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7 de noviembre de 2022

Emulsión

 

Abrí la puerta de casa y, despacio, llegué hasta la cocina. Malena estaba allí sentada, con la cabeza entre las manos, los codos apoyados en la mesa. Estaba triste, y obviamente, muy guapa. Eso era algo consustancial a ella. Su cara redondeada, sus labios carnosos siempre pintados, con ese trazo rojo, casi sanguinolento, que me volvía loco, su pelo, que ahora llevaba corto y teñido de un rosa extremo, chillón, todo resaltaba aún más, de manera paradójica, cuando la aflicción la invadía. Sus ojos azules, lejos de afearse por el llanto, parecían resplandecer, como si unas minúsculas luces titilasen dentro de ellos. Y resultaba evidente que Malena había llorado, aunque al escucharme había intentado secarse los ojos con un pañuelo que ahora, mientras yo entraba en la cocina, ocultaba apresuradamente en el bolsillo de su delantal. Caminé hacia la mesa, mirándola con fijeza, intentando fotografiar mentalmente hasta el último detalle de su cara, atesorando hasta la última porción de su rostro blanco, tragando como podía el nudo que se iba formando en mi garganta.


—Hola.


—Hola. Juan, tengo que…


—Lo sé. Luego. Mira lo que he traído.


Saqué la botella de cava de la neverita portátil donde la había transportado. No era la típica botella de vidrio grueso, con el hueco cónico debajo. Era como una pequeña ánfora de cristal, redondeada por abajo, suave al tacto. Sonrió al recordar la explicación que nos dieron mientras nos servían una copa, la primera vez que lo probamos. “Es un homenaje a la Antigua Roma. La etiqueta, de Rafael Bartolozzi, evoca el Mediterráneo de Cadaqués, la vid y el olivo, una trilogía de los clásicos”. Malena no dijo nada mientras yo sacaba la cubitera de metal, la llenaba con hielo y agua y metía la botella dentro. Por fin, una sola palabra se deslizó por entre sus dientes perfectos:


—Kripta.


Parece mentira lo que una sola palabra puede dejar traslucir. Malena pronunció “Kripta”, y junto con la palabra pareció flotar en el aire el convencimiento de que no tendría que decirme nada, que yo ya lo sabía, que podría ahorrarse el penoso y vergonzante discurso que tenía preparado. Simplemente, todo fluiría hacia la conclusión, como un río denso y perezoso que avanza sin prisas por un llano hacia la desembocadura cercana. Comenzó a abrir la boca para añadir algo, pero yo la callé con un simple gesto de la mano, mientras sonreía, ensayaba una ridícula reverencia y volvía a repetir:


—Luego. Ahora, haz los honores.


Coloqué las copas en la mesa, mientras Malena se peleaba con la cápsula de la botella y giraba la anilla del morrión, para abrir la botella con un giro brusco de la muñeca. Pronto, el líquido ambarino burbujeó en las copas. Brindamos, pero ninguno pudo aguantar la mirada del otro más allá de una fracción de segundo. Olimos brevemente el cava que nos cosquilleaba en la nariz. Levadura, bollería, todo un sinfín de aromas frutales y florales jugueteando dentro de nuestras fosas nasales. Nos llevamos la copa a los labios. Había cosas que no habían cambiado. Los dos pusimos , como siempre, los ojos en blanco cuando aquella maravilla se deslizó, fresca y sabrosa, por nuestras bocas. La misma cara de asombro que la primera vez que lo probamos. La recordaría toda mi vida. Fue en una especie de feria de vinos y espumosos. Nos la sirvió, orgullosa y sonriente, una empleada de las cavas (“ahora verán lo que es bueno”). Aquello era un licor de dioses, y Malena estaba guapísima. Por una vez en mi vida, mi timidez desapareció y la besé, con las ganas y el ansia de la primera vez, apretando mis labios contra los suyos, buscando su lengua con la mía, jugando con ella como las burbujas jugaban en nuestras bocas. Entramos en aquella feria como amigos y salimos de ella como amantes.

—Está tan bueno como siempre —me dijo, por fin.


—Sí. Hay cosas que permanecen inmutables, que no cambian. Que no deberían cambiar nunca.


Me di cuenta, al acabar de hablar, de que había metido la pata. Malena agachó la cabeza, y pude notar cómo ahogaba un sollozo.


—Lo siento.


—No te preocupes, no pasa nada.


Bebimos en silencio, durante un rato. Lo interrumpí, quizás con demasiada brusquedad, cuando nuestra segunda copa iba, aproximadamente, por la mitad. Pensé que tampoco había cambiado nuestra sincronización al beber.


—Malena.


—¿Sí?


—¿Podrías… cocinar? Pero como siempre. Por favor.


Malena levantó su cara hacia mí. Dos lágrimas se estaban formando en sus ojos. Sin poder evitarlo, las recogí con un dedo que luego chupé con delectación, como siempre. Junté las palmas de las manos, elevando los ojos al cielo en un éxtasis de opereta que le provocó una risa espontánea, mientras me llamaba “tonto” con aquella dulzura que sólo ella podía imprimir a esa palabra.


—Claro. Como siempre. ¿Qué te apetece?


Pensé durante unas décimas de segundo. ¿Qué pediría si estuviera en el corredor de la muerte de una cárcel y esa fuera mi última comida? Al fin y al cabo, eso no difería demasiado de lo que estaba a punto de afrontar. No fue una decisión difícil.


—Hazme salmorejo.


Malena sonrió. Sabía lo que me fascinaba ese plato, a priori sencillo, con pocos ingredientes. Casi siempre había tomates de calidad en casa y aceite del bueno, que nos traían directamente de Jaén, de la cooperativa del pequeño pueblecito de donde eran mis padres. Y, por una de esas milagrosas casualidades que se dan de tanto en cuanto, cerca de casa había una pequeña panadería donde elaboraban un pan de hogaza, de Telera cordobesa, el ideal para ese plato. Así que sí, el condenado tendría su último plato, un delicioso bocado de Mediterráneo directamente en su boca.


Malena rellenó su copa de cava. Siempre decía que, en todos sus platos, uno de los ingredientes principales era el vino, el que ella bebía mientras cocinaba, y la música que escuchaba. Pronto, una canción que se iba incrustando en mi alma, y que posiblemente jamás volvería a escuchar, resonó por toda la cocina.


Dancin' in the moonlight

Everybody's feelin' warm and bright

It's such a fine and natural sight

Everybody's dancin' in the moonlight


Yo me quedé sentado en la silla, bebiendo cava, mirando el glorioso pandero de Malena moverse al ritmo de la música, mientras comenzaba a reunir los ingredientes. Sabía lo que le estaba costando, pero también sabía que se transmutaba mientras cocinaba, así que supe que aquel baile no era del todo fingido. Cocinar era uno de sus placeres (“me da gusto ver a la gente disfrutar de lo que he cocinado”) y nunca la veía tan feliz como cuando la magia, en forma de deliciosos platos, surgía de entre sus diestras manos. Malena tenía un don. Hay personas que nacen con el don de cantar, es algo innato en ellos, y hay quienes necesitan toda una vida para acercarse a quienes han nacido ya ungidos por esa especie de varita mágica. Malena era, en lo que se refiere a la cocina, de las primeras, y yo de los segundos. Lo que en mí era torpeza, en Malena era fluidez. Yo necesitaba una receta, los ingredientes exactos, seguir los pasos sin desviarme, y aún así los resultados finales eran discretos. Malena era la improvisación, una especie de alquimista intuitiva que obrab a su magia en la cocina con lo que había por casa, como solía decir. Hacer un salmorejo, para ella, era tan sencillo que ni siquiera tenía que pesar los ingredientes para acertar con las proporciones y que el resultado final fuera esa maravillosa crema fría de color rojo donde se combinan perfectamente tomates, ajos, pan y aceite.


Yo seguía bebiendo Kripta, a sorbos pequeños, disfrutando de un sabor que jamás volvería a ser el mismo. Malena, mientras tanto, lavaba los tomates, sin pelarlos, retirando la parte verde del pedúnculo. Peló también un par de dientes de ajo y lo echó todo, con un puñadito de sal, en la trituradora. Pronto, el sonido estruendoso del aparato se sobrepuso a la música. Cuando los tomates se convirtieron un puré rojo, añadió unos doscientos gramos de miga de pan y lo volvió a triturar todo junto durante un par de minutos. Cuando el aparato paró, bajó las revoluciones para que las cuchillas giraran más lentamente y fue añadiendo, en un hilo fino y constante, un vaso de aceite. Después, volcó el resultado, rojo, espeso, en una fuente de metal que sumergió en un bol más grande con hielo y agua fría. Era su truco para enfriarlo cuando yo se lo pedía sin tiempo para guardarlo un par de horas en la nevera. Mientras el salmorejo se enfriaba, sacó un par de huevos duros de la nevera y unas lonchas de jamón. Cortó el jamón de manera descuidada, lo envolvió en papel de cocina y lo metió durante un minuto en el microondas. El jamón, con este truco, quedaba crujiente. Por fin, sirvió el salmorejo en dos cuencos de cerámica, ralló un huevo duro encima de cada uno y lo culminó con los trozos de jamón. El gran truco final.


Comimos en silencio, apurando la botella de Kripta, sintiendo cómo algo se rompía y desvanecía en nuestro interior. Con la última cucharada, mi mano tembló, pero conseguí sobreponerme. Aguanté el salmorejo en la boca, notando los sabores de los ingredientes sencillos pero sabrosos, y dejando que el leve sabor del ajo revoloteara juguetón por todos los recovecos. Por fin, me levanté. Malena permanecía sentada, callada. Una lágrima se le escapó, por fin, y fue a caer dentro de la crema, formando un minúsculo charco blanco entre el intenso rojo de la superficie. La besé en la frente, sin decir nada, me di la vuelta y comencé a caminar hacia la puerta.



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