—¿Perdón?
La enfermera levantó la mirada de los cuadrantes que estaba estudiando, para observar a la anciana que la interpelaba tímidamente. Muy mayor, pero coqueta, con los labios pintados y un suave maquillaje que acentuaba unos preciosos ojos verdes.
—Dígame, señora.
—Quisiera visitar a Adrián Morientes.
—Lo siento, señora, hoy no es día de visita. ¿Es usted familiar del señor Morientes?
—No, no lo soy. Sólo una vieja amiga. Y sólo quiero verlo cinco minutos. Me iré y no volveré jamás. Por favor. Vengo de muy lejos. Sólo cinco minutos.
La enfermera dudó. No había visto jamás una cara que expresara súplica como aquella. El día estaba tranquilo, y el señor Morientes jamás había dado ningún problema. Suspiró.
—Está bien. Cinco minutos. Ni uno más.
—Gracias, de corazón. Muchas gracias.
—Siga por ese pasillo. Tras la puerta está el jardín. El señor Morientes está bajo el ciprés, en el rincón que da al mar. Tendrá un pañuelo rojo en la mano. No se separa de él. Está ya muy descolorido y medio deshecho, pero
La enfermera interrumpió la frase al ver el rostro de la mujer, demudado por el dolor, luchando por evitar las lágrimas. De manera súbita, lo entendió todo. La anciana comenzó a andar por el pasillo, lentamente.
—Señora, una cosa. El señor Morientes está… fuera de este mundo. No la reconocerá, no le hablará. No espere usted ningún gesto. Su mente hace tiempo que está en blanco.
La mujer siguió caminando, despacio, sin girar la cabeza mientras le contestaba con la voz temblorosa.
—Mejor. Así no podrá negarme un último beso.
🥺🥺
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