalas que tanto odiaba, minúsculas, estrechas e incómodas. Al lado de aquellos odiosos cubículos, el viejo cine Avenida parecía un colosal y anacrónico desperdicio de espacio.


Julio echó un vistazo, forzando la vista para distinguir entre las sombras que se enseñoreaban del cine. No estaba solo, aunque la sala estaba muy lejos de estar al completo. Un puñado de personas se dispersaban por la sala de General, algunas solitarias, otras en parejas o en pequeños grupos, todos mirando hacia la pantalla, cubierta como siempre con unas pesadas cortinas de tela roja que se deslizaban suavemente hacia los dos laterales para dar inicio a la doble sesión.


De una manera inconsciente, inexplicable, Julio desechó los sentimientos de confusión y extrañeza para intentar acomodarse en la dura butaca de madera del palco, la zona más barata del cine. Cerró los ojos y un tropel de recuerdos giró por su mente, como un carrusel enloquecido. Sintió la excitación de la primera vez que fue al cine con sus amigos, el sonido de sus pisadas amortiguado por la alfombra roja que cubría los pasillos de acceso a la sala, las risitas nerviosas siguiendo el halo luminoso de la linterna del acomodador. Se sintió atravesado, como por una brutal y vertiginosa ola sensorial, por todo el abanico de emociones que le habían provocado las películas del Avenida. Alegría, miedo, excitación, pánico… Recordó los mamporros de Bud Spencer y Terence Hill, lo guapa que era la princesa Leia y lo cabronazo que podía llegar a ser Darth Vader, vio a Bruce Lee repartiendo leña de la buena, rodeado de contrincantes que parecían esperar pacientemente a recibir su ración de puñetazos y patadas, y se vio a él y a sus amigos imitándolo a la salida del cine, para luego correr a casa y suplicarles a sus padres que los apuntaran en el gimnasio de kárate del barrio. Por su mente desfilaron los quinquis del barrio jaleando al Torete mientras escapaba zumbando de la pasma en un Supermirafiori robado. Evocó la enorme pantalla entrevista entre la mano con la que cubría sus ojos, medio muerto de miedo mientras Jason diezmaba a los tontorrones adolescentes de Crystal Lake, para acto seguido empezar a mover los pies, porque Danny Suco ha subido a lo alto del coche y baila moviendo las manos como si abarcara el horizonte.


Julio escuchó el sonido de las enormes cortinas deslizándose silenciosas hacia los lados, entre los sonidos de excitación de los espectadores. Vio de nuevo la sempiterna publicidad de Muebles Benítez, respiró profundamente y el olor de palomitas, pipas y refrescos que no se elaboraban desde hacía años invadió sus fosas nasales. Recordó la envidia que le producían los afortunados que se podían pagar un asiento en Platea, con sus butacones mullidos y cómodos en la parte baja del cine, mientras él y sus amigos tenían que conformarse con los duros asientos de madera de General, pero volvió a sonreír al recordar cómo se vengaban de los privilegiados, lanzándoles palomitas y cáscaras de pipas, y cómo el cabrón de Gerardo había llevado aquella venganza al extremo, comprando alubias cocidas, estrujándolas con las manos y lanzándolas hacia la Platea al tiempo que imitaba ruidosamente el sonido de arcadas, como si vomitara, mientras los gritos de la gente de la Platea nos hacían morir de la risa y el acomodador nos buscaba enfurecido. Rememoró, por fin, la sudorosa indecisión antes de dejar caer el brazo de manera estudiadamente descuidada sobre los hombros de la primera chica con la que salió, aquella compañera de clase morena y espigada, y los primeros besos, inexpertos y ansiosos en la oscuridad, ignorantes de la película, del mundo entero, del inmediato porvenir que esperaba agazapado con su venenosa carga de traiciones, sueños rotos, odios y desamor.


Cuando Julio abrió los ojos, todos esos recuerdos se empezaron a desvanecer con suavidad, dejando su alma cubierta con una leve pátina que se resistía a marchar, igual que un buen vino impregna durante un tiempo la boca con trazas y vestigios de su sabor. Saboreaba todavía esos recuerdos cuando los demás espectadores comenzaron a girar sus rostros hacia él, mirándolo con fijeza. Julio se estremeció. Los conocía a todos. Eran sus amigos, su familia, las mujeres a las que en algún momento de su vida había susurrado cosas inconfesables al oído. Personas que todavía formaban parte de su vida y otras que habían desaparecido de ella hacía ya tiempo, mirándolo algunas con amor, otras con odio, con desprecio, con curiosidad o con indiferencia. Algunas parecían refulgir en la penumbra de la sala y otras tenían un tono gris y macilento que se confundía con las sombras. De manera paulatina, las pocas luces que permanecían encendidas en la sala comenzaron a difuminarse. Las rostros que lo habían observado durante una efímera eternidad volvieron a girarse lentamente hacia la pantalla.


Cuando la oscuridad devoró los últimos jirones de luz, Julio, extrañamente tranquilo a pesar de todo, notó una presencia a su lado, de pie en el pasillo. Era el acomodador, cuya cara entreveía apenas entre el haz de luz dirigido a su rostro. Julio, deslumbrado, hizo visera con la mano sobre sus ojos para paliar el deslumbramiento de la linterna. El acomodador, un anciano seco y enjuto, con un inmaculado uniforme en el que brillaba una plaquita con su nombre (uno nombre extraño, Carinte o Carente, no lo pudo leer bien), le sonrió y musitó una sola frase.


—Espero que haya disfrutado de los recuerdos. Póngase cómodo, la película va a empezar.


El hombre enfocó la linterna hacia el suelo, dio media vuelta y caminó lentamente hacia los pesados cortinajes que ocultaban las puertas de entrada a la sala, dejando a Julio con la boca abierta mientras contemplaba el haz de luz alejarse en la oscuridad, bailando en la oscuridad del suelo. Giró la cabeza hacia la pantalla, en la que se sucedían los viejos anuncios que él recordaba de su infancia. Con las manos en los reposabrazos, erguido en su asiento, sintió cómo la verdad revoloteaba juguetona por los recovecos de su mente. Por fin, la película empezó. Vio una sala de parto. Se escuchaban los gritos y jadeos de una mujer cuya cara no podía ver, tapada por una enfermera. Notó algo extrañamente familiar en aquella escena. Vio aparecer la cabeza del niño. La enfermera se apartó para ayudar al médico a acabar de extraer al niño del vientre de la mujer. Entonces pudo ver a la mujer. Julio reconoció en aquellos sudorosos rasgos, crispados por el dolor, la esperanza y el miedo, el rostro de su madre. Entonces comprendió. Sonrió, se arrellanó en la butaca y se dispuso a ver el resto de la película.

5 de mayo de 2023

El túnel

 

A ver, niños, no me pongáis en un compromiso. Ya sabéis que la abuela no me deja contaros historias de miedo. Que si no tenéis edad, que si luego por la noche tenéis pesadillas… y luego la bronca me la llevo yo. Sí, sí, siempre decís lo mismo, que no se lo vais a contar, que guardaréis el secreto, y luego se os escapa.. No, no me pongáis esa carita, que luego, cuando la abuela os va a buscar a la habitación porque os habéis despertado muertos de miedo, siempre os acabáis chivando, que si las historias del abuelo, que si os asusto… Que ya nos conocemos. Bueno, mirad, vamos a hacer un trato. Si me prometéis que cuando venga la abuela de la cena con las amigas no le contaréis que me he fumado un cigarro y me he tomado una copita de anís, os cuento una historia. A ver, Mario, echa un par de troncos a la chimenea, que hace frío. Y tú, Livia, acércame la botella del anís y una copa del mueble. No, esa pequeña no, una más grande, hija, que me caliente los huesos. Mario, dame fuego con esa ascua pequeñita, ten cuidado. Venga, acercaos y escuchadme. Y no me interrumpáis que pierdo el hilo. A ver, que piense, ¿qué historia os cuento? No quiero repetirme. Esta memoria mía… Ya os conté la historia de aquel hombre de mi pueblo, el que caminaba a medianoche al lado de los muros del cementerio, ¿no? Sí, el que sintió la mano de un resucitado agarrándole el abrigo, el que se se encontraron muerto a la mañana siguiente, y resulta que se había enganchado en la rama de un árbol. Vale, vale, os lo conté. ¿Y el del niño pequeño que se asustó porque había mucha gente en su casa y se acurrucó al lado de su madre dormida? Sí, que al final la madre estaba muerta y se los llevaron a los dos en el ataúd. Ufff, ese os asustó de verdad, ¿eh?¡Ah, ya sé! ¿Sabéis el del túnel? ¿No? No se si os debería contar esta historia, me da miedo hasta a mí. Bueno, vale, vale, está bien, os la cuento, pero recordad lo de la abuela, ¿eh? Anda, cariño, ponle al abuelo otra copita. Esta historia me la contó un gran amigo mío, Juan, hace mucho tiempo. Me juró que era cierta, que le había pasado de verdad, y el caso es que temblaba mientras me la contaba, pero bueno, mi amigo fue siempre un poco peliculero. El caso es que la historia es buena, os la voy a contar, más o menos como me la contó él a mí. Esto fue lo que me explicó.


Hace algunos años, yo trabajaba en una librería del centro de Barcelona, en el almacén. Mi trabajo consistía en recepcionar las cajas de libros, repasar los albaranes, emitir las etiquetas, pegar los precios, subir los libros a la tienda… Cosas así. Era un trabajo aburrido y solitario, pero a mí me gustaba. El silencio, el olor del papel de los libros… No me molestaban demasiado y podía escuchar música mientras trabajaba. El almacén era una nave inmensa en el sótano de la tienda. De tanto en tanto bajaba algún librero buscando algún libro en concreto, pero casi siempre estaba solo, acompañado por mi vieja radio y por el zumbido del aire acondicionado.


Descubrí el túnel por casualidad, moviendo unas cajas de bolsas en un pequeño cuartillo que se usaba para apilar trastos. Me quedé de piedra cuando aparté una caja y apareció la abertura del túnel, negra como ala de cuervo. Aspiré una vaharada de aire estancado e impregnado de olor a tierra. Me recordó al olor que percibí el día que entré en un panteón del cementerio de mi pueblo. Un escalofrío de miedo me subió por la espalda cuando me vi ante aquella abertura lóbrega y maloliente. Pero, como siempre, me pudo más la curiosidad. Deseché la idea de avisar a alguien de la tienda, a algún jefe o a un compañero que me ayudara a investigar.


Busqué una linterna que siempre tenía a mano por si se iba la luz, y enfoqué hacia la entrada el túnel. Parecía correr paralelo a la pared del fondo del almacén. Tragué saliva y me interné en la boca negra. En efecto, el túnel seguía la pared del fondo de la nave. Estaba excavado en la tierra, de forma tosca, como si se hubiera hecho aprisa y corriendo. Nada de baldosas, nada de paredes lisas, sólo tierra y roca. En algunos tramos había pequeños charcos, formados por gotas que caían del techo, pero por lo demás parecía sólido seguro, así que seguí avanzando, evitando tropezar o resbalar en algún tramo embarrado.


El túnel seguía paralelo a la pared del almacén, y como pude comprobar más tarde, terminaba una abertura similar a la que yo había encontrado, también disimulada tras unas unos trastos apilados en la otra pared del almacén. Pero, más o menos hacia la mitad de su recorrido, se abría otra pequeña abertura en la izquierda, una pequeña galería que se desviaba durante un tramo corto, apenas unos metros antes de encontrar el final. Calculé que esa pequeña galería atravesaba perpendicularmente la calle donde se ubicaba la librería.


Durante mi pequeña exploración no encontré nada extraño en el túnel. Solamente era una pequeña cueva de aire viciado y suelo húmedo. Pensé que se habría excavado para almacenar trastos y que un buen día, simplemente, se olvidaron de él. Deshice el camino y encaré la salida. A pocos metros de la abertura, la linterna enfocó la pared, revelándome algo que había pasado por alto cuando entré. Las paredes, las piedras y el suelo del túnel estaban ennegrecidos, como si alguien hubiera encendido allí un gran fuego.


Tuve miedo. Sin saber por qué, me descubrí a mí mismo acelerando el paso y saliendo apresuradamente de la boca de la pequeña cueva. Decidí volver a tapar la entrada, pero en aquellos momentos necesitaba fumarme un cigarro y tomarme una copa para tranquilizarme. Las normas en la librería, y más en lo que me concernía a mí, no eran demasiado severas, así que salí a la calle y me metí en el bar que había al lado de la tienda. Estuve allí, aproximadamente, unos diez minutos, hasta que noté cómo la calma volvía a mi cuerpo, y me reí con ganas de mis temores.


Cuando salí del bar y me dirigí hacia la entrada de la librería, vi que el cielo estaba negro, amenazando tormenta, uno de esos aguaceros de verano que te vuelcan encima cubos de agua caliente y pegajosa. Mientras bajaba por las escaleras hacia el almacén, comencé a escuchar los primeros truenos. Ese fue el último momento de normalidad, una simple tormenta en una tarde bochornosa de verano.


Los nervios volvieron cuando entré en el almacén. Su enormidad, las pilas de cajas diseminadas por todas partes, los rincones oscuros, parecían esconder una amenaza, un horror oculto hacía años. Me dirigí hacia el cuartillo de las bolsas, dispuesto a tapar la negra boca del túnel y a olvidarme de él para siempre. En cuanto entré, vi el humo que salía de la abertura. Un humo sucio, espeso, acompañado de un olor como de gasolina y carne quemada, o más bien carbonizada.


Mis piernas flaqueaban y se negaban a obedecer las órdenes de mi cabeza, que les gritaba para sacarme a toda prisa de allí. Pronto el humo me envolvió, asfixiándome. Las llamas salían de la boca del túnel, prendiendo en las cajas de cartón y propagando el fuego. Por fin, puede empezar a retroceder lentamente. Me sentía mareado, adormecido, como si no estuviera a punto de morir abrasado y sí a punto de caer en un sueño profundo.


Supongo que lo que vino a continuación fue producto del humo que aspiré. Quiero pensarlo así. Del túnel empezaron a salir cosas. Eso fue lo que me pasó por la cabeza. Cosas de aspecto humano. Cosas que caminaban. Cosas calcinadas, de apenas un metro de altura. Cosas contrahechas, que avanzaban penosamente. En la masa renegrida que parecía ser la cabeza brillaban ascuas incandescentes, inyectadas en sangre. Avanzaron hacia mí, formando dos filas perfectamente ordenadas. Dos filas de pequeños monstruos achicharrados. Aullé de miedo, y luego, agradeciéndolo mentalmente, sentí cómo me desmayaba y caía al suelo.


Desperté en el hospital. Cuando saltaron las alarmas en la tienda, un compañero se había acordado de mí y me había rescatado milagrosamente de entre las llamas, antes de que devoraran la librería, que ardió hasta los cimientos.


Sé que debería haber olvidado lo que pasó en aquel pequeño cuarto, pero no lo hice. Investigué, busqué en las hemerotecas, hablé con vecinos ancianos de la calle. Durante la Guerra Civil, el edificio que luego había albergado la librería era una escuela para hijos de dirigentes republicanos. El túnel era un refugio antiaéreo para proteger a niños y a profesores de los bombardeos de la aviación nacional. Cuando las tropas franquistas entraron en Barcelona, los niños seguían en la escuela. Un grupo de requetés, sedientos de vino y venganza, asaltó el colegio. Los profesores habían huido, confiados en que los soldados no les harían nada a los niños. Se equivocaron. Los encontraron apiñados en el refugio. Uno de los soldados llevaba un lanzallamas. Al final supe, en medio de un horror infinito, qué eran esas cosas que se alinearon ordenadamente frente a mí, tomándome por un profesor que venía a sacarlos del túnel”.


Bueno, niños, esta esa la historia que me contó mi amigo. No os asustéis, seguramente se la inventó. Ya os he dicho que tenía mucha imaginación, y le gustaba gastarme bromas con estos cuentos. Entre nosotros, siempre pensé que la historia se la sacó de la manga para no reconocer que el fuego en la tienda empezó con una colilla que se le cayó encima de unos cartones… Anda, Mario, que se apaga el fuego, echa un par de troncos. Y tú, Livia, cariño, guarda en el armario la botella de anís. ¡Caramba, qué frío me ha entrado de repente! ¡Ah, ya escucho a la abuela abriendo la puerta! Recordad nuestro secreto, ¿eh? Si no, no habrá más historias.


9 de marzo de 2023

El marino

 

He de reconocer que la estampa era divertida. Aquel viejo lobo de mar, incrustado en un escenario tan, llamémoslo así, de secano, constituía una visión ciertamente grotesca y risible. Jamás había visto a nadie tan desubicado, tan aislado en un medio ajeno. Aunque siempre he intentado desterrar de mis pensamientos los tópicos y frases hechas, no pude por menos que pensar en una vieja ballena varada en la playa, boqueando y resoplando angustiada. No era el buen humor el sentimiento que debiera albergar mi corazón en una negra y tormentosa noche, pero no pude evitar que un regocijo cosquilleante se adueñara de mi mente, y resolví no luchar más contra esa sensación. Digamos que los burlones cascabeles que resonaban risueños por mi cabeza competían con fortuna contra los estremecedores chasquidos del trueno, los embates rabiosos del agua y las cuchilladas heladas del viento encabritado de una noche infernal. Y así, avancé resuelto hacia el viejo marino, que ataviado con un áspero y raído tabardo y un no menos deteriorado gorro de lana gris mascullaba pintorescas maldiciones contra el vino que trasegaba en el rincón más apartado de la taberna, manteniendo las distancias con los campesinos que bebían y jugaban a las cartas en las cinco o seis mesas del miserable local. Aperos de labranza, viejos y recubiertos de orín, recubrían las paredes de piedra. El dueño del miserable ventorrillo dormitaba sobre la barra. Tanto él como los aburridos parroquianos ignoraron mi entrada,como si estuvieran demasiado enfrascados en el juego, el vino y el cansancio acumulado para prestar atención a mi chorreante presencia. Sólo alguna leve mirada, casi totalmente desprovista de curiosidad, saludó mi avance hacia el marino. Me planté delante de él, apoyado en el borde de la mesa, y le saludé con el rictus guasón que se había apoderado de mi cara.


Buenas noches, capitán. Le queda el mar un poco lejos, ¿no le parece?


El viejo salió de la absorta contemplación del interior de la jarra con la rapidez del rayo, mirándome con una mezcla de furia y terror. Sus ojos, abotargados por el alcohol, estaban enmarcados por una miríada de arrugas y pequeñas cicatrices, y cada una era un océano, un barco, un amanecer en alta mar, una ola gigantesca, un escalofriante naufragio, un puerto nuevo, una nueva mujer, una pelea a cuchilladas en un tugurio de un puerto del fin del mundo, la muerte rondando por cubierta al doblar el cabo de Hornos. Todos los tópicos, toda la grandeza y toda la miseria de la vida del marino estaban tatuados en aquel rostro renegrido, calcinado por mil soles y cubierto por una barba sucia y canosa. El marino se rehízo un poco al contemplar mi rostro amistoso, cordial, y echó mano de la legendaria afabilidad marina para contestarme, con la pastosa entonación de quien no está bebiendo la primera jarra de vino de la noche.


¿Y a ti qué cojones te importa? Vete a tomar por el culo y déjame en paz.


En fin, no puede decirse que un servidor no estuviera familiarizado con las tradicionales buenas formas de los marinos, y ciertamente la irrupción de un extraño guasón frente a uno, cuando está bebiendo tranquilamente, no merece mejor recepción, por lo cual decidí obviar la poco amistosa contestación y seguir cumplimentando amigablemente al viejo, en la seguridad de que una conversación distendida y abierta con él habría de proporcionarme inesperadas satisfacciones.


Bueno, capitán, no se enoje. Si quiere, ahora mismo me voy —le dije, mostrándole las palmas de mis manos en tono amistoso—. Ocurre que le he escuchado criticar, no digo que sin razón, el vino de este tugurio. Me sorprende que todo un marino avezado como usted, pudiendo saborear un buen vaso de ron en un bar de puerto, esté a tantos kilómetros del mar, bebiendo este brebaje asqueroso.


Noté cómo el viejo relajaba levemente su actitud defensiva. Le echó un largo trago a la jarra. Casi podía escuchar el áspero líquido bajando ardiente por su garganta.


Mira, chaval, ten por seguro que no bebo esta mierda de destripaterrones por gusto, pero es lo único que tienen en esta puerca taberna. Y ahora, lárgate de una puta vez, no necesito conversación ni compañía.


Bueno, discúlpeme, capitán —le espeté, con la mas encantadora de mis sonrisas —. No quisiera molestarle, pero no suelo ver gente interesante en este antro. Verá, acabo de llegar de un viaje por mar. Cosas de negocios. Vengo muerto de frío y calado por la lluvia. Da la casualidad de que llevo unas botella de buen ron en la bolsa, y al verle he pensado que tal vez quisiera compartir algunos tragos conmigo, ya sabe, para caldear el cuerpo y confortar el alma. Pero bueno, si no desea usted compañía, le pido disculpas y me retiro. Buenas noches, señor.


Aquello borró los últimos vestigios de desconfianza del rostro del huraño marino. La súbita perspectiva de echarse al coleto unos tragos de ron hizo caer sus últimas defensas. Una leve sonrisa dejó al descubierto una boca con notorias carencias dentales y una evidente falta de higiene.


Está bien, está bien, hijo, no te molestes conmigo —me dijo, contemporizador—. Este viejo marino se pone de mal humor cuando se adentra más de una milla en tierra firme, y llevo ya demasiado tiempo en el culo del mundo, rodeado de polvo y campesinos que no ven más agua que la de sus pestosos pozos. Esto de hoy no lo ven más que de muy tarde en tarde. Perdona a este viejo cascarrabias. Con mucho gusto beberé contigo. Acerca una silla y siéntate, muchacho.


No se preocupe, capitán, no tiene importancia —contesté, reafirmando mis palabras con exagerados gestos, quitándole hierro al asunto—. Nunca me he fiado de las personas que se muestran amistosas con demasiada rapidez. Olvidemos el tema. Ya verá cómo este ron nos saca el frío de los huesos.


Ahogando con dificultad un rictus burlón en mi rostro, cogí una silla de una mesa cercana y me senté frente al viejo. Antes de depositar mi bolsa de lona en el suelo, saqué de ella un par de botellas de ron. Abrí una y serví con generosidad el líquido ambarino en un par de vasos, que trasegamos los dos de un trago. Y hablamos. He de reconocer que la conversación del viejo no me defraudó. Desde que había embarcado como grumete a los once años, sus piernas zambas se habían balanceado sobre cientos de barcos, sobre cientos de mares. Según él, no había océano, mar, lago, río o corriente alguna de agua navegable que no hubiera surcado en alguna ocasión, ni burdel de puerto alguno donde no hubiera fornicado, ni licor cuyo sabor no conociera. El ron le soltaba la lengua, los recuerdos acudían en tropel a su cabeza, y de su boca desdentada surgían cientos, miles de nombres extranjeros, de barcos, de puertos, de bares, de fulanas, de compañeros… Yo escuchaba, genuinamente fascinado. El aliento del viejo me llegaba en vaharadas, como una nube de ron y salitre. El viejo recordaba, reía, lloraba, musitaba muy bajito nombres medio enterrados en su alma, pedía perdón por oscuras y olvidadas traiciones… Bebíamos, yo en silencio, el marino hablando. Más o menos hacia la mitad de la segunda botella, me atreví a hacerle la pregunta que tenía en la punta de la lengua desde que entré en la taberna. Aunque supuse que no tendría demasiadas ganas de contestarla, también pensé que a esas alturas el marino estaría demasiado borracho como para mantener la boca cerrada. Y acerté.


¿Y qué es lo que le ha traído a estas tierras de secano, tan lejos del mar que tanto añora, capitán?


La pregunta pareció amortiguar notablemente la etílica euforia del marino, y pude ver la sombra de un repentino terror cruzar por su rostro. Se tapó los ojos con las manos, como si eso pudiera impedir que aflorara a su mente alguna horrible visión. Me miró fijamente, durante un rato que se me antojó eterno. Mis ojos iban de su cara abotargada por el alcohol a sus manos, que aferraban el vaso como si pretendiera hacerlo estallar entre sus dedos.


Verás, hijo, si me hubieras hecho esa pregunta hace un par de horas te hubiera sacado de este garito de mierda a patadas en el culo. No creo que te importe una mierda qué hago en estas tierras asquerosas que no son buenas ni para enterrar a un hombre, pero te has portado bien conmigo. Me has librado de beber en soledad la mierda de vino que trasiegan estos zarrapastrosos, tan áspero y seco como sus manos, y pareces buena gente. Te voy a contar la historia de mi último viaje, y cuando digo eso quiero decir que no habrá más travesías, ni más barco, ni más mar para mí. Estoy desterrado del mar, condenado a arrastrar mis huesos lejos de la costa, perdido entre estos terrones polvorientos por el resto de mis días, que espero sean pocos, maldita sea. Sí, muchacho, te voy a contar una historia muy extraña, y sabrás por qué estoy aquí.


Mi viejo capitán se echó a coleto un eterno trago de ron, chasqueó la lengua y dio comienzo a un relato asombroso.


Verás, muchacho, hará cosa de unos seis meses me encontraba en el puerto de V., echando unos tragos con la tripulación de mi viejo barco. No teníamos otra cosa que hacer. El negocio del transporte marítimo se había estancado en los últimos tiempos. Le iba mal a todo el mundo, en general, y muy mal a nosotros, en particular. No había apenas trabajo y nuestro barco, viejo, lento y medio podrido, no inspiraba demasiada confianza, por no decir ninguna. No me la inspiraba ni a mí, que era su capitán y dueño. Los tripulantes que estaban en condiciones de encontrar algo mejor, hacía tiempo que se habían marchado, y sólo quedaban conmigo cinco elementos más viejos y podridos que el barco, que no hubieran encontrado trabajo ni paseando turistas en un lago de un metro de profundidad. Total, que nos dedicábamos a dejar pasar el tiempo y a gastar nuestros últimos ahorros yendo de una ruina a otra, de la ruina del barco a las tabernas ruinosas de los alrededores, y de allí a las ruinosas putas que aún podíamos pagar. Estaba comenzando a pensar seriamente en la posibilidad de hundir el viejo montón de mierda oxidada en el puerto, cobrar el seguro y comprarme una casita en la costa para acabar allí mis días. Aunque, bien pensado, lo más seguro es que hubiera comprado otro cascarón, más viejo y reventado que el anterior. El mar tira, ¿sabes, muchacho?


Estaba dándole vueltas al asunto, acodado en la barra, cuando entraron cuatro niñatos, sanos, altos, guapos, fuertes, muy bien vestiditos con sus pantalones blandos, sus zapatillas náuticas y sus camisetas de surf, vamos, como pidiendo a gritos que alguien les partiera la cara con urgencia, y más en aquel tugurio. Olían a distancia, y olían a dinero, a aburrimiento, a vida regalada, a mar de fin de semana, a mar de risas y hamaca en la cubierta. Causaron en la tropa de la taberna la misma sorpresa que yo te he causado a ti cuando has entrado, muchacho. Y resulta que aquella cuadrilla de pijos se plantó justo detrás de mí. Notaba una nubecilla de olor de colonia cara en mi nuca. Pensé en girarme para iniciar algo de bronca, podía servirme para descargar un poco de mala baba, tú ya me entiendes. El caso es que andaba yo pensando en qué burrada les iba a soltar, cuando uno de ellos me habló.


Perdone, señor. ¿Es usted el capitán A.?


Me quedé bastante pasmado. Siempre sorprende que un extraño conozca tu nombre, pero que alguien como ellos me buscara me desorientó. Normalmente, sólo me buscaban para algún transporte, más o menos legal, y a los cuatro sinvergüenzas que movían el cotarro del contrabando en aquel puerto los tenía más que fichados. Bueno, tengo que reconocer que a veces también me buscaba la ley, pero también sabía tratar con ellos. Aquellos cuatro niñatos, por descontado, no estaban incluidos en ninguna de las dos categorías.


Bueno, podría serlo —les contesté, encogiéndome de hombros—. ¿Quién mierda lo quiere saber y para qué?


Verá, capitán, alguien nos ha dado su nombre. Nos han dicho que dispone usted de un barco con un compresor para botellas de submarinismo, y que podría transportar a cuatro personas con equipos de buceo para permanecer unos días en alta mar. Esa persona también nos ha asegurado que no es usted demasiado amigo de hacer preguntas. Pagamos bien, pero si tiene usted vocación de periodista buscaremos a un capitán con menos inquietudes y santas pascuas. ¿Qué le parece?


Joder, con los niñatos. Estaban acostumbrados a mandar. Eran los cachorros de los tiburones de tierra, y ya podías apartar las piernas, porque tenían los dientes bien afilados y estaban acostumbrados a morder. Estaban bien adiestrados, los muy cabrones.


Vale, chaval, afloja un poco o sales de aquí con varios dientes menos —había que mantener las formas, cierta dignidad, aunque estaba más que dispuesto a limpiarla de mi culo, donde llevaba ya tiempo alojada, con los billetes que ya estaba oliendo—. Mira, estoy dispuesto a llevarte a tomar por culo, al fin del mundo, si pagas bien. Supongo que quien te ha hablado de mí te habrá informado sobre mi barco y mi tripulación. No vamos a batir ningún record de velocidad, pero mi chatarra aún puede hacer unas cuantas millas sin desmoronarse. El compresor funciona bien, es viejo, pero con un par de ajustes tendréis aire como para bajar a comerle los huevos al mismísimo Neptuno. Y respecto a las preguntas, son estas: ¿dónde y cuándo? No hay más.


Mi respuesta pareció agradar al que llevaba la voz cantante. El muy cabrón también sabía cuándo había que contemporizar con las clases inferiores.


Muy bien, capitán, veo que nos vamos a entender. Perdone la brusquedad de antes, la gente a veces resulta demasiado preguntona para nuestro gusto, y no nos gusta dar demasiadas explicaciones. Simplemente, vamos a hacer una pequeña excursión para explorar un viejo barco hundido, quizás extraer algún pequeño recuerdo… Ya sabe que las autoridades suelen ser demasiado quisquillosas para esas cosas. Respecto a sus dos preguntas, el dónde es a, unas treinta y cinco millas mar adentro, y el cuánto es esto —dijo, mientras sacaba de su bolsa un buen fajo de billetes, que colocó delante de mis narices, un fajo que traduje mentalmente a botellas y mujeres, y a algunos meses de buena vida, o por lo menos de una vida mejor que la que llevaba ahora—. Habrá otro como este a la vuelta de la excursión. ¿Estamos de acuerdo?


Estamos de acuerdo, patrón. Acaba de contratar a un capitán y a su tripulación, ciegos sordos y mudos por lo que respecta a sus asuntos. Ni el barco ni nosotros tenemos buen aspecto, pero les llevaremos y les traeremos de vuelta sin problemas. Sí, estamos de acuerdo. ¿Un traguito para celebrarlo?


No, gracias, no bebemos —definitivamente, aquel puto niñato no me caía bien—, y usted tampoco debería beber más. Queremos salir mañana a las cinco de la madrugada. Estaremos al lado del barco con nuestro equipo. Buenas noches.


Está bien, patroncito. Seremos buenos. Allí estaremos.


Fuimos buenos. Quiero decir, lo intentamos, justo hasta que los billetes empezaron ese olor que hace que las fulanas que no soportaban tu presencia horas antes, acudan a ti como los tiburones a la carnaza. No iba a ser yo quien criticara el comportamiento de aquellas señoritas. En esta vida todos acabamos encajando algo que no queremos a cambio de dinero. Cada uno vende lo que puede. Total, que corrió el alcohol, corrieron las putas y se corrió quien pudo, dado nuestro estado. De todas maneras, uno es cumplidor, y a las cinco de la mañana estábamos en el muelle. Hechos una braga, sí, pero tampoco era la primera vez, estábamos acostumbrados. Los niñatos ya nos esperaban, al lado de un montón enorme de equipo, material del caro, iban bien pertrechados los chavales, sí señor. Quizás demasiado equipo para una simple excursión de submarinismo recreativo, pero eso a mí me importaba una mierda. Nos pagaban por llevarlos a un lugar, esperar calladitos y luego devolverlos al punto de partida. Afortunadamente, los niñatos cargaron el equipo en el barco. No se debían fiar demasiado de nosotros, y hacían bien, creo que hubiéramos vomitado sólo con coger una de aquellas botellas de aire. El caso es que dejaron sus carísimos bártulos bien resguardados y afianzados en cubierta, le echaron un vistazo al compresor, hicimos algunos ajustes en el cacharro y pareció que quedaban satisfechos. El gallito del grupo me dio el rumbo y el punto exacto donde debíamos echar el ancla. El muy mamón controlaba el tema, les había dado por ahí. Luego, todos se metieron en sus camarotes y eso nos dejó un respiro para sacar el barco del puerto, tomar rumbo, dejar de guardia al menos borracho de todos y dormir decentemente nuestra cogorza.


Había buena mar, y mi vieja chatarra parecía envalentonada aquel día, por lo que a la caída del sol ya estábamos sobre el punto que me había indicado el jefe de la tropa. Ni su nombre me había dado, así de insignificantes éramos para ellos. A aquellas alturas del día ya no podían hacer nada, estaba comenzando a anochecher. Tuvieron una reunión para planificar el día siguiente y todo el mundo se fue a dormir. Recuero aquella noche. Me acodé en la barandilla de popa, fumando un cigarro, mientras el horizonte ardía y las olas golpeaban con suavidad el casco de mi barco. El mar es intemporal, hijo. Lo que yo estaba viendo en aquel momento era lo que vieron los exploradores locos que surcaron aquellas aguas afrontando lo desconocido, la sed, el miedo, el hambre y las enfermedades en viejos cascarones de madera medio podridos, durante miles de millas, cegados por la promesa de fortuna y gloria fácil. Por allí habían pasado, dejando en el camino cientos de naves abatidas por tormentas infernales o saqueadas y hundidas por piratas. No sé por qué cojones me dio por pensar en aquellas historias. Supongo que me influenció el hecho de que justo debajo de nuestro barco reposaran los restos de un barco hundido, aunque por la información que me habían dado los niñatos podía ser cualquier cosa, un barco de guerra, un mercante, incluso un pesquero. En fin, no era mi problema. Los había llevado al sitio y los devolvería a tierra, con historias suficientes como para cepillarse a las niñas guapas y limpias de sus barrios ricos. Lo mío era el ron y las furcias de los burdeles del puerto, y con a pasta que cobraría por aquel trabajo podría darle un toque de calidad a mis futuras relaciones con la botella y las señoritas de la vida.


Los niñatos madrugaron al día siguiente. Cuando el sol apenas aparecía por el horizonte y algunos jirones de niebla se desgajaban sobre el mar, ellos ya estaban enfundados en sus trajes de neopreno, cargando botellas, ajustando correajes, en fin, toda la pesca. Estaba claro por qué habían elegido mi barco. No había sido al azar. En sus inicios, se usó como barco de investigación para oceanógrafos, biólogos o arqueólogos submarinos. Se le habían incorporado algunos trastos interesantes, como el compresor y, sobre todo, una grúa que permitía izar desde el fondo del mar materiales pesados. La verdad es que los chavales se aplicaron con ganas. Subían y bajaban constantemente, cargando bolsas de lona o izándolas con la grúa. Nos habían prohibido acercarnos a la zona donde estaban ellos, así que no podíamos ni imaginar qué clase de mierda subían y acumulaban en unos contenedores de metal que habían cargado en el barco. De todas maneras, nos importaba un carajo, así que nos dedicamos a beber, jugar y sestear durante todo el día, mientras ellos expoliaban lo que quiera que hubiese debajo.


Todo ocurrió durante el tercer día. No soy un hombre creyente, muchacho, pero si Dios existe, jamás debió dejar que ese día amaneciera. Ojalá nos hubiera dejado durmiendo hasta el fin de los tiempos, todo antes que ver lo que vimos. Lo más espantoso de todo es que sucedió a plena luz del día, un día radiante, sin nubes, con un sol cálido, la última mañana en la que uno pensaría que el infierno le haría un pase privado. Los niñatos habían bajado todos juntos por primera vez, y mi tripulación se estaba encargando de la grúa. Según nos dijeron, habían dejado para el final la carga más pesada. Después de esa última inmersión, levaríamos anclas y volveríamos al puerto.


El caso es que tardaban en subir más de la cuenta. Llevaban más de hora y media bajo el agua. Nos comenzamos a preocupar muy seriamente. En el barco no había cámara de descompresión, si la cosa se prolongaba nos tocaría avisar por radio para evacuar en helicóptero a aquella pandilla de imbéciles. Eso, si conseguían salir vivos. La verdad sea dicha, muchacho, no me importaba demasiado la vida de aquella cuadrilla de hijos de papá, pero si tenían que enviarnos ayuda estábamos metidos en un lío de cojones. Sea lo que fuere lo que hubieran estado sacando del pecio, la cosa no pintaba demasiado legal, y mis antecedentes no eran como para tirar cohetes.


De pronto, vimos la señal convenida para izar la plataforma. De las profundidades del mar surgió chorreante una boya, y suspiramos aliviados. Hicimos subir la grúa. No había ni rastro de los niñatos, pero supusimos que estarían haciendo una parada de seguridad unos metros por debajo de nosotros. Eran submarinistas expertos, sabían lo que se hacían. Nos asomamos por la barandilla del barco para ver subir lentamente la cadena. Habían trabajado duro, eso había que reconocerlo. Bien afianzado en la plataforma, empezó a aparecer un gran cajón de metal. Recuerdo que pensé que debían de haber consumido mucho aire para conseguir pasar las cuerdas por debajo del cajón y poder izarlo a la plataforma, a pesar de que llevaban un equipo especial para eso, con globos elevadores y demás.


La grúa hacía subir la plataforma despacio, pero pronto la tuvimos frente a nuestros ojos. Íbamos a sujetar la plataforma con ganchos para acercarla a la cubierta cuando los vimos. Estaban debajo. Los cuatro. Colgados de la plataforma con unos ganchos que les entraban por la garganta y les salían por la boca. Con las botellas tirando hacia atrás de sus cuerpos inertes. Parecían muñecos de trapo. Los reguladores colgaban, inútiles. Jamás podré olvidar su mirada bajo las máscaras. Allí se quedaron, balanceándose de aquellos ganchos, con la sangre manando de la garganta, formando pequeños ríos que caían al mar en finos hilos. Nos quedamos petrificados sobre la cubierta, con los ganchos en la mano. Habíamos visto hombres con más heridas que aquellos, marineros medio devorados por los tiburones, pero evidentemente no había animal alguno que pudiera colgar a aquellos cuatro de aquellos ganchos.


No tuvimos que pensar demasiado. La respuesta salió del cajón. Es curioso, piensas que estás pasando todo el miedo del mundo, que ya no puedes estar más aterrorizado, que estás bailando con la locura, pero siempre queda lugar en el corazón de un hombre para un poco más de horror. Aquellas cosas salieron del cajón y saltaron a cubierta, demasiado ágilmente para lo que eran, apenas algo más que huesos medio podridos cubiertos por jirones de ropa. Antes de que me desvaneciera gritando de terror, pude ver cómo aquellas criaturas del infierno hundían sus manos huesudas en el pecho y la espalda de mi tripulación, que moría aullando de pánico y dolor. ¡Qué buena suerte tuvieron, muchacho! Ojalá me hubieran despedazado a mí también. Por lo menos, hubiera sido una muerte rápida. Cuando desperté, tenía a un palmo de mi cara lo que quedaba de la boca de una de aquellas cosas. Su calavera era de color verdoso, como manchada de vegetales submarinos, Una especie de niebla rodeaba su cara, como una pequeña atmósfera apestosa en torno a sus huesos. Aquel engendro sostenía mi cuerpo por el cuello de mi camisa, como si yo fuera un pelele. Sus dedos rozaban mi cara. Iba a morir de miedo, o a enloquecer, y la verdad, también hubiera escogido sin dudar cualquiera de esas dos opciones, antes que seguir mirando a aquel espectro, sabiendo que era real. Pero no me volví loco, ni aquella aberración acabó conmigo. No físicamente, quiero decir. Aquel espanto surgido de las profundidades me miró, o por lo menos sus cuencas vacías se fijaron en mis ojos, y aquella mirada monstruosa y vacía me dijo que no volviera al mar; porque me estarían esperando bajo cualquier cosa que flotara sobre agua salada. Ese sería mi castigo. Ese, y el recuerdo de sus cuencas vacías fijas en mí, el terror de las noches solitarias que me esperaban. Mientras, los demás espectros lanzaban las bolsas al agua. Por fin, aquella cosa me soltó y todos saltaron al cajón de la plataforma, arrastrando con ellos los cadáveres de mi tripulación. Un brazo huesudo se levantó, señalando al botón de la grúa y comprendí. Tambaleándome, caminé hacia la grúa, dejando tras de mí un rastro de orina y mierda, y pulsé el botón. Pronto, la plataforma desapareció bajo el agua, y por última vez aquellas cuencas vacías se fijaron en mí.


No sé cuánto tiempo estuve gritando sobre la cubierta del barco. Sólo recuerdo que en cuanto pude dominar el temblor de mis manos y apurar de un trago media botella de ron, puse los motores en marcha y salí de allí en medio de una agonía de terror y desesperación. Llegué al puerto de noche, salté a tierra y cogí el primer tren que encontré. Y aquí estoy, en medio de este páramo seco, muriendo en vida, con la visión de aquella calavera mirándome mientras el agua chorreaba por sus huesos verdosos. Ya sé que no me crees, muchacho, crees que estoy borracho, muy viejo, pero no me importa una mierda. Yo sé lo que vi. Déjame. Necesito dormir… un rato… los marineros muertos… el mar...”.


Así ha acabado la insólita narración del viejo capitán. Destilando incoherencias y cayendo desvanecido sobre la mesa, borracho como una cuba. Menudo elemento, el amigo. Y menudo mentiroso. Aunque la historia es buena, vaya si lo es. Me ha tenido en vilo, el tío. Nadie como un viejo marino para urdir historias fantásticas, de espectros y aparecidos, de esas que se cuentan en las tabernas en voz baja, al calor de la chimenea, mientras se bebe ron y se fuma en pipa. Esta ha sido de las mejores. Bueno, en realidad no es mentira del todo. Simplemente, el viejo sinvergüenza ha corrido un tupido velo sobre algunos aspectos de la, llamémosla así, aventura, que podrían comprometerlo frente a las autoridades. Por ejemplo, ha eliminado la parte en la que descubre que lo que aquellos jóvenes estaban extrayendo del pecio, un barco naufragado en 1566 en su viaje de vuelta a España desde América, era una incalculable fortuna en monedas de oro, plata y joyas. También ha eliminado la parte en la que decide, de acuerdo con su tripulación, manipular las botellas de aire para que surjan desagradables sorpresas a sesenta metros de profundidad, justamente en la última inmersión. Ha decidido obviar, asimismo, la narración del momento en el que aprovecha que él y su tripulación están celebrando su nuevo estado de bonanza económica para fingir una descomunal borrachera y apuñalar a sus compañeros de fatigas, para enviarlos a continuación a hacerle compañía a los submarinistas. ¿Que cómo estoy tan bien informado? Bueno, la verdad es que son noticias de primera mano. Fui informado personalmente por los desafortunados protagonistas del lamentable incidente. Verán, los que llevamos ya un tiempo difuntos nos aburrimos mortalmente, y espero que sepan disculpar este chiste horrendo. El caso es que, cuando llega un estrafalario grupo como los submarinistas buscadores de tesoros y una tripulación de asesinos y asesinados, nos entusiasmamos. La muerte, por lo menos en mi caso, te proporciona un sentido del humor bastante peculiar, y la verdad es que mientras escuchábamos la historia de aquella pintoresca cuadrilla nos moríamos de la risa. Oh, vaya, otra vez un chiste inadecuado. Bien, resumiendo, el caso es que en este caso decidimos combinar ciertas ansias de revancha por parte de los recién llegados con nuestras ganas de diversión. Cierto es que primero hubo que poner paz entre los submarinistas y los miembros de la tripulación. Al fin y al cabo, los segundos habían colaborado en la muerte de los primeros, pero dado que a su vez también habían sido asesinados, al final reinó la concordia. Creo que este caso, la expresión adecuada sería “pelillos a la mar”.


Con todo el mundo de acuerdo, sólo faltaba montar la performance. En estos casos, si la cosa parece interesante, hasta el jefe suele colaborar con sus cosas mágicas, así que cuando el viejo marino consiguió amarrar el barco en el puerto, con el tesoro obtenido de una manera tan poco elegante convenientemente oculto en la sentina, el jefe empezó a jugar con su cabeza. No subió a un tren, como él pensaba, para desaparecer una temporada hasta que las cosas se olvidaran. Volvió a subir al barco, y entre la borrachera que llevaba y los jueguecitos del jefe, cuando despertó ya estaba dentro de nuestro pequeño decorado, creyendo que estaba a salvo. Los campesinos han estado muy en su papel. Con la cabeza gacha, enfrascados en sus cartas, disimulando el tono cerúleo de la muerte. En cuanto a mí, bueno, juego con cierta ventaja. Mis familiares me embalsamaron y, la verdad, tuvieron la suerte de encontrar a un profesional excelente. Llevo más de treinta años muertos y estoy como una rosa. ¡Uffff, qué noche tan desapacible! Lluvia, viento, las olas coronadas de penachos blancos, la tempestad aullando por la cubierta, bueno, todo eso que cuentan tan bien los poetas viajados. Creo que volveré adentro. El capitán debe de estar a punto de despertar. Va a ser muy divertido. Todos lo acompañaremos a cubierta, justo a tiempo de ver trepar por el casco a unos viejos amigos...



29 de diciembre de 2022

Robert Bosch - Final

 

El día era gris, desapacible, de esos que nacen con vocación de contradecir la belleza del cielo. Las rachas de viento azotaban las calles de manera intermitente, haciendo volar los plásticos, los papeles y las colillas del suelo, y esbocé una sonrisa triste al pensar en mi pequeño grupo persiguiendo los pequeños residuos para luego ver cómo el viento los volvía a arrebatar del recogedor, convirtiendo su tarea en una parodia grosera y tosca del mito de Sísifo. Aparqué el coche en el aparcamiento amplio y casi vacío de la funeraria. No tuve que apagar la radio. Ya casi no ponía música. En una especie de mimetización con Irina, también empezaba a pensar que todas las canciones hablaban de mí, y aunque mi pensamiento racional intentaba rechazar esa impresión, la lógica acababa claudicando ante otra compulsión más, una nueva muesca en el historial de mis taras cerebrales. El hermano de Javi estaba en la puerta, con la urna en la mano. Nos saludamos con una incomodidad recíproca y cortante, y me entregó el pequeño recipiente tras algunas protestas desganadas, que parecían más fruto de la necesidad de cubrir el expediente expresando disconformidad que de verdadero dolor o frustración. Al fin y al cabo, la voluntad de Javi le resolvía la papeleta de pagar un columbario donde depositar la urna con las cenizas, y tampoco era plato de gusto conservar en tu casa las cenizas de alguien con quien no has tenido más afinidad que un parentesco incontestable y aleatorio.


Conduje el coche fuera del tanatorio, y esa vez sí, puse música. Zappa, Cream, el blues rock blanco y pesado que tanto le gustaba a Javi y que yo siempre preparaba antes de recogerlo para ir a cualquier sitio. El viaje no duró mucho. Aparqué en la acera frente al descampado donde, durante años, se levantó la fábrica de Robert Bosch. Hasta para eso tuvo mala suerte Javi. Él se reía con la imagen de sus cenizas impregnando los muros de la fábrica. Tal vez, fantaseaba, el viento las llevaría hasta el interior, posándose en el traje de algún ejecutivo de poca monta, de los que toman decisiones tan grises como ellos. “No me falle usted, Iturraspe”, me decía, mientras le daba un pequeño sorbo al botellín y se encendía un cigarrillo. Hacía unos meses que habían derribado la fábrica. No quedaban ni los cascotes de los muros. Nada. Sólo un erial lleno de socavones, tierra y basuras que la gente había empezado a tirar allí. Volví a sonreir. Javi y yo habíamos arrastrado nuestros cuerpos cansados y sudorosos por muchos descampados como ese, recogiendo colillas y mierdas de perro bajo el sol ardiente de las doce del mediodía. El destino, Iturraspe, el destino. Caminé por aquella tierra yerma y estéril, hasta situarme en el centro. Abrí el recipiente con las cenizas de Javi y lo empecé a volcar sobre la tierra. En mi fuero interno, confiaba en una racha traicionera que empujara las cenizas hacia mí, impregnando mi cuerpo y mi cara, en un remedo de la escena final de la película que tanto nos gustaba, la del Nota, pero el viento sopló en la dirección contraria, y esparció las cenizas de Javi por el triste erial, haciéndolas circular por los muros inexistentes, fantasmagóricos, de lo que una vez fue la Robert Bosch.