Las naves exploradoras despegaron de las naves nodrizas, inmóviles a una corta distancia del planeta. De manera simultánea, penetraron en la atmósfera, mientras sus sensores empezaban a enviar información al ordenador central, que la interpretaba y analizaba de forma automática. La atmósfera estaba compuesta, en un gran porcentaje, de metano. Las nubes tenían un alto componente de ácido sulfúrico. Fuertes vientos barrían la superficie. Los fuselajes de las pequeñas naves sufrían sus embates, pero estaban preparadas para soportar los climas más extremos, así que lograron estabilizarse y sobrevolar la superficie del planeta sin verse afectadas. Los informes que enviaban coincidían en todo: el cuerpo celeste carecía de vida orgánica y sus condiciones actuales la hacían del todo inviable, aunque era evidente, por los restos de construcciones, que había estado habitada hacía mucho tiempo. En el ordenador central se perfilaba la conclusión de que algún tipo de cataclismo había acabado con la vida del pequeño planeta, aunque no se podía concluir con rotundidad si la hecatombe había sido provocada por sus habitantes o, simplemente, por un cambio natural en las condiciones climáticas, o por la colisión de un meteorito contra su superficie. Las naves exploradoras seguían recabando información, grabando imágenes de ciudades apenas reconocibles, destruidas hasta los cimientos, desiertos de arena ardiente, ríos de lava incandescente, emanaciones de gases corrosivos desde las profundidades del planeta. Ningún resto de vida, vegetal o animal. Un análisis más profundo de los datos enviados al cerebro central determinaría si algún ser microscópico había logrado adaptarse a un clima tan extremo, pero de todas maneras ese dato carecería de importancia a la hora de determinar una decisión que ya cobraba forma en la memoria del ordenador, y que ni siquiera habría de ser sometida al gobierno de la confederación de sistemas que había ordenado la misión.
Las naves seguían sobrevolando la superficie de aquel mundo sin vida. Se internaban en los cauces secos de ríos que antaño habían sido caudalosos, descendían a abismos que tiempo atrás habían estado llenos de agua, inabarcables océanos que ahora habían desaparecido. Enviaban imágenes de navíos apenas reconocibles, cuyos hierros ennegrecidos reposaban en el lecho de profundas simas. Un par de naves enviaron imágenes de gigantescos animales marinos que, milagrosamente, todavía mantenían su estructura ósea, protegidos por rocas o por los refugios naturales a donde habían ido a morir.
La misión estaba a punto de terminar. Las naves habían peinado prácticamente todo el planeta. Sus trayectorias formaban una red invisible sobre su superficie, sin apenas un rincón por explorar. Todo estaba preparado para que el ordenador central terminara de procesar la información recibida y diera la orden al resto de la flota. Otra misión rutinaria, automatizada, que formaría parte de un informe general que incluiría a cientos, miles de planetas más, y que apenas provocaría un enarcamiento de cejas en el responsable de la misión, en el edificio del gobierno de la capital. Las naves que completaban su recorrido comenzaban a volver a las naves nodrizas. La misión llegaba a su fin.
No obstante, una de las últimas naves realizó un descubrimiento que provocó, durante brevísimos instantes, una alarma en el ordenador central. Tras sobrevolar un desierto de arena roja casi incandescente, la nave avistó un ejército, entre las ruinas de lo que parecía haber sido una gran ciudad. Un ejército arcaico, incluso para el pobre nivel tecnológico que había alcanzado el planeta. Un ejército de unos ocho mil individuos, que parecía esperar al invasor firme en su posición. Automáticamente, una incidencia por posible resistencia armada se trasladó al ordenador central. La nave exploradora frenó y se estabilizó a una distancia prudencial del ejército que aguardaba, firme, silencioso, impertérrito ante la amenaza que parecía provenir del cielo.
Al frente, unos doscientos individuos sostenían primitivas armas, arcos y ballestas, tensas y preparadas para lanzar flechas. Tras ellos, treinta columnas de a cuatro formadas por soldados de a pie, intercalados a intervalos regulares por treinta y cinco carros de madera tirados por cuatro caballos cada uno, y acompañando todo el conjunto a cada costado y a la retaguardia con dos líneas laterales de soldados mirando a sus respectivos flancos. La nave exploradora también localizó soldados con largas lanzas, otros a caballo y los que parecían ser sus generales y jefes, por la diferencia en sus armaduras.
La alerta desapareció tal y como había surgido. Fue apenas una décima de segundo de automático estupor. El ordenador central derivó todos los cálculos y se centró, durante ese casi inapreciable instante, en analizar los datos que la nave exploradora, inmóvil frente al ejército, enviaba. Aquel ejército, según la lógica de todos los datos recibidos, simplemente no debía estar allí. El número de sus componentes, su actitud desafiante, la variedad de sus rasgos, provocó una especie de confusión mecánica en el ordenador, un atasco en la fluidez lógica de los datos. Justo hasta que la nave exploradora escaneó al ejército con haces de rayos que penetraron sus cuerpos y enviaron al cerebro central la solución al enigma. Después de eso, abandonó el lugar y regresó a su nave nodriza.
El ordenador central terminó el análisis de los datos recogidos por las naves exploradoras y elaboró su informe final, con la conclusión inevitable y la orden rutinaria. De todas las gigantescas naves que rodeaban el planeta, surgieron enormes rayos que convergieron sobre él, desintegrándolo sin dejar ni el más mínimo rastro. No obstante, en una pequeña línea del informe final quedó constatado, como un microscópico resto de su existencia, el hecho de que un ejército de guerreros de terracota, el capricho megalómano del gobernante de una civilización desaparecida hacía miles de años, había retrasado durante una fracción de segundo la destrucción del planeta y la limpieza de aquella parte de la galaxia.
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