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20 de diciembre de 2022

EL QUIOSCO

 

No recuerdo ningún hecho anterior al momento con mis padres, en el quiosco. Obviamente, llevaba ya un tiempo en el mundo, pero a efectos de mi memoria es como si hubiera nacido en aquel preciso instante. Tampoco recuerdo muchas cosas después de ese momento, hasta que llegó mi infancia tardía, como si la función de mi cerebro encargada de archivar mis experiencias apenas funcionara, y sólo fuera capaz de archivar algunos momentos elegidos aleatoriamente. El caso es que recuerdo con cierta claridad aquel momento delante del quiosco, o mi mente ha ido puliendo, a lo largo de los años, ese preciso instante, hasta dejarlo tal y como descansa en los recovecos de mi memoria. En esa escena, congelada durante décadas, yo estoy entre mis padres. No debía tener más de tres años, porque mi hermana, que es tres años más pequeña que yo, no estaba con nosotros. No podría afirmar con claridad en qué época del año sucedió, pero en mi recuerdo es invierno, o hace frío, y yo llevo un abriguito y pantalones cortos. No sé por qué extraño motivo, por moda o por capricho de mi madre, por mucho frío que hiciera yo siempre llevaba las piernas al aire. Es posible que fuera por la tradición de que los niños debían llevar pantalón corto hasta entrar en la edad adulta. En todo caso, en las pocas fotos “invernales” que conservo de mi temprana infancia llevo un abrigo de cuadros, un gorro con orejeras, pantalones cortos y unas botitas con calcetines altos. Así es como me imagino delante del quiosco, frente al cristal, cogiendo las manos de mis padres.


El quiosco estaba a unos doscientos metros de mi casa. Era alargado, y bastante grande. Tanto, que creo recordar a dos personas atendiéndolo. Era de madera, salvo unos expositores de cristal que ocupaban la parte inferior. En su interior se apilaban, de forma confusa y abigarrada, revistas, diarios, chucherías, pequeños juguetes y mil cosas más que hacían bailar los ojos de los niños, con apenas unas monedas para enfrentarse a una oferta tan tentadora como inasequible. Los quioscos de aquella época solían ser oscuros, como pequeñas cuevas abarrotadas de tesoros deliciosos, y ser quiosquero se nos antojaba el mejor oficio del mundo, un ser privilegiado que vivía con un surtido enorme de dulces, tebeos, revistas y juguetes a su alcance, cosas que los niños sólo nos podíamos permitir de tarde en tarde.


Allí estaba yo, frente a la cristalera de la parte inferior del quiosco. Debido a mi corta edad y estatura, supongo que no alcanzaba a ver las chucherías y las revistas expuestas arriba, pero no me importaba. Lo que acaparaba mi atención eran los pequeños animalitos de goma expuestos en unas estanterías, tras el cristal. Mis padres, de vez en cuando, me dejaban elegir uno de aquellos muñecos. Fue, quizás, mi primera colección, una de tantas que se quedaron a medias, finiquitadas antes de tiempo por aburrimiento, por falta de espacio o por la frustración de saber que jamás las terminaría. Sea como fuere, en una estantería de mi habitación se iban acumulando aquellos pequeños animalitos de goma, que poseían en una parte discreta una válvula que emitía un ruidito cuando los apretabas. Supongo que aquello me hizo mucha gracia la primera vez que lo escuché, y mis padres decidieron premiarme con uno de aquellos juguetes de tanto en tanto. Es posible que el que escogií en aquel momento de mi infancia fuera una pequeña ardillita de color naranja, pero creo que es un recuerdo intruso, que mi cerebro ha colado de matute en mi memoria para rellenar huecos perdidos.


El quiosco siguió abierto durante muchos años. Mi colección de animalitos de goma se perdió. Supongo que mi madre decidió, superada mi infancia más temprana, que seguir acumulando aquellos pequeños juguetes ya no tenía sentido, y acabó tirándolos a la basura. Yo crecí, y tuve acceso a los tesoros que se vendían en la parte superior del quiosco. Durante una época, llevaba mis tebeos viejos y las novelitas del Oeste que mi padre leía. Por una pequeña cifra, el quiosquero sacaba dos pilas enormes de tebeos y novelas de segunda mano y podía cambiarlos. Por el precio de un tebeo nuevo podías tener cuatro o cinco usados y a mí, lector ávido desde muy pequeño, no me importaba que hubieran sido manoseados hasta la saciedad. Compraba trozos de raíz de palodú y de caña de azúcar, que masticaba pacientemente durante todo el día. En verano, el quiosquero instalaba una nevera y compraba polos de limón, de hielo. Pasé por delante del quisco cuando fui a hacer mi Primera Comunión, muy serio y formal, consciente de la importancia del momento, ataviado con un traje incómodo y una corbata sujeta al cuello con una goma elástica. Fui con mis amigos, frenando nuestros monopatines delante para comprar chucherías. También, antes de ir al colegio, para comprar cigarrillos sueltos, que el quiosquero nos vendía sin más problemas. Yo compraba “Flodia”, porque decían que sabía a plátano, y yo decía que sí, aunque no lo notara.


Fui al quiosco con mi primera novia, a buscar bolsas de chuches, porque en el fondo seguíamos siendo dos críos. Le decíamos al quiosquero que eran para nuestros sobrinos, o para nuestros hermanos pequeños, y el reía con sorna mientras nos decía que las golosinas les gustaban mucho a los niños “y a muchos mayores”, y nos moríamos de la vergüenza. Compré allí mis primeros diarios, que leía en el Metro mientras iba a mi primer trabajo. Y allí compré un ejemplar del “Pravda”, la publicación oficial del Partido Comunista de la Unión Soviética, el día que me cité con Neus en la Universidad, porque quería impresionarla y dármelas de intelectual, y aparecí ante ella con mi tupé, mis pantalones de pitillo, una cazadora tejana con el título de una canción escrito en las espalda de forma chapucera, y un diario aburrido al que no le dediqué ni un solo vistazo.


Cuando volví del servicio militar, el quiosco ya no estaba. Últimamente había cambiado. Habían sustituido el antiguo armazón de madera por una construcción más moderna y funcional, de metal, aunque a mí se me antojaba un contenedor insulso y sin gracia. Pasaba por allí de vez en cuando, recordando aquel día perdido en los recovecos sinuosos de mi memoria en el que miraba fijamente, con la ilusión e inocencia irrecuperables de un niño, aquellos pequeños juguetitos de goma. Neus me dejó, y una mañana me encontré tambaleándome, borracho y drogado, en el sitio donde había estado el antiguo quiosco. Creí ver una pequeña ardillita de goma en el suelo y me arrodillé medio llorando, pero sólo era un bote de plástico, y me levanté para irme de allí y no volver nunca más.

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