A ver, niños, no me pongáis
en un compromiso. Ya sabéis que la abuela no me deja contaros
historias de miedo. Que si no tenéis edad, que si luego por la noche
tenéis pesadillas… y luego la bronca me la llevo yo. Sí, sí,
siempre decís lo mismo, que no se lo vais a contar, que guardaréis
el secreto, y luego se os escapa.. No, no me pongáis esa carita,
que luego, cuando la abuela os va a buscar a la habitación porque os
habéis despertado muertos de miedo, siempre os acabáis chivando,
que si las historias del abuelo, que si os asusto… Que ya nos
conocemos. Bueno, mirad, vamos a hacer un trato. Si me prometéis que
cuando venga la abuela de la cena con las amigas no le contaréis que
me he fumado un cigarro y me he tomado una copita de anís, os cuento
una historia. A ver, Mario, echa un par de troncos a la chimenea, que
hace frío. Y tú, Livia, acércame la botella del anís y una copa
del mueble. No, esa pequeña no, una más grande, hija, que me
caliente los huesos. Mario, dame fuego con esa ascua pequeñita, ten
cuidado. Venga, acercaos y escuchadme. Y no me interrumpáis que
pierdo el hilo. A ver, que piense, ¿qué historia os cuento? No
quiero repetirme. Esta memoria mía… Ya os conté la historia de
aquel hombre de mi pueblo, el que caminaba a medianoche al lado de
los muros del cementerio, ¿no? Sí, el que sintió la mano de un
resucitado agarrándole el abrigo, el que se se encontraron muerto a
la mañana siguiente, y resulta que se había enganchado en la rama
de un árbol. Vale, vale, os lo conté. ¿Y el del niño pequeño que
se asustó porque había mucha gente en su casa y se acurrucó al
lado de su madre dormida? Sí, que al final la madre estaba muerta y
se los llevaron a los dos en el ataúd. Ufff, ese os asustó de
verdad, ¿eh?¡Ah, ya sé! ¿Sabéis el del túnel? ¿No? No se si os
debería contar esta historia, me da miedo hasta a mí. Bueno, vale,
vale, está bien, os la cuento, pero recordad lo de la abuela, ¿eh?
Anda, cariño, ponle al abuelo otra copita. Esta historia me la contó
un gran amigo mío, Juan, hace mucho tiempo. Me juró que era cierta,
que le había pasado de verdad, y el caso es que temblaba mientras me
la contaba, pero bueno, mi amigo fue siempre un poco peliculero. El
caso es que la historia es buena, os la voy a contar, más o menos
como me la contó él a mí. Esto fue lo que me explicó.
“Hace algunos años, yo
trabajaba en una librería del centro de Barcelona, en el almacén.
Mi trabajo consistía en recepcionar las cajas de libros, repasar los
albaranes, emitir las etiquetas, pegar los precios, subir los libros
a la tienda… Cosas así. Era un trabajo aburrido y solitario, pero
a mí me gustaba. El silencio, el olor del papel de los libros… No
me molestaban demasiado y podía escuchar música mientras trabajaba.
El almacén era una nave inmensa en el sótano de la tienda. De tanto
en tanto bajaba algún librero buscando algún libro en concreto,
pero casi siempre estaba solo, acompañado por mi vieja radio y por
el zumbido del aire acondicionado.
Descubrí el túnel por
casualidad, moviendo unas cajas de bolsas en un pequeño cuartillo
que se usaba para apilar trastos. Me quedé de piedra cuando aparté
una caja y apareció la abertura del túnel, negra como ala de
cuervo. Aspiré una vaharada de aire estancado e impregnado de olor a
tierra. Me recordó al olor que percibí el día que entré en un
panteón del cementerio de mi pueblo. Un escalofrío de miedo me
subió por la espalda cuando me vi ante aquella abertura lóbrega y
maloliente. Pero, como siempre, me pudo más la curiosidad. Deseché
la idea de avisar a alguien de la tienda, a algún jefe o a un
compañero que me ayudara a investigar.
Busqué una linterna que
siempre tenía a mano por si se iba la luz, y enfoqué hacia la
entrada el túnel. Parecía correr paralelo a la pared del fondo del
almacén. Tragué saliva y me interné en la boca negra. En efecto,
el túnel seguía la pared del fondo de la nave. Estaba excavado en
la tierra, de forma tosca, como si se hubiera hecho aprisa y
corriendo. Nada de baldosas, nada de paredes lisas, sólo tierra y
roca. En algunos tramos había pequeños charcos, formados por gotas
que caían del techo, pero por lo demás parecía sólido seguro, así
que seguí avanzando, evitando tropezar o resbalar en algún tramo
embarrado.
El túnel seguía paralelo
a la pared del almacén, y como pude comprobar más tarde, terminaba
una abertura similar a la que yo había encontrado, también
disimulada tras unas unos trastos apilados en la otra pared del
almacén. Pero, más o menos hacia la mitad de su recorrido, se abría
otra pequeña abertura en la izquierda, una pequeña galería que se
desviaba durante un tramo corto, apenas unos metros antes de
encontrar el final. Calculé que esa pequeña galería atravesaba
perpendicularmente la calle donde se ubicaba la librería.
Durante mi pequeña
exploración no encontré nada extraño en el túnel. Solamente era
una pequeña cueva de aire viciado y suelo húmedo. Pensé que se
habría excavado para almacenar trastos y que un buen día,
simplemente, se olvidaron de él. Deshice el camino y encaré la
salida. A pocos metros de la abertura, la linterna enfocó la pared,
revelándome algo que había pasado por alto cuando entré. Las
paredes, las piedras y el suelo del túnel estaban ennegrecidos, como
si alguien hubiera encendido allí un gran fuego.
Tuve miedo. Sin saber por
qué, me descubrí a mí mismo acelerando el paso y saliendo
apresuradamente de la boca de la pequeña cueva. Decidí volver a
tapar la entrada, pero en aquellos momentos necesitaba fumarme un
cigarro y tomarme una copa para tranquilizarme. Las normas en la
librería, y más en lo que me concernía a mí, no eran demasiado
severas, así que salí a la calle y me metí en el bar que había al
lado de la tienda. Estuve allí, aproximadamente, unos diez minutos,
hasta que noté cómo la calma volvía a mi cuerpo, y me reí con
ganas de mis temores.
Cuando salí del bar y me
dirigí hacia la entrada de la librería, vi que el cielo estaba
negro, amenazando tormenta, uno de esos aguaceros de verano que te
vuelcan encima cubos de agua caliente y pegajosa. Mientras bajaba por
las escaleras hacia el almacén, comencé a escuchar los primeros
truenos. Ese fue el último momento de normalidad, una simple
tormenta en una tarde bochornosa de verano.
Los nervios volvieron
cuando entré en el almacén. Su enormidad, las pilas de cajas
diseminadas por todas partes, los rincones oscuros, parecían
esconder una amenaza, un horror oculto hacía años. Me dirigí hacia
el cuartillo de las bolsas, dispuesto a tapar la negra boca del túnel
y a olvidarme de él para siempre. En cuanto entré, vi el humo que
salía de la abertura. Un humo sucio, espeso, acompañado de un olor
como de gasolina y carne quemada, o más bien carbonizada.
Mis piernas flaqueaban y se
negaban a obedecer las órdenes de mi cabeza, que les gritaba para
sacarme a toda prisa de allí. Pronto el humo me envolvió,
asfixiándome. Las llamas salían de la boca del túnel, prendiendo
en las cajas de cartón y propagando el fuego. Por fin, puede empezar
a retroceder lentamente. Me sentía mareado, adormecido, como si no
estuviera a punto de morir abrasado y sí a punto de caer en un sueño
profundo.
Supongo que lo que vino a
continuación fue producto del humo que aspiré. Quiero pensarlo así.
Del túnel empezaron a salir cosas. Eso fue lo que me pasó por la
cabeza. Cosas de aspecto humano. Cosas que caminaban. Cosas
calcinadas, de apenas un metro de altura. Cosas contrahechas, que
avanzaban penosamente. En la masa renegrida que parecía ser la
cabeza brillaban ascuas incandescentes, inyectadas en sangre.
Avanzaron hacia mí, formando dos filas perfectamente ordenadas. Dos
filas de pequeños monstruos achicharrados. Aullé de miedo, y luego,
agradeciéndolo mentalmente, sentí cómo me desmayaba y caía al
suelo.
Desperté en el hospital.
Cuando saltaron las alarmas en la tienda, un compañero se había
acordado de mí y me había rescatado milagrosamente de entre las
llamas, antes de que devoraran la librería, que ardió hasta los
cimientos.
Sé que debería haber
olvidado lo que pasó en aquel pequeño cuarto, pero no lo hice.
Investigué, busqué en las hemerotecas, hablé con vecinos ancianos
de la calle. Durante la Guerra Civil, el edificio que luego había
albergado la librería era una escuela para hijos de dirigentes
republicanos. El túnel era un refugio antiaéreo para proteger a
niños y a profesores de los bombardeos de la aviación nacional.
Cuando las tropas franquistas entraron en Barcelona, los niños
seguían en la escuela. Un grupo de requetés, sedientos de vino y
venganza, asaltó el colegio. Los profesores habían huido, confiados
en que los soldados no les harían nada a los niños. Se equivocaron.
Los encontraron apiñados en el refugio. Uno de los soldados llevaba
un lanzallamas. Al final supe, en medio de un horror infinito, qué
eran esas cosas que se alinearon ordenadamente frente a mí,
tomándome por un profesor que venía a sacarlos del túnel”.
Bueno,
niños, esta esa la historia que me contó mi amigo. No os asustéis,
seguramente se la inventó. Ya os he dicho que tenía mucha
imaginación, y le gustaba gastarme bromas con estos cuentos. Entre
nosotros, siempre pensé que la historia se la sacó de la manga para
no reconocer que el fuego en la tienda empezó con una colilla que se
le cayó encima de unos cartones… Anda, Mario, que se apaga el
fuego, echa un par de troncos. Y tú, Livia, cariño, guarda en el
armario la botella de anís. ¡Caramba, qué frío me ha entrado de
repente! ¡Ah, ya escucho a la abuela abriendo la puerta! Recordad
nuestro secreto, ¿eh? Si no, no habrá más historias.