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1 de junio de 2024

El chispazo

 

El chispazo fue tan demoledor como efímero, apenas una centésima de segundo que los sumió a los dos en un desconcierto desolador. Lo provocó el involuntario roce de sus dedos mientras contemplaban absortos un escaparate, una caricia involuntaria que hizo brillar de manera fugaz algo muerto, escondido y enquistado en un rincón perdido de sus corazones. Al mismo tiempo, perfectamente sincronizadas, una secuencia vertiginosa de imágenes, olores y sentimientos pasó por sus cabezas. Una habitación, un hombre y una mujer, risas, los cuerpos en una cama, jadeando, besándose, luego los dos bajo el agua, en un cubículo demasiado estrecho, abrazados bajo la lluvia fina. Dolor, amargura, rencor, tristeza, destellos de odio. Todo estalló en sus cerebros, como un fuego de artificio, y luego implosionó, desapareciendo de manera tan súbita como había aparecido. Sólo quedó una estupefacción que los dejó cara a cara, con las bocas abiertas, mirándose fijamente, hasta que sus padres, impacientes, los cogieron de las manos y se los llevaron a los dos del escaparate de la juguetería, en direcciones contrarias.

28 de mayo de 2024

1976

 

La sorra de la platja bull, crema els peus, i és per aixó que has decidit córrer per la sorra mullada de la riba per a fer volar l’estel. Però no havies comptat amb aquesta ona traïdora que ha xopat la tela i ara et costa moltíssim arrosegar-ho. Tampoc ajuda el gelat de llimona -quaranta pessetes i que la teva mare no volia que el pare el comprés, deia que era massa car- que subjectes amb la ma esquerra i que va degotant sobre el teu braç deixant marques de regalims grocs. Estires i estires del fil, els teus peus s’enfonsen en la sorra i l’estel s’arrossega mandrós, com si s´abracés a la riba del mar, sense ganes d’aixecar-se. Sents sobre tu la mirada burleta dels teus cosins, el caboteig d’irònica comprensió dels teus pares (“ja t’ho vam dir, és massa gran per a tú”) i, sobretot, els dissimulats centelleigs dels ulls verds de la Natalia, la filla dels veïns del tercer A que avui us ha acompanyat a la platja. És aquesta mirada, entre curiosa i divertida, la que t’encoratja, fa que serris les dents, corris més ràpid i estiris del fil amb totes les teves forçes. Finalment, fent un salt desmanegat, l’estel s’enlaira i s’eleva un pam, dos, tres, i no pots evitar fer un crit de goig quan la llarga cua de paper abandona el llevíssim solc sobre la sorra i puja dubitativa cap al cel. Imagines la cara de la Natalia, obrint els ulls d’admiració i, de sobte, el braç ja no et fa mal, encara que l’estel sembli rebel.lar-se i voler tornar a estirar-se lànguid sobre la platja. Gairebé caus d’esquena quan un cop de vent frena l’estel i l’immobilitza sobre el teu cap, bombant la tela, tibant-lo contra la feble armadura de fusta barata. Et gires, poses la teva ma enganxosa de gelat sobre els teus ulls com si fos una visera i contemples l’estel, quiet, rígid, desafiant com un poltre salvatge que es nega a ser ensinistrat, tirant amb força de les regnes que subjectes amb la ma dreta. L’esquinçall de vent l’enlaira, jugant amb ell, fins deixar-lo gairebé vertical sobre teu projectant la seva ombra tremolosa davant els teus peus. Per fi, la ràfega l’abandona i l’estel es desploma en caiguda lliure només per tornar a ser atrapat per un remolí que l’agita de manera espasmòdica d’un costat a l’altre. Torners a córrer i l’estel abandona el petit bucle de vent per començar un vol gràcil, elegant, desplegant una corba àmplia en un horitzó sense núvols d’un blau enlluernador. Ara fas mitja volta i l’estel et segueix, resignat a ser governat per una mà infantil però ferma. Has tornat al punt de partida davant dels teus cosins, els teus pares i la teva veïneta, que ara sí et mira, captivada, amb els ulls molt oberts sota la seva pamela rosa. Mires cap al grup, satisfet, desafiant. Et sents l’amo del món, amb els peus mig enfonsats a la sorra fresca, i li fas una gran mossegada al teu gelat de llimona, mentre subjectes el fil de l’estel, a qui ara es disputen uns invisibles ballarins que el fan girar dins una esbojarrada i frenètica dança sobre la mar calma. Gira embogit i ès propulsat cap amunt, amb una força que gairebé t’arrenca el fil de la ma. De manera sobtada cau, apàtic, i el fil s’afluixa en una llarga corba. Els teus cosins aplaudeixen, entusiasmats; els teus pares somriuen; i la Natalia et mira. Els teus ulls van del seus a l’estel i, de sobte, els tanques perquè no pots suportar tanta felicitat. Sents la calor d’un matí irrepetible: el lleu remor de les onades, el blau intens del cel que il.lumina fins l’últim racó del teu cor… I ara, una ma diminuta tira de la teva, obres els ulls, et trobes amb una mirada innocent, a una cara lleument empipada i sents una veu transparent, cristal.lina…

-Pare, em tornes l’estel si us plau?

12 de febrero de 2024

Búscala 2


—Hola, Carmen, ¿te puedo invitar a tomar algo?

—¿Qué? No te conozco, ¿cómo sabes mi nombre?

—Alguien me lo dijo. Vengo de lejos, sólo para conocerte.

—¿A mí? ¿Y quién te ha hablado de mí?

—El caso es que es complicado… Vamos, que no me vas a creer.

—Venga, va, prueba. De momento, no tengo nada mejor que hacer.

—El caso es que creo que, de alguna manera, mi “yo” del futuro vino para decirme que te buscara. Me habló de ti y desapareció.

—Joder, mira que me han intentado ligar con movidas raras, pero como esta, ninguna. Y no pareces bebido, ni fumado. ¿Qué te has metido?

—Te juro que nada. Yo tampoco me lo acabo de creer, pero aquel viejo, joder, se me parecía muchísimo.

—Creo que alguien te ha querido gastar una broma. ¿Cómo te llamas?

—Mario.

—Pues eso, Mario, que alguien te gastó una broma pesada, y el caso es que no pareces tan primo.

—Bueno, antes de desaparecer me dio esta foto.

—¿A ver? ¡Hostias! Pero… Este viejo se te parece, y la mujer, joder, la mujer…

—La mujer se te parece a ti.

—Ahora pienso que quien me quiere gastar una broma eres tú a mí. No puedo ser yo. Esa foto, el pelo rosa… ¿cómo coño la has hecho, la has pintado, algún fotógrafo la ha retocado?

—No. Me la dio el viejo y luego desapareció, se esfumó delante de mí. ¿Sabes? Es posible que sí, que alguien nos haya gastado una broma pesada. Será mejor que me vaya. Creo que en una hora sale un tren para mi ciudad.

—Espera, espera. Mario, me has dicho, ¿verdad? Va, te acepto esa copa. Al fin y al cabo, has venido del quinto coño sólo para verme, ¿no? Y relájate un poco, que te va a dar un soponcio.

—Espera, el reloj que llevas…

—Es bonito, ¿eh? Me lo regaló mi abuela. Jamás he visto uno igual.

—Mira la foto. La muñeca de la mujer.



Búscala

 

Te queda poco tiempo. Apareciste más lejos de lo que pensabas, alguien se lió con las coordenadas. Has tenido que caminar casi un kilómetro más de lo que habías pensado. Tus piernas, doloridas, veteranas de varias operaciones, no te han ayudado. Casi no puedes andar. El tiempo se agota. Apenas has podido comprar una hora, todos tus ahorros invertidos en esos sesenta minutos que corren enloquecidos, como si fueran segundos. Has apretado los dientes, forzando el paso. Tenías que llegar, tenías que dar el mensaje. Después, nada importaría. Por fin, sin apenas respiración, con trallazos de dolor surcando tus piernas, te encuentras frente al telefonillo. Dalia, 14. No hay tiempo para nostalgias. Pulsas el timbre del noveno B, rezando en silencio para que alguien conteste, para que estés leyendo, o escuchando a Elvis en tu habitación. Quedan apenas diez minutos. Por fin, contesta tu madre. Recuperando el resuello, imitas a Marce, tu amigo con la voz más peculiar. “¡Soy Marce! ¿Se baja Mario”. Escuchas a la mujer gritando, y luego un desganado “Ahora baja”. Quedan cinco minutos. Dos, para que baje el ascensor. Por fin, apareces. Te permites una sonrisa al ver el tupé, y te frotas la calva pensando en lo que te dijo aquel peluquero, “Chaval, qué melena. A ti no se te va a caer nunca el pelo”. Por fin, estáis los dos frente a frente. Te reconoces. A pesar de los años, a pesar de las arrugas, de la calva, te reconoces. Pero no hay tiempo. Se lo sueltas a borbotones, como un loco desquiciado, “Sí, sí, soy yo, no queda tiempo, luego piensas. Se llama Carmen. Búscala, vive lejos de aquí, es ella, siempre ha sido ella, no sé cómo va a salir, pero búscala, no tardes. Aquí te he apuntado, más o menos, por donde vive”. Te das la foto, los dos juntos, sonrientes, felices, pero demasiado tarde. Te quedan pocos segundos. “No lo has soñado, guarda la foto, búscala, por favor, es ella, siempre fue ella”. El crédito se acaba, te arrebatan, te empiezas a desvanecer mientras te miras, con la boca abierta y la foto en la mano. Sólo te da tiempo de decir una última vez, “Búscala”.

18 de septiembre de 2023

La Espera

 

Despertó de manera abrupta, sorprendido. Se había quedado dormido, una de esas cabezadas cortas, intensas, sin sueños. Levantó la cabeza y allí, frente a él, estaba ella. Con el pelo corto, rubio, igual que la única vez que se permitieron ser felices. Los labios gruesos, rojos como el vino tinto que habían bebido, mirándose, hacía ya una eternidad, se abrieron con una sonrisa para musitar una sola palabra.

-Vamos.

-Pero… pero tú…

-Sí. Hace quince años. ¿Vamos?

-Claro.

El hombre se levantó sin esfuerzo y cogió la mano de la mujer. Los dos caminaron, juntos, despacio, sin mirar atrás, sin dedicarle una última mirada al viejo que se desangraba por las muñecas, sentado en una silla de ruedas.

17 de julio de 2023

La residencia

 

—¿Perdón?

La enfermera levantó la mirada de los cuadrantes que estaba estudiando, para observar a la anciana que la interpelaba tímidamente. Muy mayor, pero coqueta, con los labios pintados y un suave maquillaje que acentuaba unos preciosos ojos verdes.

—Dígame, señora.

—Quisiera visitar a Adrián Morientes.

—Lo siento, señora, hoy no es día de visita. ¿Es usted familiar del señor Morientes?

—No, no lo soy. Sólo una vieja amiga. Y sólo quiero verlo cinco minutos. Me iré y no volveré jamás. Por favor. Vengo de muy lejos. Sólo cinco minutos.

La enfermera dudó. No había visto jamás una cara que expresara súplica como aquella. El día estaba tranquilo, y el señor Morientes jamás había dado ningún problema. Suspiró.

—Está bien. Cinco minutos. Ni uno más.

—Gracias, de corazón. Muchas gracias.

—Siga por ese pasillo. Tras la puerta está el jardín. El señor Morientes está bajo el ciprés, en el rincón que da al mar. Tendrá un pañuelo rojo en la mano. No se separa de él. Está ya muy descolorido y medio deshecho, pero

La enfermera interrumpió la frase al ver el rostro de la mujer, demudado por el dolor, luchando por evitar las lágrimas. De manera súbita, lo entendió todo. La anciana comenzó a andar por el pasillo, lentamente.

—Señora, una cosa. El señor Morientes está… fuera de este mundo. No la reconocerá, no le hablará. No espere usted ningún gesto. Su mente hace tiempo que está en blanco.

La mujer siguió caminando, despacio, sin girar la cabeza mientras le contestaba con la voz temblorosa.

—Mejor. Así no podrá negarme un último beso.

29 de mayo de 2023

Cine Avenida

 

A pesar de que habían transcurrido décadas desde que estuvo allí por última vez y de la penumbra que se extendía por la sala, Julio, de alguna extraña manera, fue consciente nada más abrir los ojos de dónde de encontraba. Miró, boquiabierto y asombrado, la enorme pantalla del cine Avenida desde la zona de General, el “gallinero”, como lo llamaba todo el mundo coloquialmente. No podía ser… El cine Avenida había sido demolido hacía muchos años, para sustituirlo por un feísimo centro comercial con unas cuantas tiendas que languidecían sin apenas clientela. De hecho, él tampoco vivía ya en Cornellà, hacía tiempo que se había mudado con su familia a un pequeño pueblecito del Penedès. Se repitió mentalmente, “no puede ser”… El cine estaba exactamente igual que la última vez que lo visitó, una enorme sala, altísima, con unas figuras geométricas en relieve que ocupaban los los laterales, desde el techo hasta el suelo. Julio no pudo por menos que sonreír al comparar aquel espacio vasto, amplísimo, con las multisalas que tanto odiaba, minúsculas, estrechas e incómodas. Al lado de aquellos odiosos cubículos, el viejo cine Avenida parecía un colosal y anacrónico desperdicio de espacio.


Julio echó un vistazo, forzando la vista para distinguir entre las sombras que se enseñoreaban del cine. No estaba solo, aunque la sala estaba muy lejos de estar al completo. Un puñado de personas se dispersaban por la sala de General, algunas solitarias, otras en parejas o en pequeños grupos, todos mirando hacia la pantalla, cubierta como siempre con unas pesadas cortinas de tela roja que se deslizaban suavemente hacia los dos laterales para dar inicio a la doble sesión.


De una manera inconsciente, inexplicable, Julio desechó los sentimientos de confusión y extrañeza para intentar acomodarse en la dura butaca de madera del palco, la zona más barata del cine. Cerró los ojos y un tropel de recuerdos giró por su mente, como un carrusel enloquecido. Sintió la excitación de la primera vez que fue al cine con sus amigos, el sonido de sus pisadas amortiguado por la alfombra roja que cubría los pasillos de acceso a la sala, las risitas nerviosas siguiendo el halo luminoso de la linterna del acomodador. Se sintió atravesado, como por una brutal y vertiginosa ola sensorial, por todo el abanico de emociones que le habían provocado las películas del Avenida. Alegría, miedo, excitación, pánico… Recordó los mamporros de Bud Spencer y Terence Hill, lo guapa que era la princesa Leia y lo cabronazo que podía llegar a ser Darth Vader, vio a Bruce Lee repartiendo leña de la buena, rodeado de contrincantes que parecían esperar pacientemente a recibir su ración de puñetazos y patadas, y se vio a él y a sus amigos imitándolo a la salida del cine, para luego correr a casa y suplicarles a sus padres que los apuntaran en el gimnasio de kárate del barrio. Por su mente desfilaron los quinquis del barrio jaleando al Torete mientras escapaba zumbando de la pasma en un Supermirafiori robado. Evocó la enorme pantalla entrevista entre la mano con la que cubría sus ojos, medio muerto de miedo mientras Jason diezmaba a los tontorrones adolescentes de Crystal Lake, para acto seguido empezar a mover los pies, porque Danny Suco ha subido a lo alto del coche y baila moviendo las manos como si abarcara el horizonte.


Julio escuchó el sonido de las enormes cortinas deslizándose silenciosas hacia los lados, entre los sonidos de excitación de los espectadores. Vio de nuevo la sempiterna publicidad de Muebles Benítez, respiró profundamente y el olor de palomitas, pipas y refrescos que no se elaboraban desde hacía años invadió sus fosas nasales. Recordó la envidia que le producían los afortunados que se podían pagar un asiento en Platea, con sus butacones mullidos y cómodos en la parte baja del cine, mientras él y sus amigos tenían que conformarse con los duros asientos de madera de General, pero volvió a sonreír al recordar cómo se vengaban de los privilegiados, lanzándoles palomitas y cáscaras de pipas, y cómo el cabrón de Gerardo había llevado aquella venganza al extremo, comprando alubias cocidas, estrujándolas con las manos y lanzándolas hacia la Platea al tiempo que imitaba ruidosamente el sonido de arcadas, como si vomitara, mientras los gritos de la gente de la Platea nos hacían morir de la risa y el acomodador nos buscaba enfurecido. Rememoró, por fin, la sudorosa indecisión antes de dejar caer el brazo de manera estudiadamente descuidada sobre los hombros de la primera chica con la que salió, aquella compañera de clase morena y espigada, y los primeros besos, inexpertos y ansiosos en la oscuridad, ignorantes de la película, del mundo entero, del inmediato porvenir que esperaba agazapado con su venenosa carga de traiciones, sueños rotos, odios y desamor.


Cuando Julio abrió los ojos, todos esos recuerdos se empezaron a desvanecer con suavidad, dejando su alma cubierta con una leve pátina que se resistía a marchar, igual que un buen vino impregna durante un tiempo la boca con trazas y vestigios de su sabor. Saboreaba todavía esos recuerdos cuando los demás espectadores comenzaron a girar sus rostros hacia él, mirándolo con fijeza. Julio se estremeció. Los conocía a todos. Eran sus amigos, su familia, las mujeres a las que en algún momento de su vida había susurrado cosas inconfesables al oído. Personas que todavía formaban parte de su vida y otras que habían desaparecido de ella hacía ya tiempo, mirándolo algunas con amor, otras con odio, con desprecio, con curiosidad o con indiferencia. Algunas parecían refulgir en la penumbra de la sala y otras tenían un tono gris y macilento que se confundía con las sombras. De manera paulatina, las pocas luces que permanecían encendidas en la sala comenzaron a difuminarse. Las rostros que lo habían observado durante una efímera eternidad volvieron a girarse lentamente hacia la pantalla.


Cuando la oscuridad devoró los últimos jirones de luz, Julio, extrañamente tranquilo a pesar de todo, notó una presencia a su lado, de pie en el pasillo. Era el acomodador, cuya cara entreveía apenas entre el haz de luz dirigido a su rostro. Julio, deslumbrado, hizo visera con la mano sobre sus ojos para paliar el deslumbramiento de la linterna. El acomodador, un anciano seco y enjuto, con un inmaculado uniforme en el que brillaba una plaquita con su nombre (uno nombre extraño, Carinte o Carente, no lo pudo leer bien), le sonrió y musitó una sola frase.


—Espero que haya disfrutado de los recuerdos. Póngase cómodo, la película va a empezar.


El hombre enfocó la linterna hacia el suelo, dio media vuelta y caminó lentamente hacia los pesados cortinajes que ocultaban las puertas de entrada a la sala, dejando a Julio con la boca abierta mientras contemplaba el haz de luz alejarse en la oscuridad, bailando en la oscuridad del suelo. Giró la cabeza hacia la pantalla, en la que se sucedían los viejos anuncios que él recordaba de su infancia. Con las manos en los reposabrazos, erguido en su asiento, sintió cómo la verdad revoloteaba juguetona por los recovecos de su mente. Por fin, la película empezó. Vio una sala de parto. Se escuchaban los gritos y jadeos de una mujer cuya cara no podía ver, tapada por una enfermera. Notó algo extrañamente familiar en aquella escena. Vio aparecer la cabeza del niño. La enfermera se apartó para ayudar al médico a acabar de extraer al niño del vientre de la mujer. Entonces pudo ver a la mujer. Julio reconoció en aquellos sudorosos rasgos, crispados por el dolor, la esperanza y el miedo, el rostro de su madre. Entonces comprendió. Sonrió, se arrellanó en la butaca y se dispuso a ver el resto de la película.

5 de mayo de 2023

El túnel

 

A ver, niños, no me pongáis en un compromiso. Ya sabéis que la abuela no me deja contaros historias de miedo. Que si no tenéis edad, que si luego por la noche tenéis pesadillas… y luego la bronca me la llevo yo. Sí, sí, siempre decís lo mismo, que no se lo vais a contar, que guardaréis el secreto, y luego se os escapa.. No, no me pongáis esa carita, que luego, cuando la abuela os va a buscar a la habitación porque os habéis despertado muertos de miedo, siempre os acabáis chivando, que si las historias del abuelo, que si os asusto… Que ya nos conocemos. Bueno, mirad, vamos a hacer un trato. Si me prometéis que cuando venga la abuela de la cena con las amigas no le contaréis que me he fumado un cigarro y me he tomado una copita de anís, os cuento una historia. A ver, Mario, echa un par de troncos a la chimenea, que hace frío. Y tú, Livia, acércame la botella del anís y una copa del mueble. No, esa pequeña no, una más grande, hija, que me caliente los huesos. Mario, dame fuego con esa ascua pequeñita, ten cuidado. Venga, acercaos y escuchadme. Y no me interrumpáis que pierdo el hilo. A ver, que piense, ¿qué historia os cuento? No quiero repetirme. Esta memoria mía… Ya os conté la historia de aquel hombre de mi pueblo, el que caminaba a medianoche al lado de los muros del cementerio, ¿no? Sí, el que sintió la mano de un resucitado agarrándole el abrigo, el que se se encontraron muerto a la mañana siguiente, y resulta que se había enganchado en la rama de un árbol. Vale, vale, os lo conté. ¿Y el del niño pequeño que se asustó porque había mucha gente en su casa y se acurrucó al lado de su madre dormida? Sí, que al final la madre estaba muerta y se los llevaron a los dos en el ataúd. Ufff, ese os asustó de verdad, ¿eh?¡Ah, ya sé! ¿Sabéis el del túnel? ¿No? No se si os debería contar esta historia, me da miedo hasta a mí. Bueno, vale, vale, está bien, os la cuento, pero recordad lo de la abuela, ¿eh? Anda, cariño, ponle al abuelo otra copita. Esta historia me la contó un gran amigo mío, Juan, hace mucho tiempo. Me juró que era cierta, que le había pasado de verdad, y el caso es que temblaba mientras me la contaba, pero bueno, mi amigo fue siempre un poco peliculero. El caso es que la historia es buena, os la voy a contar, más o menos como me la contó él a mí. Esto fue lo que me explicó.


Hace algunos años, yo trabajaba en una librería del centro de Barcelona, en el almacén. Mi trabajo consistía en recepcionar las cajas de libros, repasar los albaranes, emitir las etiquetas, pegar los precios, subir los libros a la tienda… Cosas así. Era un trabajo aburrido y solitario, pero a mí me gustaba. El silencio, el olor del papel de los libros… No me molestaban demasiado y podía escuchar música mientras trabajaba. El almacén era una nave inmensa en el sótano de la tienda. De tanto en tanto bajaba algún librero buscando algún libro en concreto, pero casi siempre estaba solo, acompañado por mi vieja radio y por el zumbido del aire acondicionado.


Descubrí el túnel por casualidad, moviendo unas cajas de bolsas en un pequeño cuartillo que se usaba para apilar trastos. Me quedé de piedra cuando aparté una caja y apareció la abertura del túnel, negra como ala de cuervo. Aspiré una vaharada de aire estancado e impregnado de olor a tierra. Me recordó al olor que percibí el día que entré en un panteón del cementerio de mi pueblo. Un escalofrío de miedo me subió por la espalda cuando me vi ante aquella abertura lóbrega y maloliente. Pero, como siempre, me pudo más la curiosidad. Deseché la idea de avisar a alguien de la tienda, a algún jefe o a un compañero que me ayudara a investigar.


Busqué una linterna que siempre tenía a mano por si se iba la luz, y enfoqué hacia la entrada el túnel. Parecía correr paralelo a la pared del fondo del almacén. Tragué saliva y me interné en la boca negra. En efecto, el túnel seguía la pared del fondo de la nave. Estaba excavado en la tierra, de forma tosca, como si se hubiera hecho aprisa y corriendo. Nada de baldosas, nada de paredes lisas, sólo tierra y roca. En algunos tramos había pequeños charcos, formados por gotas que caían del techo, pero por lo demás parecía sólido seguro, así que seguí avanzando, evitando tropezar o resbalar en algún tramo embarrado.


El túnel seguía paralelo a la pared del almacén, y como pude comprobar más tarde, terminaba una abertura similar a la que yo había encontrado, también disimulada tras unas unos trastos apilados en la otra pared del almacén. Pero, más o menos hacia la mitad de su recorrido, se abría otra pequeña abertura en la izquierda, una pequeña galería que se desviaba durante un tramo corto, apenas unos metros antes de encontrar el final. Calculé que esa pequeña galería atravesaba perpendicularmente la calle donde se ubicaba la librería.


Durante mi pequeña exploración no encontré nada extraño en el túnel. Solamente era una pequeña cueva de aire viciado y suelo húmedo. Pensé que se habría excavado para almacenar trastos y que un buen día, simplemente, se olvidaron de él. Deshice el camino y encaré la salida. A pocos metros de la abertura, la linterna enfocó la pared, revelándome algo que había pasado por alto cuando entré. Las paredes, las piedras y el suelo del túnel estaban ennegrecidos, como si alguien hubiera encendido allí un gran fuego.


Tuve miedo. Sin saber por qué, me descubrí a mí mismo acelerando el paso y saliendo apresuradamente de la boca de la pequeña cueva. Decidí volver a tapar la entrada, pero en aquellos momentos necesitaba fumarme un cigarro y tomarme una copa para tranquilizarme. Las normas en la librería, y más en lo que me concernía a mí, no eran demasiado severas, así que salí a la calle y me metí en el bar que había al lado de la tienda. Estuve allí, aproximadamente, unos diez minutos, hasta que noté cómo la calma volvía a mi cuerpo, y me reí con ganas de mis temores.


Cuando salí del bar y me dirigí hacia la entrada de la librería, vi que el cielo estaba negro, amenazando tormenta, uno de esos aguaceros de verano que te vuelcan encima cubos de agua caliente y pegajosa. Mientras bajaba por las escaleras hacia el almacén, comencé a escuchar los primeros truenos. Ese fue el último momento de normalidad, una simple tormenta en una tarde bochornosa de verano.


Los nervios volvieron cuando entré en el almacén. Su enormidad, las pilas de cajas diseminadas por todas partes, los rincones oscuros, parecían esconder una amenaza, un horror oculto hacía años. Me dirigí hacia el cuartillo de las bolsas, dispuesto a tapar la negra boca del túnel y a olvidarme de él para siempre. En cuanto entré, vi el humo que salía de la abertura. Un humo sucio, espeso, acompañado de un olor como de gasolina y carne quemada, o más bien carbonizada.


Mis piernas flaqueaban y se negaban a obedecer las órdenes de mi cabeza, que les gritaba para sacarme a toda prisa de allí. Pronto el humo me envolvió, asfixiándome. Las llamas salían de la boca del túnel, prendiendo en las cajas de cartón y propagando el fuego. Por fin, puede empezar a retroceder lentamente. Me sentía mareado, adormecido, como si no estuviera a punto de morir abrasado y sí a punto de caer en un sueño profundo.


Supongo que lo que vino a continuación fue producto del humo que aspiré. Quiero pensarlo así. Del túnel empezaron a salir cosas. Eso fue lo que me pasó por la cabeza. Cosas de aspecto humano. Cosas que caminaban. Cosas calcinadas, de apenas un metro de altura. Cosas contrahechas, que avanzaban penosamente. En la masa renegrida que parecía ser la cabeza brillaban ascuas incandescentes, inyectadas en sangre. Avanzaron hacia mí, formando dos filas perfectamente ordenadas. Dos filas de pequeños monstruos achicharrados. Aullé de miedo, y luego, agradeciéndolo mentalmente, sentí cómo me desmayaba y caía al suelo.


Desperté en el hospital. Cuando saltaron las alarmas en la tienda, un compañero se había acordado de mí y me había rescatado milagrosamente de entre las llamas, antes de que devoraran la librería, que ardió hasta los cimientos.


Sé que debería haber olvidado lo que pasó en aquel pequeño cuarto, pero no lo hice. Investigué, busqué en las hemerotecas, hablé con vecinos ancianos de la calle. Durante la Guerra Civil, el edificio que luego había albergado la librería era una escuela para hijos de dirigentes republicanos. El túnel era un refugio antiaéreo para proteger a niños y a profesores de los bombardeos de la aviación nacional. Cuando las tropas franquistas entraron en Barcelona, los niños seguían en la escuela. Un grupo de requetés, sedientos de vino y venganza, asaltó el colegio. Los profesores habían huido, confiados en que los soldados no les harían nada a los niños. Se equivocaron. Los encontraron apiñados en el refugio. Uno de los soldados llevaba un lanzallamas. Al final supe, en medio de un horror infinito, qué eran esas cosas que se alinearon ordenadamente frente a mí, tomándome por un profesor que venía a sacarlos del túnel”.


Bueno, niños, esta esa la historia que me contó mi amigo. No os asustéis, seguramente se la inventó. Ya os he dicho que tenía mucha imaginación, y le gustaba gastarme bromas con estos cuentos. Entre nosotros, siempre pensé que la historia se la sacó de la manga para no reconocer que el fuego en la tienda empezó con una colilla que se le cayó encima de unos cartones… Anda, Mario, que se apaga el fuego, echa un par de troncos. Y tú, Livia, cariño, guarda en el armario la botella de anís. ¡Caramba, qué frío me ha entrado de repente! ¡Ah, ya escucho a la abuela abriendo la puerta! Recordad nuestro secreto, ¿eh? Si no, no habrá más historias.