El viajero, tras una
penosa noche a la intemperie, durmiendo poco y mal en un banco de piedra de una
pequeña plaza, se pone en marcha cuando las primeras luces del Sol todavía no
se han enseñoreado de las intrincadas callejuelas de Casasana. A pesar del frío
y del poco descanso se siente eufórico. Guarda en la mochila las prendas
veraniegas con las que ha intentado, con poco éxito, protegerse del frío
montañés de la aldea, y se pone en marcha con decisión. Tiene la impresión de
que la jornada que le aguarda no puede ser peor que el penoso día que deja
atrás, y mochila al hombro recorre con anticipada nostalgia los rincones
silenciosos del villorrio, mal iluminados por unas farolas que derraman una luz
fatigosa, desvaída, sobre las piedras. Se asea con felino talante en una fuente
de piedra y, sin más preámbulos, emprende el camino hacia Sacedón. Apenas
guarda el viajero rencor a Casasana por la falta de hospitalidad de sus gentes,
y sabe que incluso ese resto de resentimiento se verá dulcificado con el tiempo
por el bálsamo de la larga conversación con los hijos de Felipe “el Sastre”.
Así pues, en paz con Casasana, abandona con buena presencia de ánimo el pueblo por
una pequeña carretera, que desciende serpenteando con ánimo juguetón desde las
alturas de la aldea.
El viajero, al partir de Casasana en plena
noche, no ha encontrado a ningún lugareño que le confirme la idoneidad de la
ruta que ha escogido. Tampoco acertó la noche anterior a preguntar, más
preocupado por dejar atrás los sinsabores de la jornada pasada que de
preocuparse por la que venía, y al cabo de un buen rato de caminar por la
carretera la incertidumbre se apodera de su ánimo. Tiene el viajero todavía muy
presentes las penosas vicisitudes del día anterior, y cree que sus mermadas
fuerzas no soportarán bien otro extravío por los mal señalizados caminos de la
zona. Pensar que puede estar siguiendo un camino equivocado hace todavía más
penoso el camino, y cuando el día despunta y el sol cae inclemente sobre él, la
euforia que ha sentido al abandonar Casasana se esfuma. La carretera serpentea
atravesando extensos cultivos de cereales, y el viajero no encuentra una triste
sombra donde descansar.
Tras un buen rato de
caminar, fatigado y preso del desasosiego, el viajero divisa a lo lejos un rebaño
de ovejas que se mueven de forma aparentemente aleatoria y al unísono por los
sembrados, como un ovino cardumen en un mar de cereal. El viajero, que lleva más de una hora sin
divisar a ningún ser vivo, decide adentrarse en el sembrado y abordar al pastor
para preguntarle si está en el camino correcto hacia Sacedón. El camino a
través de los terrones de tierra se hace fatigoso, con las botas del viajero
hundiéndose en la tierra polvorienta. El rebaño tan pronto se mueve hacia el
viajero como se aleja de él, juguetón e imprevisible, provocando constantes
cambios de dirección del viajero en su afanoso camino por el sembrado. Por fin,
tras un buen rato de jugar al gato y al ratón bajo el sol inclemente, el
viajero aborda al pastor, que resulta ser nativo de Marruecos o algún otro país
del norte de África, y que apenas chapurrea un castellano básico y apachizado
del que el viajero no logra sacar nada en claro. Tras un buen rato de
besuguesca conversación, el viajero, resignado, abandona al sarraceno pastor
con una apresurada despedida y vuelve a la carretera, preso de una
desesperación que empieza a desbordar su alma lenta, magmáticamente.
Tras una hora de
camino, solo acompañado por el monótono repicar de sus botas en el asfalto y
las cansinas chicharras, dolorido por las llagas de los pies y con el ánimo
quebrantado, el viajero se para a descansar bajo la raquítica sombra de unos
choperillos. Desfallecido, le pega unos buenos tientos a la bota de vino para
intentar alegrar el talante. El cuerpo se le afloja, resentido por la noche
pasada al raso en Casasana, y no tarda en quedarse dormido. Despierta al cabo
de un par de horas, con la boca reseca de quien ha abusado del vino y de una
siesta a destiempo. Bebe un poco de agua y retoma el camino, algo más compuesto
de cuerpo y alma. Piensa que, al fin y al cabo, como decía aquel, el camino es
su destino, y que ya llegará a algún sitio.
Al cabo de un buen rato
de caminar a buen paso, el viajero llega a la entrada de un pequeño pueblo,
Santa María de Poyos, que encuentra desierto, con las puertas de las casas
cerradas a cal y canto. El viajero deambula por las calles durante un rato,
notando en todo momento un olor como a pescado podrido que le desagrada
profundamente. Algunas casas son una pura ruina, con los restos de las paredes
derruidas y vigas renegridas amontonadas en su interior. No se cruza con un
alma, ni ve abierto bar alguno donde poder descansar y comer algo. Pronto
decide seguir camino por la carretera y abandonar el desolado lugar. Al encarar
las últimas viviendas, divisa a una vieja sentada en el poyete de una casa,
impertérrita bajo el sol ardiente. Viste de negro riguroso, color que se
extiende hasta el pañuelo que cubre su cabeza. El viajero, inicialmente, se
dirige hacia ella para preguntarle por el camino, pero algo en la mirada de la
vieja cuando levanta la cabeza hacia él hace que, con un escalofrío, desista y
aligere el paso para salir del pueblo.
La suerte, por fin,
parece aliarse con el viajero, y al cabo de un rato divisa Sacedón, que se
cuece perezoso bajo el sol del mediodía. Sacedón, desde la construcción del
embalse de Entrepeñas en 1956, ha sido un pueblo con vocación marinera, una
especie de emporio turístico en medio de un secarral. El viajero, cuando entra
en Sacedón, parece un viejo maquis, sucio, cansado, arriesgando la vida para
bajar al pueblo a buscar algo de comida. Estupefacto, avanza entre barcos y
yates de distinto tamaño, varados en descampados frente a tiendas de artículos
navales cerradas a cal y canto. Como más tarde averiguará, Sacedón es ahora un
pueblo en pie de guerra por culpa del trasvase Tajo-Segura, que está vaciando
el embalse y dejando al pueblo sin el caramelo del negocio turístico acuático.
Por doquier se divisan carteles en contra del embalse. Sacedón no quiere volver
a ser un pueblo de secano.
Tras callejear
desganadamente por el pueblo, el viajero decide entrar en una tasca para
remojar el gaznate con algo fresco y, de paso, llenar el estómago, vacío tras la
parca cena, por llamarla de alguna manera, de la noche anterior. El local es pequeño,
pero fresco y con un sí es no es hospitalario. Unos abuelos juegan
desanimadamente al dominó en una mesa, trasegando de tanto en tanto pequeños
sorbos de cerveza de sus botellines. La dueña del figón es una mujerona,
entrada en años y en carnes, de escote exuberante, al que el viajero no puede
evitar echarle una mirada entre lasciva y avergonzada cuando la mujer se acerca
a tomarle la comanda. Marta, que tal es su nombre, es simpática y dicharachera,
con una risa fresca y desvergonzada que agita sus abundantes pechos. Observa la
mochila y los avíos del viajero, depositados en el suelo al lado de la mesa, y
con un deje burlón interpela al viajero.
-¿Qué, de viaje?
El viajero, intentando
apartar la vista de las cárnicas esferas blanquísimas que pugnan por escapar de
la blusa de la dueña, balbucea unas explicaciones apresuradas sobre su viaje.
-Sí, vengo de Casasana,
siguiendo la ruta de Cela por la Alcarria…
-Pues buen paseo se ha
pegado usted esta mañana. Casasana estará a unos buenos quince o dieciséis
kilómetros. ¿Y los ha hecho usted del tirón?
-Qué remedio… Solo he
pasado por Santa María de Poyos, y no había un alma. Bueno, una señora mayor,
pero no he visto ningún sitio para parar y descansar…
El viajero sabe que ha
dicho alguna inconveniencia cuando las conversaciones cesan de repente. Uno de
los abuelos ha girado la cabeza con brusquedad hacia el viajero, volcando con
el brazo su botellín de cerveza, que rueda por la mesa y cae al suelo
estallando en mil pedazos. La cara de la dueña se transforma en una máscara en
la que el viajero cree adivinar una mezcla de incredulidad y espanto. Durante
unos dolorosos y eternos instantes, nada se escucha en el bar, hasta que el
correr de una silla sobresalta al viajero. Uno de los abuelos se ha puesto en
pie e interpela al viajero, con una voz temblorosa.
-¿Por dónde dice que ha
pasado?
La dueña se gira,
todavía con la desagradable mueca en la cara, y camina hacia la mesa donde el
abuelo sigue mirando al viajero con obsesiva fijeza. Durante unos minutos, el
viajero, incómodo, con ganas de largarse, los escucha cuchichear, hasta que el
viejo vuelve a sentarse y se reanuda la partida, aunque sin dejar de lanzar
furtivas miradas hacia el forastero encogido en su silla. La dueña desaparece
tras la barra, y al cabo de unos momentos vuelve con una botella de vino frío y
un enorme bocadillo envuelto en papel de plata. Su mirada es ahora triste. Se
agacha hasta pegar la boca casi en la oreja del viajero, y con voz temblorosa
le musita al oído.
-Invita la casa, pero
por favor, váyase, no ha hecho usted nada malo, pero márchese, se lo ruego.
El viajero,
estupefacto, solo acierta a asentir. Recoge sus bártulos y, sin decir palabra,
abandona la tasca. Solo al cabo de un rato, mientras se come el bocadillo
frente al menguante embalse, mirando las aguas azules y quietas, recuerda
algunas lecturas, ata algunos cabos y siente cómo las piernas se le aflojan y
un escalofrío recorre, helado y lento, su espalda.
Buff. Que atmósfera! Bravo!
ResponderEliminarFelicidades, lo he leído de un tirón. El viajero que siga su historia, no nos dejes así.
ResponderEliminar