El día era gris, desapacible, de esos que nacen con vocación de contradecir la belleza del cielo. Las rachas de viento azotaban las calles de manera intermitente, haciendo volar los plásticos, los papeles y las colillas del suelo, y esbocé una sonrisa triste al pensar en mi pequeño grupo persiguiendo los pequeños residuos para luego ver cómo el viento los volvía a arrebatar del recogedor, convirtiendo su tarea en una parodia grosera y tosca del mito de Sísifo. Aparqué el coche en el aparcamiento amplio y casi vacío de la funeraria. No tuve que apagar la radio. Ya casi no ponía música. En una especie de mimetización con Irina, también empezaba a pensar que todas las canciones hablaban de mí, y aunque mi pensamiento racional intentaba rechazar esa impresión, la lógica acababa claudicando ante otra compulsión más, una nueva muesca en el historial de mis taras cerebrales. El hermano de Javi estaba en la puerta, con la urna en la mano. Nos saludamos con una incomodidad recíproca y cortante, y me entregó el pequeño recipiente tras algunas protestas desganadas, que parecían más fruto de la necesidad de cubrir el expediente expresando disconformidad que de verdadero dolor o frustración. Al fin y al cabo, la voluntad de Javi le resolvía la papeleta de pagar un columbario donde depositar la urna con las cenizas, y tampoco era plato de gusto conservar en tu casa las cenizas de alguien con quien no has tenido más afinidad que un parentesco incontestable y aleatorio.
Conduje el coche fuera del tanatorio, y esa vez sí, puse música. Zappa, Cream, el blues rock blanco y pesado que tanto le gustaba a Javi y que yo siempre preparaba antes de recogerlo para ir a cualquier sitio. El viaje no duró mucho. Aparqué en la acera frente al descampado donde, durante años, se levantó la fábrica de Robert Bosch. Hasta para eso tuvo mala suerte Javi. Él se reía con la imagen de sus cenizas impregnando los muros de la fábrica. Tal vez, fantaseaba, el viento las llevaría hasta el interior, posándose en el traje de algún ejecutivo de poca monta, de los que toman decisiones tan grises como ellos. “No me falle usted, Iturraspe”, me decía, mientras le daba un pequeño sorbo al botellín y se encendía un cigarrillo. Hacía unos meses que habían derribado la fábrica. No quedaban ni los cascotes de los muros. Nada. Sólo un erial lleno de socavones, tierra y basuras que la gente había empezado a tirar allí. Volví a sonreir. Javi y yo habíamos arrastrado nuestros cuerpos cansados y sudorosos por muchos descampados como ese, recogiendo colillas y mierdas de perro bajo el sol ardiente de las doce del mediodía. El destino, Iturraspe, el destino. Caminé por aquella tierra yerma y estéril, hasta situarme en el centro. Abrí el recipiente con las cenizas de Javi y lo empecé a volcar sobre la tierra. En mi fuero interno, confiaba en una racha traicionera que empujara las cenizas hacia mí, impregnando mi cuerpo y mi cara, en un remedo de la escena final de la película que tanto nos gustaba, la del Nota, pero el viento sopló en la dirección contraria, y esparció las cenizas de Javi por el triste erial, haciéndolas circular por los muros inexistentes, fantasmagóricos, de lo que una vez fue la Robert Bosch.
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