Si don Salvador Mellado, director de la funeraria “Paz Eterna”, hubiera
sido japonés, sin duda se hubiera hecho el harakiri, avergonzado por el
tremendo error que desembocó en un escándalo sin parangón en la pequeña y
aburrida ciudad de Arlanda, escándalo al que hubo que sumar denuncias
judiciales varias y, lo peor, el descrédito de un establecimiento que
funcionaba de manera impecable desde hacía más de cincuenta años. Un servicio
exquisito y serio, cientos de funerales celebrados a la perfección, y todo se
había ido al garete por el estúpido error de un empleado novato. No obstante,
en su fuero interno, don Salvador pensaba que el fallo había sido suyo, al aceptar que se celebrara
en su establecimiento el último adiós a un personaje tan inusual como el de
Luis Valero, que había salido de Arlanda hacía veinte años para transformarse
en la capital en Lady Blue Sky, “drag queen”, transformista, adalid de la lucha
por los derechos de los homosexuales y reina indiscutible del Desfile del
Orgullo Gay. Don Salvador, hombre recto y conservador, intentó negarse a
organizar el funeral de Lady Blue Sky. Sabía que aquello le traería
complicaciones en una ciudad tan conservadora como Arlanda, pero la insistencia
vehemente de la hermana del finado, unido al hecho de que fuera amigo personal
de la familia y que don Salvador conociera a Luisito desde pequeño, habían
acabado por ablandar su corazón, y al final cedió. Le tranquilizaron un poco
las promesas de la hermana del finado, en el sentido de que el funeral no se
saldría de madre, y la muchacha aceptó sin discusiones la imposición de don
Salvador, en el sentido de que la ceremonia se celebrara en la sala más
apartada de la funeraria.
Cuando don Salvador se arrepintió
de haber sido tan blando, ya era tarde. A pesar de que palideció visiblemente
mientras la hermana de Luis le explicaba las disposiciones de Lady Blue Sky
para su último adiós, ya no podía echarse atrás. Ya estaba todo firmado, y solo
le quedó encomendarse a Dios para que la cosa transcurriera de forma discreta,
sin más alboroto que el estrictamente necesario. De todas maneras, no se sentía
con fuerzas para afrontar la organización de un funeral tan peculiar, así que
cometió su segundo error, esto es, delegar dicha organización en la persona de
Javier, un empleado voluntarioso y decidido, que trabajaba en la funeraria
desde hacía solo unos meses. Javier, pletórico de entusiasmo, le prometió que
él se encargaría de todas las ceremonias de ese día, y Don Salvador decidió
quedarse en su despacho y rezar para que el funeral de Lady Blue Sky acabara
cuanto antes y saliera razonablemente bien.
El día del funeral, la sala donde
se iba a celebrar el último adiós a Lady Blue Sky pronto se abarrotó con un
heterogéneo grupo de personas que parecían recién salidas de una cabalgata del
Orgullo Gay. Plataformas, camisetas ajustadas, peinados extravagantes de
colores diversos, minifaldas fluorescentes, maquillajes extremos… Así lo había
querido Lady Blue Sky. Diversión y jolgorio hasta el final. Nada de llantos.
Toda la sala estalló en gritos y aplausos cuando Shangay Storm subió las
escaleras hacia el estrado para pronunciar unas palabras de despedida, embutida
en unas mallas de vinilo azul eléctrico, taconazos de palmo y tupé rubio
platino. Shangay acalló el bullicio haciendo gestos con las manos (“y ahora vamos
a recibir a nuestra queridísima Lady Blue Sky”) y el extravagante grupo de
asistentes guardó un silencio respetuoso mientras el ataúd entraba en la sala,
empujado por dos operarios.
Don Salvador temblaba de ira al
recordar las explicaciones, entre balbuceos y lloros, que le dio Javier sobre
lo que ocurrió en aquel momento. Un malentendido, unos documentos que se
traspapelaron, los operarios que se despistaron… El caso es que, en el momento
en el que entró el ataúd en la sala, los aplausos y gritos con los que los
amigos de Lady Blue Sky pensaban recibir los restos mortales de su reina se
congelaron en el aire de la sala. Un estupor generalizado se apoderó de los
asistentes. Una bandera española y un crucifijo dorado cubrían el ataúd,
rigurosamente negro. Con eficiente profesionalidad, los operarios colocaron
frente al féretro coronas con cintas
escritas con diversos mensajes y recordatorios: “El Colegio de Notarios, con
respeto y amor”, “Tus amigos del Registro de la Propiedad jamás te olvidarán”, “Jueces
de Arlanda, en recuerdo de los gratos momentos vividos a tu lado”, y similares.
Sí, un error, pensó don Salvador.
Un error que perseguiría a su establecimiento hasta su muerte. Un error que
había convertido a su funeraria en objeto de escándalo, mofa y escarnio
público. Porque, mientras en la sala del funeral de Lady Blue Sky docenas de “drag
queens” se interrogaban con la mirada presas de la estupefacción, en una sala
situada en la otra punta de la funeraria, donde se celebraba el funeral de don
Marcial García, ilustre notario de Arlanda con cincuenta años de profesión a
sus espaldas, miembro del Opus Dei e ilustre cofrade de la Hermandad del Santo
Sufriente, aparecía un ataúd blanco, cubierto con una bandera con los colores
del Arco Iris, mientras por unos altavoces sonaba a todo trapo “In the navy”,
de los Village People. Pero lo que provocó un amago de infarto en doña
Enriqueta, viuda de don Marcial, de misa diaria e intachable proceder, fue el
momento en el que se corrieron las cortinas del fondo de la sala y una
gigantesca foto de un culo masculino, pétreo, los glúteos musculados apenas
cubiertos por un tanga de cuero negro, presidió la sala donde se despedía al
ilustre Notario don Marcial García.
QUÈ BO! Gran relat per celebrar l'Orgull! Té un toc a lo Ralf König que m'encanta!
ResponderEliminarUn error imperdonable. Hay que vigilar, hasta el último suspiro, donde se expone unos orondos glúteos.
ResponderEliminarMuy bueno. Un beso