Hace un rato que el marinero se ha marchado. Con la boca pastosa, balbuceando, medio masticando las palabras, “Bueno, compañero, hora de retirada. ¡Hasta otra!”. Se ha levantado afanosamente, sacudiéndose la arena de la ropa con un par de torpes manotazos, y se ha alejado por la arena con un leve tambaleo. Me ha dejado solo, sentado en la arena, con la espalda apoyada en una barca desvencijada, apenas cuatro tablones podridos que se deshacían a la intemperie. Me he preguntado si esos restos añorarían el mar, porque siempre he creído, tontamente, que las cosas albergan, por su uso continuado, algún tipo de irracional sentimiento, una sensibilidad fuera de toda lógica.
El marinero (no sé cómo se llama, en ningún momento nos dimos nuestros nombres) apareció cuando ya la luna, como diría un mal poeta, rielaba en la superficie del mar, arrancando destellos plateados de las pequeñas olas que apenas destacaban de la superficie. Yo había acabado de abrir la primera botella de vino, y buscaba la copa en la bolsa, cuidadosamente envuelta en papel de periódico. Cuando levanté la cabeza, allí estaba el hombre. Sucio, desaliñado, con unas ropas que solamente un empedernido optimista dejaría de calificar como puros harapos y jirones. Sus ojillos, semiocultos por una mugrienta gorra, brillaban codiciosos, mirando la botella recién abierta. Me plantó un “buenas noches, compañero, parece que va a hacer fresco”, y algo en su expresión de viejo sátiro borrachín me ánimo a invitarlo a sentarse y a compartir con él la primera de las botellas que pensaba abrir esa noche. Se negó desdeñoso a compartir la copa, y agarró la botella por el gollete, dándole un largo trago. Luego, se pasó la manga de su chaqueta por el ralo bigote. “No está mal, por donde pasa moja”. No quise decirle que en las tres botellas que llevaba en la bolsa había invertido los ahorros que me quedaban, ni que aquel vino era, aunque pareciera mentira, más viejo que él. Me limité a asentir y a seguir bebiendo.
El marinero es parlanchín. Enlaza un tema con otro a velocidad vertiginosa, sin apenas pausas. Posee la discreción de quien ha acabado aprendiendo, tras haberse envuelto en mil peleas por hacer la pregunta inadecuada en el momento inoportuno. No me ha preguntado qué hacía yo allí, sentado frente al mar, con un bocadillo a medio comer al lado, mal vestido con un abrigo que dejaba al aire mis esqueléticos tobillos. Tampoco ha hecho ningún comentario cuando el abrigo ha dejado entrever que debajo solo llevo una bata de un color verde, desvaído tras mil lavados y desinfecciones. El marinero se ha limitado a parlotear y a beber. Hemos hablado, hemos reído y hemos callado. Yo le he hablado de brulotes vándalos ardiendo más allá del horizonte y del tiempo, lanzados a toda vela contra la flota bizantina, y el marinero ha recordado tormentas en alta mar, rezando desesperado a todos los santos que recordaba, dando tumbos por cubierta mientras cataratas de espuma lo dejaban al borde de la muerte. Yo he recordado un cuerpo de diosa juvenil y unos ojos negros mirándome a través de gotas de agua salada, y él me ha hablado de juergas de días, de báquicas celebraciones tras el regreso de una singladura productiva, de resacosos despertares al lado de los ronquidos de alguna puta paquidérmica, en los lupanares de Tánger. Yo le he hablado de Esculapio, el dios que nos observaba gravemente, representado en una escultura a unos pocos metros detrás de nosotros, y el marinero ha recordado, con un casi inapreciable temblor en los labios, las filas de prisioneros obligados a excavar tras la guerra, medio muertos de hambre y frío, en el yacimiento donde encontraron la estatua más de cien años atrás. Ha callado cuando mi mente se ha extraviado, bebiendo silencioso mientras yo cabeceaba confuso, mirando al mar, esperando a que mi cerebro se recuperara del cortocircuito.
Cuando se terminó el vino, el marinero fue a buscar aguardiente (“¿no tendría usted algo suelto? Me he dejado la cartera en la pensión”), un matarratas ardiente que ha hecho bullir nuestras entrañas y que hemos trasegado con la misma indiferencia con la que hemos hecho desaparecer las botellas de carísimo vino. Y al fin, tras la última gota de aquel brebaje, el marinero se ha marchado, dejando un zigzagueante surco en la arena y silbando una tonadilla irreconocible que parecía retorcerse afanosa por entre sus escasos dientes.
Ha amanecido. El día es feo, apenas iluminado por un sol desvaído, y el mar apenas se mueve. Parece gris, como muerto, pudriéndose lentamente. Vuelvo a estar solo, borracho, espantando a manotazos los recuerdos, pero temiendo el olvido que me mata lentamente. El frío se cuela por los bajos de mi abrigo, haciéndome estremecer bajo la delgada bata verde, y una creciente brisa hace revolotear las escasas guedejas de mi pelo. Un niño baja por el pequeño desnivel que da a la playa, a unos cien metros de donde estoy. Camina despacio, con andares de adulto, por la arena mojada que ha dejado la bajamar. Parece serio, circunspecto, como si cualquier rastro de su niñez hubiera desaparecido, y sólo una carcasa juvenil cubriera un interior envejecido de manera prematura. Se adentra en las perezosas olas que lamen con desgana la orilla, sin importarle que sus zapatos se mojen. No juega, no recoge caracolas, ni lanza piedras al mar. Simplemente, mira al horizonte durante unos instantes, se gira y camina hacia mí. Ahora puedo verle el rostro, y sonrío mientras meto la mano en la bolsa, sin dejar de mirar al niño, sintiendo en mi mano el cálido tacto del mango de la navaja de afeitar.
Excelente historia la del marinero y el niño
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