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19 de octubre de 2022

MUSCAT

 

—¡Hola! Eres Mario, ¿verdad?

—Sí, soy yo.

—Bueno, pues vamos a hablar un ratito. Te he traído el desayuno. No es gran cosa, pero creo que será suficiente. Te adelanto que la comida aquí no va a ser el colmo de la abundancia, pero tampoco vas a pasar hambre. Juan, no te preocupes, me quedo con Mario, si pasa algo pulso el botón, pero no va a ser necesario. Muchas gracias. Mario, ¿puedo sentarme contigo?

—Sí, bueno, claro…

—Soy el doctor Montero. Me gustaría hablar contigo un rato. Creo que no has tenido una charla con nadie desde que entraste aquí, ¿no?

—¿Van a meterme en la cárcel?

—¿Eh? Vaya, eres directo. No, no vamos a meterte en la cárcel. Primero, porque eres menor de edad, y segundo porque meterte en la cárcel no te ayudaría, y ayudarte es lo que queremos. ¿Podemos hablar ahora con tranquilidad? Sólo quiero comprender qué es lo que pasó.

—Bueno, vale. Me parece bien.

—Te haré algunas preguntas. Nos vamos a ir viendo, así que tenemos tiempo. Quiero saber tu historia, sin eso no puedo ayudarte. Sé que no va a ser fácil, pero iremos poco a poco, ¿vale?

—Sí, me parece bien.

—De acuerdo. Según leo aquí, vivías en Sant Quintí de Mediona con tus padres y tu perro, ¿verdad?

—Sí, sí, así es.

—Bueno, te voy a escuchar, Mario, cuéntame cómo empezó todo, cómo lo viviste, qué pasó. No hay prisa.

—Pues… nos enteramos por Internet. En casa, no veíamos la tele. Bueno, no es que no viéramos la tele, es que no veíamos las cadenas normales, sólo series y cosas así. Mi padre siempre estaba con el Twitter, y las primeras noticias nos las dio él. Él no trabajaba, mi madre trabajaba en casa y yo ese día tenía fiesta en el insti, así que estábamos todos en casa.

—¿Cómo os lo contó, qué os dijo?

—Pues las cosas estaban muy liadas al principio, empezaron a hablar de una infección, de que la gente se contagiaba a toda hostia, y que hacían cosas raras, que se volvían agresivos y atacaban a los demás, y que los contagiaban también. Pensamos que podía ser algo como el Covid, pero pronto mis colegas de fuera empezaron a enviarme vídeos, y era otra cosa. Mucho peor, mucho más chunga, en plan, bueno, ya sabe…

—¿En plan qué?

—Joder, en plan zombi, es que todavía no me lo creo. Nadie se lo creía al principio. Ni yo.

—¿Y qué hicisteis?

—Bueno, al principio nada. Sólo buscar noticias. En la radio y la televisión intentaban calmar a la gente, que no era grave, que estaba todo controlado, pero Internet era la hostia, llegaban vídeos de todas partes. Grupos de personas atacando a otras, gritos, sangre… A los dos días, estaba claro que aquello no era otro Covid, que era mucho más gordo. En la tele no lo decían, pero por Internet empezaron a hablar de los Zetas. Ni contagiados, ni pollas. Zetas. Salieron desde Barcelona y contagiaron todas las ciudades de los alrededores. Ni los presentadores de la tele se creían lo que decían.

—Ya. Sigue.

—Cuando pasaron dos días desde que todo empezó, mi padre fue al supermercado a buscar comida. No eran de acaparar cosas. Ni siquiera en los primeros días del Covid lo hicieron. Pero esto era más chungo, así que fue a buscar cosas que aguantaran, pasta, harina, garbanzos, cosas así. Volvió casi sin nada. Estaba muy nervioso. Decía que habían saqueado el super, y que al dueño le habían pegado una paliza y estaba medio muerto en un rincón. La gente se había vuelto loca.

—¿Por qué no os fuisteis al punto seguro de Vilafranca, cuando todo empeoró?

—Pues no sé. Mi madre quería ir, pero mi padre no lo tenía muy claro. Era muy friki, y decía que había visto las suficientes pelis como para saber que esa no era una buena idea. Mi madre le decía que si estaba loco, que eran eso, sólo pelis, pero mi padre le enseñaba los vídeos y le gritaba que si aquello le parecía normal. Estuvieron un par de días discutiendo sobre el tema, a todas horas.

—¿Y qué pasó?

—Pues que entraron los zetas en el pueblo. De golpe. Empezamos a escuchar un ruido… era horrible, como un gemido, como en las pelis. Cuando nos dimos cuenta, estaban en la calle, los podíamos ver desde la terraza. Nuestra calle es muy estrecha, y pronto estuvo lleva de zetas, gimiendo, levantando sus manos hacia nosotros. Me recordó a las fiestas del pueblo, cuando todo el mundo peta las calles para ver a los diablos, lo de los cohetes y tal, pero los zetas no se movieron de allí. Parecía que nos olían, y allí se quedaron. Ya no había manera de escapar. De todas maneras, por lo que he escuchado, ir al punto seguro de Vilafranca tampoco habría sido la mejor idea…

—No. Murieron casi todos.

—Pues eso. Nos quedamos en casa. Mis padres tuvieron una pelotera de la hostia, pero era lo que había. En realidad, no estábamos mal. La casa tiene un portón, el que da al garaje, que aguanta bien. Dentro, mi padre había apoyado el coche y no había manera de abrirlo. La puerta de casa era de madera fuerte, y ya podían aporrear, que por ahí no iban a entrar. Apoyamos una piedra que llevaba allí desde que entramos a vivir a la casa, y aquello aguantaba, ya se lo digo yo.

—¿Y la terraza?

—Bueno, la terraza daba a dos casas. Una no estaba habitada, y también tenía la puerta cerrada. Los vecinos de la otra habían salido cagando hostias, pero también estaba cerrada. Por los lados, ningún zeta se acercó nunca. Y todas las ventanas tenían barrotes de hierro, así que allí no entraba nadie.

—¿Y la comida, el agua?

—La comida la racionamos mucho, así que tendríamos para un par de semanas. Llenamos bidones y botellas con agua, hasta que se cortó, pero para beber y cocinar teníamos suficiente.

—O sea, estabais bien.

—Estuvimos bien, hasta que la comida se empezó a terminar. También se cortó Internet, y luego la radio. No sabíamos cuanto tiempo tardarían en venir a rescatarnos. Y los zetas nos tenían de los nervios. No paraban, petando la calle, todos juntos, con aquellos gemidos. Nos peleábamos, mi madre lloraba, mi padre se liaba a patadas con lo que pillaba… Habíamos puesto cosas en las ventanas, para amortiguar el ruido, pero daba igual. Llegaba igualmente. Dormíamos todos juntos en la habitación de en medio, ahí no llegaban los ruidos tan fuertes, pero daba igual. Casi no podíamos dormir.

—Y os quedasteis sin comida…

—Sí. Pronto empezamos a comer pienso del perro, había un par de sacos, y con eso tiramos tres o cuatro días, pero también se acababa. Estábamos flacos, sin fuerzas. Dormíamos todo el día. Y luego, pasó lo del perro…

—¿Quieres que lo hablemos en otro momento?

—No, es igual. De todas maneras, se lo tendré que contar igual, ¿no?

—Creo que deberías, sí, pero cuando tú quieras.

—No pasa nada. Nos quedamos sin comida, como ya le he dicho, y mis padres quisieron matar al perro, para comérnoslo.

—Ya.

—Lo pienso ahora, y era lo lógico. Pero era mi perro. Lo tenía desde que era un cachorrito. Siempre estaba conmigo. Dormía conmigo, y casi nunca se separaba de mí. Me esperaba en las escaleras, cuando llegaba del cole, del insti…

—Tranquilo, Mario. Respira.

—Vale, vale. Ya le he dicho que estábamos todos muy nerviosos. Los zetas no se iban, nos fallaban las fuerzas, a veces nos mareábamos… y allí estaban mis padres. Mi madre me sujetaba, y mi padre tenía el hacha en la mano...Muscat estaba en un rincón, flaco. Tenía la mirada triste. Yo gritaba, y los zetas gemían más alto.

—¿Tu perro se llamaba Muscat?

—Sí, como la uva. A mi padre le gustaba mucho el vino, y lo llamaron así cuando fueron a buscarlo. Venía de Córdoba. Lo habían abandonado, a él y a sus hermanos, metidos en un tubo de hormigón, al lado de una carretera, para que se murieran. Y ahora estaba allí, mirándonos, y mi padre con el hacha…

—¿Y qué pasó entonces?

—No pude, no pude evitarlo, de verdad. Le di un codazo a mi madre y me solté. Había una barra de hierro… Yo sólo quería que no mataran a mi Muscat, de verdad, quería a mis padres, se me fue la cabeza…

—Los golpeaste.

—Sí. Cuando todo terminó, cuando la nube se fue de mi cabeza, los dos estaban muertos. Muscat aullaba, y los zetas parecía que iban a tirar las puertas. Pero luego todo se calmó. Dejé de llorar, y Muscat vino para que lo acariciara.

—¿Y luego?

—¿Para qué hace esa pregunta? Ya lo sabe. Los soldados ya le habrán explicado lo que encontraron.

Después de aquello, todavía tardaron una semana y media en entrar en el pueblo, matar a los zetas y liberarnos. Pero hasta ese momento… Muscat y yo seguíamos teniendo hambre.

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