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5 de mayo de 2023

El túnel

 

A ver, niños, no me pongáis en un compromiso. Ya sabéis que la abuela no me deja contaros historias de miedo. Que si no tenéis edad, que si luego por la noche tenéis pesadillas… y luego la bronca me la llevo yo. Sí, sí, siempre decís lo mismo, que no se lo vais a contar, que guardaréis el secreto, y luego se os escapa.. No, no me pongáis esa carita, que luego, cuando la abuela os va a buscar a la habitación porque os habéis despertado muertos de miedo, siempre os acabáis chivando, que si las historias del abuelo, que si os asusto… Que ya nos conocemos. Bueno, mirad, vamos a hacer un trato. Si me prometéis que cuando venga la abuela de la cena con las amigas no le contaréis que me he fumado un cigarro y me he tomado una copita de anís, os cuento una historia. A ver, Mario, echa un par de troncos a la chimenea, que hace frío. Y tú, Livia, acércame la botella del anís y una copa del mueble. No, esa pequeña no, una más grande, hija, que me caliente los huesos. Mario, dame fuego con esa ascua pequeñita, ten cuidado. Venga, acercaos y escuchadme. Y no me interrumpáis que pierdo el hilo. A ver, que piense, ¿qué historia os cuento? No quiero repetirme. Esta memoria mía… Ya os conté la historia de aquel hombre de mi pueblo, el que caminaba a medianoche al lado de los muros del cementerio, ¿no? Sí, el que sintió la mano de un resucitado agarrándole el abrigo, el que se se encontraron muerto a la mañana siguiente, y resulta que se había enganchado en la rama de un árbol. Vale, vale, os lo conté. ¿Y el del niño pequeño que se asustó porque había mucha gente en su casa y se acurrucó al lado de su madre dormida? Sí, que al final la madre estaba muerta y se los llevaron a los dos en el ataúd. Ufff, ese os asustó de verdad, ¿eh?¡Ah, ya sé! ¿Sabéis el del túnel? ¿No? No se si os debería contar esta historia, me da miedo hasta a mí. Bueno, vale, vale, está bien, os la cuento, pero recordad lo de la abuela, ¿eh? Anda, cariño, ponle al abuelo otra copita. Esta historia me la contó un gran amigo mío, Juan, hace mucho tiempo. Me juró que era cierta, que le había pasado de verdad, y el caso es que temblaba mientras me la contaba, pero bueno, mi amigo fue siempre un poco peliculero. El caso es que la historia es buena, os la voy a contar, más o menos como me la contó él a mí. Esto fue lo que me explicó.


Hace algunos años, yo trabajaba en una librería del centro de Barcelona, en el almacén. Mi trabajo consistía en recepcionar las cajas de libros, repasar los albaranes, emitir las etiquetas, pegar los precios, subir los libros a la tienda… Cosas así. Era un trabajo aburrido y solitario, pero a mí me gustaba. El silencio, el olor del papel de los libros… No me molestaban demasiado y podía escuchar música mientras trabajaba. El almacén era una nave inmensa en el sótano de la tienda. De tanto en tanto bajaba algún librero buscando algún libro en concreto, pero casi siempre estaba solo, acompañado por mi vieja radio y por el zumbido del aire acondicionado.


Descubrí el túnel por casualidad, moviendo unas cajas de bolsas en un pequeño cuartillo que se usaba para apilar trastos. Me quedé de piedra cuando aparté una caja y apareció la abertura del túnel, negra como ala de cuervo. Aspiré una vaharada de aire estancado e impregnado de olor a tierra. Me recordó al olor que percibí el día que entré en un panteón del cementerio de mi pueblo. Un escalofrío de miedo me subió por la espalda cuando me vi ante aquella abertura lóbrega y maloliente. Pero, como siempre, me pudo más la curiosidad. Deseché la idea de avisar a alguien de la tienda, a algún jefe o a un compañero que me ayudara a investigar.


Busqué una linterna que siempre tenía a mano por si se iba la luz, y enfoqué hacia la entrada el túnel. Parecía correr paralelo a la pared del fondo del almacén. Tragué saliva y me interné en la boca negra. En efecto, el túnel seguía la pared del fondo de la nave. Estaba excavado en la tierra, de forma tosca, como si se hubiera hecho aprisa y corriendo. Nada de baldosas, nada de paredes lisas, sólo tierra y roca. En algunos tramos había pequeños charcos, formados por gotas que caían del techo, pero por lo demás parecía sólido seguro, así que seguí avanzando, evitando tropezar o resbalar en algún tramo embarrado.


El túnel seguía paralelo a la pared del almacén, y como pude comprobar más tarde, terminaba una abertura similar a la que yo había encontrado, también disimulada tras unas unos trastos apilados en la otra pared del almacén. Pero, más o menos hacia la mitad de su recorrido, se abría otra pequeña abertura en la izquierda, una pequeña galería que se desviaba durante un tramo corto, apenas unos metros antes de encontrar el final. Calculé que esa pequeña galería atravesaba perpendicularmente la calle donde se ubicaba la librería.


Durante mi pequeña exploración no encontré nada extraño en el túnel. Solamente era una pequeña cueva de aire viciado y suelo húmedo. Pensé que se habría excavado para almacenar trastos y que un buen día, simplemente, se olvidaron de él. Deshice el camino y encaré la salida. A pocos metros de la abertura, la linterna enfocó la pared, revelándome algo que había pasado por alto cuando entré. Las paredes, las piedras y el suelo del túnel estaban ennegrecidos, como si alguien hubiera encendido allí un gran fuego.


Tuve miedo. Sin saber por qué, me descubrí a mí mismo acelerando el paso y saliendo apresuradamente de la boca de la pequeña cueva. Decidí volver a tapar la entrada, pero en aquellos momentos necesitaba fumarme un cigarro y tomarme una copa para tranquilizarme. Las normas en la librería, y más en lo que me concernía a mí, no eran demasiado severas, así que salí a la calle y me metí en el bar que había al lado de la tienda. Estuve allí, aproximadamente, unos diez minutos, hasta que noté cómo la calma volvía a mi cuerpo, y me reí con ganas de mis temores.


Cuando salí del bar y me dirigí hacia la entrada de la librería, vi que el cielo estaba negro, amenazando tormenta, uno de esos aguaceros de verano que te vuelcan encima cubos de agua caliente y pegajosa. Mientras bajaba por las escaleras hacia el almacén, comencé a escuchar los primeros truenos. Ese fue el último momento de normalidad, una simple tormenta en una tarde bochornosa de verano.


Los nervios volvieron cuando entré en el almacén. Su enormidad, las pilas de cajas diseminadas por todas partes, los rincones oscuros, parecían esconder una amenaza, un horror oculto hacía años. Me dirigí hacia el cuartillo de las bolsas, dispuesto a tapar la negra boca del túnel y a olvidarme de él para siempre. En cuanto entré, vi el humo que salía de la abertura. Un humo sucio, espeso, acompañado de un olor como de gasolina y carne quemada, o más bien carbonizada.


Mis piernas flaqueaban y se negaban a obedecer las órdenes de mi cabeza, que les gritaba para sacarme a toda prisa de allí. Pronto el humo me envolvió, asfixiándome. Las llamas salían de la boca del túnel, prendiendo en las cajas de cartón y propagando el fuego. Por fin, puede empezar a retroceder lentamente. Me sentía mareado, adormecido, como si no estuviera a punto de morir abrasado y sí a punto de caer en un sueño profundo.


Supongo que lo que vino a continuación fue producto del humo que aspiré. Quiero pensarlo así. Del túnel empezaron a salir cosas. Eso fue lo que me pasó por la cabeza. Cosas de aspecto humano. Cosas que caminaban. Cosas calcinadas, de apenas un metro de altura. Cosas contrahechas, que avanzaban penosamente. En la masa renegrida que parecía ser la cabeza brillaban ascuas incandescentes, inyectadas en sangre. Avanzaron hacia mí, formando dos filas perfectamente ordenadas. Dos filas de pequeños monstruos achicharrados. Aullé de miedo, y luego, agradeciéndolo mentalmente, sentí cómo me desmayaba y caía al suelo.


Desperté en el hospital. Cuando saltaron las alarmas en la tienda, un compañero se había acordado de mí y me había rescatado milagrosamente de entre las llamas, antes de que devoraran la librería, que ardió hasta los cimientos.


Sé que debería haber olvidado lo que pasó en aquel pequeño cuarto, pero no lo hice. Investigué, busqué en las hemerotecas, hablé con vecinos ancianos de la calle. Durante la Guerra Civil, el edificio que luego había albergado la librería era una escuela para hijos de dirigentes republicanos. El túnel era un refugio antiaéreo para proteger a niños y a profesores de los bombardeos de la aviación nacional. Cuando las tropas franquistas entraron en Barcelona, los niños seguían en la escuela. Un grupo de requetés, sedientos de vino y venganza, asaltó el colegio. Los profesores habían huido, confiados en que los soldados no les harían nada a los niños. Se equivocaron. Los encontraron apiñados en el refugio. Uno de los soldados llevaba un lanzallamas. Al final supe, en medio de un horror infinito, qué eran esas cosas que se alinearon ordenadamente frente a mí, tomándome por un profesor que venía a sacarlos del túnel”.


Bueno, niños, esta esa la historia que me contó mi amigo. No os asustéis, seguramente se la inventó. Ya os he dicho que tenía mucha imaginación, y le gustaba gastarme bromas con estos cuentos. Entre nosotros, siempre pensé que la historia se la sacó de la manga para no reconocer que el fuego en la tienda empezó con una colilla que se le cayó encima de unos cartones… Anda, Mario, que se apaga el fuego, echa un par de troncos. Y tú, Livia, cariño, guarda en el armario la botella de anís. ¡Caramba, qué frío me ha entrado de repente! ¡Ah, ya escucho a la abuela abriendo la puerta! Recordad nuestro secreto, ¿eh? Si no, no habrá más historias.


1 comentario:

  1. No sé si estic molt sensible o què però no he pogut evitar plorar pensant en aquestes criatures...

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