Laia cogió la máscara de su mesilla de noche y empezó a colocársela en la cabeza, ajustando las correas para que la pequeña pieza de plástico triangular quedara bien fijada en su nariz. Si no lo hacía así, el flujo de aire podía escaparse por alguna pequeña rendija, y eso la molestaba para dormir. “Aparato de presión positiva continua en las vías respiratorias”, ese era el nombre técnico de la máscara. Abreviado, CPAP. Básicamente, consistía en una pequeña caja de plástico rectangular, similar a la radio con alarma que había tenido que quitar de la mesilla para hacerle sitio. El aparato estaba conectado a la corriente, y mediante una goma encajada en la pequeña máscara que cubría su nariz suministraba un flujo constante de aire que, previamente calibrado, prevenía las apneas nocturnas. Tras meses de uso, Laia se había acabado acostumbrando a dormir conectada al cacharro, sintiendo el pequeño flujo de aire que alimentaba sus fosas nasales. También se había acostumbrado a cerrar la boca, para concentrar la respiración en la nariz, como le habían explicado. La unidad era muy silenciosa, el único sonido que salía de ella era el del flujo de aire continuo que suministraba el tubo, e incluso ese sonido quedaba amortiguado mientras la pieza de plástico estaba ajustada en su nariz, así que su uso no había supuesto demasiada molestia, ni para ella ni para su marido. Al contrario, su respiración había mejorado con el uso de la CPAP, y él había podido prescindir de los pequeños tapones de silicona para los oídos con los que dormía, para evitar desvelarse con los ronquidos de su mujer. Al pensar en eso, un pensamiento absurdo cruzó por su mente: “Si ya duerme bien… ¿por qué narices querrá asesinarme?”. Al constatar lo estúpido de esa reflexión que había irrumpido bruscamente en su mente, un puro desatino, Laia no pudo evitar lanzar una estruendosa carcajada, que hizo girarse a su marido bruscamente, mirándola como si hubiera enloquecido de repente. Ella le hizo un gesto con la mano, como si con ese simple movimiento quisiera informarle de que todo estaba bien en su cabeza, que había recordado algo gracioso que la había hecho estallar en esa risotada de forma irracional.
La cuestión era que lo absurdo del pensamiento sólo era la parte en la que esa reflexión espontánea achacaba las intenciones de su marido de acabar con su vida al hecho de las molestias que le ocasionaban los ronquidos nocturnos de su mujer, porque lo cierto era que su marido pretendía asesinarla, y precisamente esa noche. Por eso, el hombre deambulaba nervioso por la habitación, colocando ropa en los cajones, fingiendo ajustar la alarma de su móvil y dando vueltas por la estancia, como una fiera enjaulada, torpe y vacilante tras años de encierro. Esperaba a que ella acabara de ajustarse bien la máscara. Por eso Laia, secretamente divertida, prolongaba de manera deliberada los ajustes, trasteando con las pequeñas hebillas, colocándosela y quitándosela de la cabeza una y otra vez. Mientras seguía manipulando las correas y hebillas de la máscara, Laia sintió un escalofrío al pensar que esa podría haber sido su última noche viva, que podría haber cerrado los ojos para no abrirlos nunca más, y sintió el corazón bombear con más fuerza dentro de su pecho, mientras sus ojos se cerraban hasta quedar convertidos en sendas rendijas, mirando al torpe hombrón que deambulaba por la habitación. Su asesino. O, más bien, su frustrado asesino.
Laia lo descubrió por un golpe de suerte. Simplemente, el muy idiota se dejó su portátil abierto, y para más inri por la página de su correo personal. No tenía la intención de cotillear sus correos, pero al ir a apagar el aparato, su vista se vio atraída poderosamente por los “Eva” repetidos una y otra vez. Qué torpeza. Su marido era un químico brillante, pero toda su inteligencia y eficacia se concentraba en su vida profesional. Ajustándose a la perfección al arquetipo del genio despistado, en su vida personal era torpe, despistado y poco cuidadoso hasta la exasperación. Podía descubrir un aerosol que haría ganar millones a su empresa, y luego dejarse al perro fuera de la casa al volver de paseo. No debía llevar demasiado tiempo con su amante. Si a Eva le hubiera dado tiempo de conocerlo más a fondo, quizás hubiera pensado dos veces lo de dejar en sus manos los aspectos prácticos del asesinato. Pero, a tenor de los correos que había leído de su correspondencia entre los dos, la muchacha (sí, era insultantemente joven) tampoco debía ser un dechado de inteligencia, así que le había parecido buena idea dejar que su amante se ocupara de todo.
La historia entre su marido y Eva era de una simpleza totalmente carente de originalidad o elementos sorprendentes. De hecho, parecía el argumento de un telefilm de serie b destinado a acompañar las siestas de los televidentes durante un sábado por la tarde. Una trillada historia de amor (¿sexo?) entre un maduro hombre casado, un químico de éxito, jefe del departamento de investigación de una poderosa multinacional, y una becaria joven, guapa, ambiciosa y sin escrúpulos. Ella despertaba en el hombre una pasión que él creía adormecida, y juntos planeaban el asesinato del único obstáculo que se interponía entre ellos y un futuro lleno de amor y desenfrenada lujuria. O sea, aquí es donde entraba ella, Laia, la aburrida esposa de toda la vida, el molesto inconveniente que había que borrar de un plumazo, apartándolo como si fuera una mota de polvo en un mantel.
Lo único original de todo, eso debía reconocerlo, era la manera que había ideado su marido para matarla. Ahí había estado fino, eso no se le podía negar. Había que reconocerlo, pensó. Le sorprendió una punzada de inexplicable orgullo por el talento del hombre con el que se había casado, lo cual le arrancó una nueva carcajada, que nuevamente provocó el desconcierto de su marido, Se estaba poniendo el pijama, tomándose su tiempo. Laia lo miró, sofocando la carcajada, mientras el hombre la miraba como si estuviera loca. Ella sofocó la risa, haciéndole un nuevo gesto con las manos (”ya está, ya está, lo siento”). Sí, la idea era estupenda, una maravilla, simplemente el Crimen Perfecto, algo que la hubiera quitado de en medio sin levantar la más mínima sospecha de nadie. Un asesinato que hubiera quedado impune a los ojos de la policía, de los forenses, de todo el mundo. Un fallo cardiaco, totalmente compatible con sus problemas de salud. Si el idiota de su marido no se hubiera dejado el portátil abierto, a ella le quedarían unos minutos de vida, y durante el día siguiente su cuerpo inerte pasaría del frío metal de una camilla de la morgue al mullido relleno de un ataúd.
El Plan. Laia volvió a admirar mentalmente la maravillosa simpleza de la idea que su marido había tenido para asesinarla. Básicamente, era la idea de un genio de la química, como lo era él (sintió unanueva punzada de inexplicable orgullo marital). Básicamente consistía en un aerosol, pero claro, no como los que él descubría casi rutinariamente, de los que salvaban vidas de personas con problemas respiratorios u otras enfermedades. Este era un aerosol asesino, un gas letal que no dejaría rastro alguno en su organismo, una vez muerta. Totalmente indetectable, como había podido leer ella en las notas sobre su fabricación. Sí, los grandes envenenadores de la historia se hubieran sentido orgullosos de él. De todas maneras, no era eso lo más genial del plan de su marido para asesinarla y vivir la “dolce vita” con la ardiente Eva. Entraba dentro de lo lógico que un genio de la química como su marido encontrara la manera de elaborar a ese asesino silencioso e invisible. Lo que realmente la sorprendió fue la manera que había ideado su marido para administrarle el veneno. Podría haberse limitado a enfocar el aerosol sobre su cara y pulverizarlo sin más. Durante un buen rato, se preguntó por qué no había optado por esa solución, a priori menos complicada que la que al final había elegido. Después de sopesar las motivaciones que lo habían llevado a descartar la pulverización directa, había llegado a la conclusión de que podría deberse a pura cobardía. Simplemente, no quería enfrentarse a su mirada, de sorpresa primero y de pánico después, al descubrir que el gas que le acababan de pulverizar sobre la cara le provocaba una agonía breve y silenciosa, pero terrible, ahogándola en cuestión de segundos. Así que había optado por una solución de lo más ingeniosa. Las sustancias que conformaban el gas venenoso conservaban su letalidad durante una hora, más o menos, antes de disolverse y desaparecer definitivamente. Si se impregnaba un filtro con el aerosol, y alguien respiraba el aire que pasaba por ese filtro en el periodo de una hora, moriría de manera irremisible. La máscara CPAP que ella usaba tenía una pequeña almohadilla, destinada a retener las posibles impurezas del aire que la máquina impulsaba por el tubo hacia sus fosas nasales. Media hora antes de acostarse, su marido extraería el pequeño rectángulo con el filtro, pulverizaría el aerosol, y ya sólo tendría que esperar a que ella conectara la máquina para que el veneno hiciera su trabajo en cuestión de pocos segundos. Sencillo. Terriblemente sencillo.
Un leve escalofrío recorrió la columna vertebral de Laia, como un dedo gélido que la acariciaba don desesperante lentitud. Cerrar los ojos para no despertar jamás. Un sueño sin sueños y sin consciencia, la negrura absoluta del no ser. Y todo por el capricho de una niñata y la inquieta bragueta de un cincuentón aburrido, encandilado como un niñato con las hormonas revolucionadas. Laia dejó que el odio recorriera su cuerpo, en oleadas de salvaje calor, y lo dejó consumirse, congelarse en una fina capa sobre su alma y su corazón. Ahora se vio sustituido por un burlón brindis interior a los planes que no salían bien. Los de él, claro, porque los suyos saldrían a la perfección. Quizás no era tan brillante como él, pero era infinitamente más práctica, y ella no dejaría cabos sueltos. Porque sí, había decidido devolver el golpe. De hecho, tras el descubrimiento del plan de su marido y su amante para acabar con su vida, y después de superar un breve e intenso período de dolor, amargura y decepción, había decidido contemplar el plan para asesinarla como un envite para una especie de partida de ajedrez, un tablero que de manera súbita había aparecido frente a ella, con un “jaque” que debía revertir. El movimiento de su marido podía acabar con ella en la siguiente jugada, siempre y cuando ella no se percatara del error estúpido, infantil, que había cometido, dándole a ella toda la ventaja para liquidar la partida de un plumazo, con una victoria arrolladora e incontestable.
Laia sonrió, pensando en cómo había jugado, sin poder evitarlo, con su marido, comentando durante la cena que no tenía demasiado sueño, y que a lo mejor se acostaba más tarde, para acabar de leer un libro muy interesante. Se tuvo que forzar para mantenerse impertérrita ante las evidentes muestras de desconcierto y contrariedad de su marido, y su torpe argumentación para que ella se acostara a la hora de siempre. Que si mañana tienes que madrugar, que si luego me despiertas al acostarte… Al final, en un alarde interpretativo que lamentó que quedara en secreto, ella pareció entrar en razón y sí, convino en acostarse a la hora de siempre. Casi estalló en carcajadas al ver el mal disimulado resoplido de satisfacción de su marido. Así que, mientras ella se duchaba, supuso que él seguiría con su plan. Sacaría el aerosol de su maletín, extraería el pequeño filtro de la CPAP, lo pulverizaría con el veneno y lo volvería a colocar en su sitio. No debió tardar ni treinta segundos. Aproximadamente, lo que se demoró ella en desbaratar la operación para asesinarla y devolver el golpe de una manera que, obviando falsas modestias, le acabaría dando una victoria tan dramática como incontestable en la partida en la que se había visto envuelta. Siguió pensando en el símil del ajedrez, sintiéndose como una Gran Maestra que, tras echarle un vistazo a una trampa urdida tras horas de meditación por un rival, mueve una pieza, casi sin pensar, y gana la partida limpiamente.
Filtros. Aerosoles. Gases. Ese era el mundo profesional de su marido. El terreno donde él se desenvolvía de manera magistral. Y en ese terreno iba ella a derrotarlo. Cuando tuvo la certeza de que su marido había impregnado el filtro de su máscara con el gas letal,lo hizo salir brevemente de la casa (”cariño, por favor, baja la basura en un segundo, se me ha olvidado”). Él accedió sin rechistar. Laia pensó que quizás se había tomado ese encargo, de una manera extrañamente retorcida, como la última voluntad de una condenada a muerte, así que cogió la bolsa y la bajó al contenedor. Unos tres minutos en total. De sobras para que ella revirtiera la situación y que su marido la encontrara ya con el pijama puesto, metida en la cama y ajustándose la máscara a la cara. Rápido, fácil y limpio. Touché.
Por fin, tras deleitarse durante un buen rato con el nerviosismo de su marido, dio por finalizados los ajustes en la máscara y apagó la luz de su mesilla de noche. El funcionamiento de la máscara era muy simple. Un botón de encendido, que daba inicio al flujo de aire directo hacia sus fosas nasales, y otro botón que iniciaba una especie de temporizador de veinte minutos, en los que la potencia de salida del aire se veía reducida al mínimo, al objeto de favorecer el sueño y dar margen hasta que el cauce de aire se ajustara al que ella necesitaba. Laia encendió el aparato, pero sin pulsar el segundo botón, con lo cual se garantizó un flujo de aire limpio y potente, tamizado por el filtro limpio con el cual ella sustituyó el filtro envenenado, mientras su marido bajaba la basura. Laia miraba al techo. Escuchó cómo su marido se introducía bajo las sábanas, musitando un nerviosísimo “buenas noches” cuando a su vez apagó la luz de su mesilla de noche y la de la habitación.
En la oscuridad tensa y cortante de la habitación, Laia podía sentir el latido de su corazón, bombeando enloquecido dentro de su pecho. ¿Y si algo había fallado? ¿Y si su marido había decidido asegurar el tiro a última hora y había impregnado con el aerosol venenoso el tubo de plástico? En ese caso, le quedaban escasos segundos de vida. El aire fluía por el tubo, directo hacia su nariz. No notó ningún olor raro, pero eso no indicaba nada. El gas era totalmente inodoro, así que la agonía podía comenzar en cualquier momento. Unos breves instantes de ahogo, de asfixia ardiente, unos espasmos mortales, las manos aferrando las sábanas, un último estertor, y por fin la muerte. Laia pensó que podría morir de verdad, aunque de un ataque al corazón, si seguía por esa senda de pánico. Siguió respirando por la nariz, con la boca cerrada, y poco a poco recuperó el control. La primera parte del plan, salvar la vida, había salido según lo previsto. Faltaba la segunda parte, y supo que también había funcionado cuando escucho a su lado el sonido de los esfuerzos inútiles de su marido por respirar. Sí, los síntomas eran los que ella había leído en sus notas. La asfixia, los espasmos, los últimos y agónicos estertores, y el fin. Laia estaba asustada. Su marido, aunque durante un breve intervalo de tiempo, agonizaba a su lado, en la oscuridad, y ella tembló como una hoja hasta que el cuerpo de su él cesó de convulsionar y cayó pesadamente sobre la cama.
Laia permaneció a oscuras al lado del cadáver de su marido, luchando contra los temblores de su cuerpo y recuperando la fría calma que la había llevado no sólo a sobrevivir, sino a devolver el golpe traicionero multiplicado por mil. El largo tubo de la CPAP le permitió abrir la ventana para que entrara el aire fresco de la noche y disipara el aire venenoso de la habitación. A pesar de los nervios, sonrió al pensar lo fácil que había sido revertir la jugada de sus contrincantes. El caso es que su marido, cuando todavía se preocupaba porque ella siguiera viva, un poco antes de que ella hubiera comenzado a utilizar la máscara, había instalado un purificador de aire en la habitación, con unos filtros que tamizaban el aire y retenían los elementos impuros. A pesar de que la máscara lo hacía innecesario, su marido se había acostumbrado a conectarlo por las noches, justo antes de dormir. Cuando su marido, de manera tan diligente, bajó la basura, ella sustituyó el filtro envenenado de su máscara e impregnó el filtro del purificador de aire de la habitación con el veneno, convirtiendo el instrumento de muerte imaginado por su marido en su salvación, al tiempo que generaba un flujo de gas venenoso en la habitación. Jaque mate.
Semanas más tarde, Laia pensaba en esos momentos, en los que el horror de escuchar a su marido agonizando a su lado se había solapado con la satisfacción de la victoria, de un contragolpe perfectamente armado y resuelto por ella, culminado por una perfecta actuación tras llamar a los servicios de emergencia, que obviamente nada pudieron hacer por salvar la vida de su marido. Ahora era una atribulada viuda que disfrutaba de una vida más que confortable, gracias a una generosísima pensión y a la aportación de un seguro de vida de su difunto esposo. Había guardado celosamente el bote de aerosol que contenía el gas venenoso, y transferir el contenido a un bote diferente no le había supuesto demasiados problemas. Lo había aprendido gracias a las notas de su marido y a algunas preguntas inocentes que le había hecho a uno de los colegas de su esposo (con el que, quizás, estaba empezando a coquetear un poco). Ahora, con el pelo teñido y unas gafas de sol que le tapaban media cara, empujaba un carrito por la zona de aparcamiento de uno de los mayores supermercados de la ciudad. Nadie la reconocería. Nadie le prestaría atención. Era una clienta más que deambulaba por el aparcamiento, buscando su coche. Nadie se percató de su rapidísimo gesto, depositando en el carrito de Eva, la amante y cómplice de su marido en su frustrado asesinato, un bote de ambientador con fragancia de jazmín. Había averiguado (benditos correos estúpidos entre ella y su marido) que ese olor le encantaba. Eva no lo vio, ocupada en abrir el portamaletas del coche. Laia se alejó, sonriendo encantada, pensando en el momento en el que Eva descubriera el bote de ambientador al descargar la compra. Supuso que esbozaría en su bella carita un mohín de sorpresa, descartado al momento por una sensación de buena fortuna y a su vez sustituido por un gesto de estupefacción al descubrir que el gas que salía del ambientador no olía a jazmín. De hecho, no olería a nada. Pero tampoco ese último gesto duraría mucho.
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