Mi abuela Juana
encontró un tesoro. Era un tesoro modesto, no como el del cuento de Alí Babá y
los cuarenta ladrones, una cueva abarrotada de monedas, joyas, piedras
preciosas, coronas de oro puro, etc… Ni siquiera era un tesoro como los que
enterraban los piratas en cofres repartidos por islas remotas. Pero, si nos
atenemos a la definición de la Real Academia Española, “una cantidad de dinero,
valores u objetos preciosos guardados”,
o “Conjunto escondido de monedas o cosas preciosas, de cuyo dueño no
queda memoria”, nadie debería discutir que lo que encontró mi abuela a
comienzos de lo que ha pasado a la Historia como “los felices años veinte” era
un auténtico tesoro.
La historia de cómo mi
abuela encontró ese tesoro y posteriormente su familia lo malvendió por cuatro
chavos me fascinó e indignó a partes iguales desde muy pequeño. Era para mí un
momento mágico, que se prolongó durante mi juventud y parte de mi época adulta,
hasta que mi abuela murió. Escuchar aquella historia mil veces repetidas tenía
para mí un efecto balsámico. La había escuchado, como ya he dicho, durante un
larguísimo período de mi vida, pero curiosamente mi memoria ha aislado uno de
los momentos, o lo ha modelado a su conveniencia, esculpiéndolo en mi mente de
una manera quizás idealizada, un compendio de todas las sensaciones que
experimenté en todos aquellos instantes en que le pedí a mi abuela Juana que me
explicara cómo había encontrado un tesoro cuando era una niña. Igual es posible
que ese recuerdo grabado en mi mente jamás hubiera sucedido. Quién sabe…
En esa recreación,
llamémosle así, idealizada, era domingo por la mañana. Mis padres habían
salido, mi hermana ya no vivía con nosotros. Desperté tras una noche de
borrachera, empapado en sudor, con la boca reseca, llena del sabor amargo y
químico de la cocaína cortada. Tenía sed y me dolía la cabeza. Montse me había
dejado hacía unos meses, y el recuerdo de la puerta del coche cerrándose y su
silueta alejándose para siempre, recortada contra el muro de mi vieja escuela
en un amanecer sucio y gris, aún seguía atormentándome. No recordaba que en
aquel momento me afectara demasiado, simplemente la espada de Damocles había
caído por fin sobre mí, era algo que ya esperaba. No obstante, un dolor negro,
pegajoso, se había comenzado a extender por mi alma, asfixiándola cada día un
poco más. La bebida y el polvo blanco al que me estaba aficionando
peligrosamente apaciguaban el dolor, lo aletargaban, pero con la resaca se
reactivaba y volvía con más fuerza.
Salí de mi cuarto, con
un pantalón de pijama y la camiseta que había llevado la noche anterior,
apestando a humo y alcohol. El piso estaba en silencio, y mi abuela estaba en
el sofá, en su rincón de siempre, tejiendo con sus agujas, que se movían entre
sus dedos a una velocidad que siempre me había parecido vertiginosa. Le espeté
un cavernoso “Buenos días”, a pesar de que era más tarde de las doce, y ella me
dirigió una de sus miradas, entre
cariñosa y reprobatoria. Me dirigí a la cocina, y sin que me viera me bebí del
tirón una cerveza. Había escuchado que la resaca era en realidad un síndrome de
abstinencia, y solía recurrir a un botellín para que los niveles de alcohol en
sangre no bajaran demasiado. El frescor de la cerveza me calmó un poco, pero
seguía sintiéndome cansado, hundido en la miseria. Volví al comedor, el
silencio solo roto por el “clinc clinc” de las agujas de tejer y el sonido
monótono del viejo reloj de pared. Mi abuela seguía tejiendo. Tenía las
piernas, hinchadas y amoratadas, sobre un taburete acolchado con unos cojines. Vestía
sus habituales ropones negros. Era viuda desde 1963, tres años antes de que
naciera yo. Mi abuelo había muerto con los pulmones reventados por las minas de
plomo y cobre de Linares, antes de que toda la familia emigrara a Catalunya en
un lento pero imparable goteo. Siempre, o casi siempre, llevaba sobre el
vestido una toquilla de punto, también negra, plagada de medallitas de santos,
de oro y plata. Era muy religiosa, y recuerdo el jolgorio que se apoderaba de
mí cuando la veía cantar “La Internacional” puño en alto con todas aquellas
imágenes de santos y vírgenes prendidas del pecho. Me arrellané en la otra
punta del sofá, y mi abuela giró la cabeza. Tenía unos ojos muy azules. Yo
también los tengo de ese color, pero al lado del azul de los ojos de mi abuela,
los míos parecían casi negros. Me dio las explicaciones pertinentes sobre la
ausencia de mis padres (se han ido con tus tíos a “Saturní”, tienes “fritangó”
y “burguesas” en la nevera), y yo asentí con la cabeza. Otro domingo de resaca
brutal, con el recuerdo de Montse zumbando por mi cabeza y la expectativa del
trabajo al día siguiente. Suspiré y le dije: “Abuela, cuéntame lo del tesoro”.
Mi abuela, Juana,
sonrió. Cerró los ojos, volando con la mente hacia principios del siglo XX. Ni
ella recordaba qué edad tenía cuando encontró la vasija. Había nacido en 1916,
y según contaba tenía cinco o seis años cuando se encontró las monedas, por lo
que el hallazgo debió de producirse hacia 1921 o 1922. Vivía en Baños de la
Encina, un pueblecito de Jaén de donde no se movería hasta que se marchó a
Barcelona cuando el último de sus hijos abandonó el pueblo y cambió la vara de
agitar olivos por la llave inglesa de una fábrica. Baños, como lo llaman sus
habitantes, es un pueblecito situado en un cerro, a unos 450 metros de altitud.
Posee un castillo extraordinariamente
bien conservado, a pesar de los avatares de la Historia. Lo construyeron los
musulmanes a finales del siglo X, y hasta su conquista definitiva por Fernando
III en 1225 cambió frecuentemente de manos, siendo conquistado y reconquistado
por musulmanes y cristianos. Aquel día, mi abuela, su hermana y otro niño
pasaron al lado de las murallas del castillo de camino al campo, para buscar
habas. Siempre pensé que habían salido a buscar agua al pantano, pero mi madre
me confirmó ese dato irrelevante en una conversación que tuvimos tras la muerte
de mi abuela. Había llovido con fuerza, y mi abuela se fijó en una vasija rota
entre el barro, al pie de las murallas. En aquel momento no le dio mayor
importancia, pero a la vuelta volvieron a pasar por el mismo sitio y se fijó de
nuevo en la vasija. Había algo que destellaba bajo el sol inclemente del día, y
se desvió del camino, subiendo por la ladera que conducía a la fortificación
milenaria. Allí, observó que entre los trozos rotos de la vasija había unas monedas,
cubiertas de barro y orín, salvo algunos partes que la lluvia había limpiado un
poco y que provocaban los destellos que ella vio. Pacientemente, las recogió y
las guardó en su mandil, y sin darle mayor importancia volvió a su casa con su
hermana y su amigo.
Cuando mi abuela llegó
a su casa, corrió hacia la buhardilla, donde sus padres conservaban alimentos y
lo que a duras penas extraían del pedazo de tierra que cultivaban. Allí tenía
una casita de muñecas, y se puso a jugar con las monedas. Su hermana Marta no
tardó en explicarle a su madre el hallazgo, y mi bisabuela subió a preguntarle
a su hija qué era lo que había encontrado. “Pesetillas falsas”, contestó mi
abuela. Algo en el brillo de aquellas diecisiete monedas debió llamar la
atención de mi bisabuela, ignorante y analfabeta como casi todos los habitantes
de Baños. Cogió una de las monedas y la llevó al boticario, a que le echara “el
agua fuerte” para limpiarla. El hombre, una de las pocas personas medianamente
cultas del pueblo, frotó la moneda y ante sus ojos apareció una pieza de oro
puro de más de mil años de antigüedad.
Era a partir de este
punto en la historia de mi abuela cuando la indignación se iba apoderando de
mí. La maravillosa historia de cómo una niña encontraba un tesoro a principios
del siglo XX se transformaba en una sórdida urdimbre de codicia, ruindad y el sempiterno
pisoteo de las pequeñas élites rurales a los campesinos ignorantes y
analfabetos. He de confesar que esa indignación también albergaba un sí es no
es codicioso. Solía reprochar cariñosamente a mi abuela que se hubieran dejado
arrebatar el tesoro tan fácilmente (“si hubierais conservado esas monedas,
ahora seríamos ricos”). Curiosamente, ese pensamiento también se incrustó en mi
mente junto con el relato, la idea de que esas monedas podrían haber cambiado
el destino de una familia tan modesta como la nuestra, descartando, o más bien
sin contemplarla, la idea de que un puñado de monedas de oro, repartidas entre
la amplia descendencia de mi abuela, no hubieran supuesto un gran cambio en
nuestro patrimonio.
La noticia del hallazgo
corrió rápidamente por un pueblo dado a habladurías y falto de novedades. La
Juana, la hija de la Anica, se había encontrado un tesoro de monedas. Como he
dicho, es aquí donde la historia del hallazgo se troca en una especie de
crónica sobre la avaricia humana. Los padres del niño que acompañaba a mi
abuela en su excursión reclamaron la mitad del tesoro, y en cuestión de días,
la pequeña niña que era mi abuela se vio declarando ante el juez del pueblo,
que sería una especie de juez de paz o mediador, pero en todo caso con la atribución
de impartir justicia. Esta especie de árbitro rural interrogó a los miembros de
la excursión, y su veredicto fue que el tesoro pertenecía a mi abuela. No
obstante, dictaminó que tres o cuatro monedas (mi abuela nunca lo dejó claro)
le fueran entregadas a los padres del niño, en una decisión que contradecía de
manera absurda la conclusión inicial sobre la pertenencia del tesoro.
Fue esta decisión
judicial el principio de una rápida sangría del tesoro de mi abuela. A partir
de aquí, el relato se tornaba confuso. Lo único que pude sacar en claro de la
historia fue que las fuerzas vivas del pueblo, esto es, el boticario, el cura,
el alcalde y las familias que acumulaban propiedades, les compraron a los
padres de mi abuela las monedas que le quedaban. Yo, sentado al lado de mi
abuela en el sofá, me echaba las manos a la cabeza cuando explicaba que su
padre, con el producto de la venta, viajó en burro a la ciudad de Bailén para
comprar ropa, colchones, utensilios de cocina, etc. Mi abuela se encogía de hombros,
como justificando a sus padres (“había mucha necesidad, mucha hambre, y
vendieron las monedas por cuatro perras”) pero con un cierto punto de orgullo
al haber colaborado, tan pequeña, a una leve mejora de las penosas condiciones
de la familia. Llegados a este punto de la historia, el ya de por sí exiguo
tesoro habíase reducido a dos monedas, que mi bisabuela quiso conservar para
cuando su hija fuera mayor, pero ni esos tristes despojos le dejaron. Una
ricachona del pueblo se presentó un día en la puerta de la casa de mis
bisabuelos y, entre adulaciones y súplicas, salió de allí con las dos monedas
en el bolsillo.
Ahí terminaba la
historia, con mi abuela sumida en ensoñaciones del pasado, sin dejar de tejer.
Yo seguía sentado a su lado, sumido en mi desmayada laxitud resacosa, pensando
en aquel tesoro que le habían escamoteado a mi familia, pensando en Montse,
adormecido por el sonido rítmico de las agujas del reloj de pared. Todavía hoy,
convencido de que la posesión de aquellas monedas no habría cambiado el destino
de nadie, pienso en aquella niña de cinco años, sacando monedas embarradas y
cubiertas de óxido de una vasija rota y depositándolas pacientemente en su
pequeño mandilito. A veces, mi hijo se sienta a mi lado y le explico cómo su
bisabuela Juana encontró un tesoro al lado de un castillo, hace ya casi cien
años.
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