A pesar de que habían transcurrido décadas desde que estuvo allí por última vez y de la penumbra que se extendía por la sala, Julio, de alguna extraña manera, fue consciente nada más abrir los ojos de dónde de encontraba. Miró, boquiabierto y asombrado, la enorme pantalla del cine Avenida desde la zona de General, el “gallinero”, como lo llamaba todo el mundo coloquialmente. No podía ser… El cine Avenida había sido demolido hacía muchos años, para sustituirlo por un feísimo centro comercial con unas cuantas tiendas que languidecían sin apenas clientela. De hecho, él tampoco vivía ya en Cornellà, hacía tiempo que se había mudado con su familia a un pequeño pueblecito del Penedès. Se repitió mentalmente, “no puede ser”… El cine estaba exactamente igual que la última vez que lo visitó, una enorme sala, altísima, con unas figuras geométricas en relieve que ocupaban los los laterales, desde el techo hasta el suelo. Julio no pudo por menos que sonreír al comparar aquel espacio vasto, amplísimo, con las multisalas que tanto odiaba, minúsculas, estrechas e incómodas. Al lado de aquellos odiosos cubículos, el viejo cine Avenida parecía un colosal y anacrónico desperdicio de espacio.
Julio echó un vistazo, forzando la vista para distinguir entre las sombras que se enseñoreaban del cine. No estaba solo, aunque la sala estaba muy lejos de estar al completo. Un puñado de personas se dispersaban por la sala de General, algunas solitarias, otras en parejas o en pequeños grupos, todos mirando hacia la pantalla, cubierta como siempre con unas pesadas cortinas de tela roja que se deslizaban suavemente hacia los dos laterales para dar inicio a la doble sesión.
De una manera inconsciente, inexplicable, Julio desechó los sentimientos de confusión y extrañeza para intentar acomodarse en la dura butaca de madera del palco, la zona más barata del cine. Cerró los ojos y un tropel de recuerdos giró por su mente, como un carrusel enloquecido. Sintió la excitación de la primera vez que fue al cine con sus amigos, el sonido de sus pisadas amortiguado por la alfombra roja que cubría los pasillos de acceso a la sala, las risitas nerviosas siguiendo el halo luminoso de la linterna del acomodador. Se sintió atravesado, como por una brutal y vertiginosa ola sensorial, por todo el abanico de emociones que le habían provocado las películas del Avenida. Alegría, miedo, excitación, pánico… Recordó los mamporros de Bud Spencer y Terence Hill, lo guapa que era la princesa Leia y lo cabronazo que podía llegar a ser Darth Vader, vio a Bruce Lee repartiendo leña de la buena, rodeado de contrincantes que parecían esperar pacientemente a recibir su ración de puñetazos y patadas, y se vio a él y a sus amigos imitándolo a la salida del cine, para luego correr a casa y suplicarles a sus padres que los apuntaran en el gimnasio de kárate del barrio. Por su mente desfilaron los quinquis del barrio jaleando al Torete mientras escapaba zumbando de la pasma en un Supermirafiori robado. Evocó la enorme pantalla entrevista entre la mano con la que cubría sus ojos, medio muerto de miedo mientras Jason diezmaba a los tontorrones adolescentes de Crystal Lake, para acto seguido empezar a mover los pies, porque Danny Suco ha subido a lo alto del coche y baila moviendo las manos como si abarcara el horizonte.
Julio escuchó el sonido de las enormes cortinas deslizándose silenciosas hacia los lados, entre los sonidos de excitación de los espectadores. Vio de nuevo la sempiterna publicidad de Muebles Benítez, respiró profundamente y el olor de palomitas, pipas y refrescos que no se elaboraban desde hacía años invadió sus fosas nasales. Recordó la envidia que le producían los afortunados que se podían pagar un asiento en Platea, con sus butacones mullidos y cómodos en la parte baja del cine, mientras él y sus amigos tenían que conformarse con los duros asientos de madera de General, pero volvió a sonreír al recordar cómo se vengaban de los privilegiados, lanzándoles palomitas y cáscaras de pipas, y cómo el cabrón de Gerardo había llevado aquella venganza al extremo, comprando alubias cocidas, estrujándolas con las manos y lanzándolas hacia la Platea al tiempo que imitaba ruidosamente el sonido de arcadas, como si vomitara, mientras los gritos de la gente de la Platea nos hacían morir de la risa y el acomodador nos buscaba enfurecido. Rememoró, por fin, la sudorosa indecisión antes de dejar caer el brazo de manera estudiadamente descuidada sobre los hombros de la primera chica con la que salió, aquella compañera de clase morena y espigada, y los primeros besos, inexpertos y ansiosos en la oscuridad, ignorantes de la película, del mundo entero, del inmediato porvenir que esperaba agazapado con su venenosa carga de traiciones, sueños rotos, odios y desamor.
Cuando Julio abrió los ojos, todos esos recuerdos se empezaron a desvanecer con suavidad, dejando su alma cubierta con una leve pátina que se resistía a marchar, igual que un buen vino impregna durante un tiempo la boca con trazas y vestigios de su sabor. Saboreaba todavía esos recuerdos cuando los demás espectadores comenzaron a girar sus rostros hacia él, mirándolo con fijeza. Julio se estremeció. Los conocía a todos. Eran sus amigos, su familia, las mujeres a las que en algún momento de su vida había susurrado cosas inconfesables al oído. Personas que todavía formaban parte de su vida y otras que habían desaparecido de ella hacía ya tiempo, mirándolo algunas con amor, otras con odio, con desprecio, con curiosidad o con indiferencia. Algunas parecían refulgir en la penumbra de la sala y otras tenían un tono gris y macilento que se confundía con las sombras. De manera paulatina, las pocas luces que permanecían encendidas en la sala comenzaron a difuminarse. Las rostros que lo habían observado durante una efímera eternidad volvieron a girarse lentamente hacia la pantalla.
Cuando la oscuridad devoró los últimos jirones de luz, Julio, extrañamente tranquilo a pesar de todo, notó una presencia a su lado, de pie en el pasillo. Era el acomodador, cuya cara entreveía apenas entre el haz de luz dirigido a su rostro. Julio, deslumbrado, hizo visera con la mano sobre sus ojos para paliar el deslumbramiento de la linterna. El acomodador, un anciano seco y enjuto, con un inmaculado uniforme en el que brillaba una plaquita con su nombre (uno nombre extraño, Carinte o Carente, no lo pudo leer bien), le sonrió y musitó una sola frase.
—Espero que haya disfrutado de los recuerdos. Póngase cómodo, la película va a empezar.
El hombre enfocó la linterna hacia el suelo, dio media vuelta y caminó lentamente hacia los pesados cortinajes que ocultaban las puertas de entrada a la sala, dejando a Julio con la boca abierta mientras contemplaba el haz de luz alejarse en la oscuridad, bailando en la oscuridad del suelo. Giró la cabeza hacia la pantalla, en la que se sucedían los viejos anuncios que él recordaba de su infancia. Con las manos en los reposabrazos, erguido en su asiento, sintió cómo la verdad revoloteaba juguetona por los recovecos de su mente. Por fin, la película empezó. Vio una sala de parto. Se escuchaban los gritos y jadeos de una mujer cuya cara no podía ver, tapada por una enfermera. Notó algo extrañamente familiar en aquella escena. Vio aparecer la cabeza del niño. La enfermera se apartó para ayudar al médico a acabar de extraer al niño del vientre de la mujer. Entonces pudo ver a la mujer. Julio reconoció en aquellos sudorosos rasgos, crispados por el dolor, la esperanza y el miedo, el rostro de su madre. Entonces comprendió. Sonrió, se arrellanó en la butaca y se dispuso a ver el resto de la película.
Muy bueno Hanky, 👏👏👏👏
ResponderEliminarPues me ha encantado.
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