El tango duró lo que
duró encendido el cigarro en la comisura de los labios de Marcelo Salvatierra. Alguno
de los asistentes al acto podría haber reaccionado, pero lo cierto es que todos
permanecieron inmóviles durante ese intervalo de tiempo, como si formaran parte
de un decorado de cartón en el que el argentino y la joven esposa del
gobernador se deslizaron durante un minuto que nadie olvidaría jamás. Con el
tiempo, los asistentes llegaron a una especie de acuerdo tácito según el cual
nadie se movió debido a la sorpresa provocada por el descaro de Marcelo
Salvatierra, algo que nadie se esperaba y que los dejó petrificados en sus
asientos, incapaces de reaccionar ante tamaña muestra de desfachatez. Ciertamente,
el inesperado gesto del porteño podría explicar la inmovilidad del gobernador,
y quizás de algunos de los invitados presentes, pero no de los guardias que
vigilaban la plaza, acostumbrados a intervenir ante la más mínima alteración
del orden. Sea como fuere, nadie quiso reconocer en público que no se movió
porque en realidad quería ver cómo el malevo Salvatierra trazaba una última
muesca en su incontable lista de corazones rotos, nada menos que la esposa del
hombre más poderoso de la región. En sus mismísimas narices, y aunque ella lo
negara el resto de su vida entre protestas y desanimadas muestras de enfado. Ella
lo achacó a la sorpresa, al miedo de que Marcelo pudiera hacerle daño ante la
impasibilidad de guardias e invitados, pero en realidad nadie la creyó. En
realidad nadie se lo reprochó, y mucho menos las damas asistentes, que en
secreto deseaban que el argentino las hubiera elegido a ellas para aquel baile que
saqueó el alma de Alicia, haciéndola derretirse de pasión en las barbas de su
temible esposo.
Marcelo Salvatierra bajó
del coche policial, y todas las conversaciones se acallaron durante unos
eternos instantes. Los hombres lo contemplaban con una mezcla de envidia y
odio, y algunas mujeres no pudieron evitar morderse los labios en un íntimo
gesto de deseo mal disimulado. Marcelo vestía de manera impecable, como
siempre, un traje negro que parecía haber sido modelado expresamente sobre su
cuerpo alto y fibroso. El sombrero caía levemente sobre un lado de su cara,
ensombreciendo parte de su rostro moreno y rasurado. Un pañuelo blanco de seda acariciaba
su cuello. De entre la multitud que se arremolinaba bajo los pórticos de la
plaza surgió un grito, un “¡MALEVO GUAPO!” que hizo sonreír levemente a Marcelo
mientras iniciaba el camino entre el pasillo que dejaban las sillas de los
invitados de más postín, su mano izquierda introducida con chulería en el
bolsillo de la chaqueta y el sonido de sus botines de cuero negro repiqueteando
sobre el empedrado de la plaza.
Fue justo cuando a
Marcelo Salvatierra le faltaban unos diez metros para llegar al final del
pasillo. Por una ventana se filtró el sonido de un disco que crepitaba sobre el
lecho redondo de una gramola. En el silencio, apenas roto por los murmullos
respetuosos del gentío que se agolpaba en la plaza, el sonido del bandoneón
resultaba claramente audible. Cuando Marcelo, que caminaba con la cabeza alta y
mirando al frente, escuchó las primeras notas del tango, volvió a sonreír, y en
su rostro de chulo guapo se perfilaron dos hileras de dientes blanquísimos. Con
un gesto burlón se encogió de hombros. Sacó el cigarrillo que guardaba y lo
colgó de sus labios, mientras en su mano derecha aparecía una cerilla. Marcelo
Salvatierra tenía una manera particular de encenderlas, con un gesto rápido de
sus dedos pulgar e índice. Indefectiblemente, el fósforo aparecía encendido
entre los dedos. Nadie había visto a Marcelo fallar al hacer esa operación, y
muchos perdían el tiempo intentando imitar el ademán brioso y aparentemente
sencillo que hacía aparecer, como por arte de magia, el fósforo llameante entre
los dedos del hampón. Salvatierra encendió el cigarro, protegiendo de la
desganada brisa matutina la llama con su mano izquierda. Exhaló una bocanada de
humo que pareció juguetear con su rostro bajo el sombrero, antes de diluirse en
el aire fresco de la plaza. Justo entonces, la voz arrastrada del tanguero,
salpicada de los chispazos de un disco mil veces reproducido, empezó a caracolear
por el aire de la plaza.
“Si soy así, ¿qué voy a
hacer? Nací buen mozo y embalao para querer”.
Salvatierra miró a su
izquierda, y su mirada burlona bajo el fieltro del sombrero se posó en la mujer
sentada que lo miraba intentando disimular su turbación, los ojos muy abiertos
bajo la pamela blanca. Alicia. La joven esposa del gobernador, de quien las
voces maledicentes decían que había sido bailarina en algunos tugurios de mala
nota, antes de que el viejo rijoso la deslumbrara con su poder y su dinero.
Ella, no obstante, se había comportado siempre de la manera más intachable,
como decía César que tenía que ser su mujer. Hasta aquella mañana, en la que el
hampón Salvatierra, mirándola con unos ojos negrísimos que brillaban bajo el
ala del sombrero, extendió su mano hacia ella, mientras el tango seguía sonando
por toda la plaza.
“Si soy así, ¿qué voy a
hacer? Con las mujeres no me puedo contener. Por eso tengo la esperanza que
algún día me toqués la sinfonía de que ha muerto tu ilusión. Si soy así, ¿qué
voy a hacer? Es el destino que me arrastra a serte infiel…”.
Alicia, como tantas
otras, se derritió, las piernas le flaquearon, y el corazón hizo que su pecho
se agitara. Nunca supo cómo, de repente, acabó entre los brazos de Salvatierra,
pero allí estaba, sintiendo en la nuca la mirada furiosa de su marido y la mano
suave del hampón en la curva de su espalda, mientras su mano se entrelazaba
lánguida entre la de Salvatierra. Él miró su cara blanca a través del humo, las
guedejas de cabello rubio apenas escapando bajo la pamela, unos labios grandes
y húmedos, los ojos verdes protegidos por unas pestañas larguísimas. Volvió a
sonreír, el pucho colgado de un lado de la boca, y musitó una frase, siempre
repetida, siempre mentira, siempre creída…
-Para que un maula como
yo pueda abrazar a una mina como vos se inventó el tango…
Alicia se sintió
desfallecer, y en ese momento Salvatierra empezó a mover los pies,
arrastrándola. El hampón la tenía sujeta contra su pecho, dejando entre sus
cabezas el espacio justo para no quemar a la bella con el cigarrillo. El tiempo
se detuvo mientras Salvatierra la manejaba a su antojo, como una muñeca
desmadejada entre sus brazos. Alicia lo siguió, y sus primeros pasos hicieron
que los últimos restos de su reputación se filtraran por los espacios entre los
adoquines de la plaza. Él se retiró un paso, dejando que el cuerpo de la mujer
perdiera el equilibrio y se viera obligada a dejar que su pecho descansara
sobre el del hombre para evitar caerse. La voz cascada, como de otro tiempo,
seguía resonando por la plaza.
“Si soy así, ¿qué voy a
hacer? Pa’ mí la vida tiene forma de mujer. Si soy así, ¿qué voy a hacer? Es
Juan Tenorio que hoy ha vuelto a renacer”.
El tango parecía
coordinarse con el cigarrillo pegado a los labios de Salvatierra para correr
juntos hacia el fin. Marcelo lo sabía, el hechizo se acababa, y su baile se
hizo salvaje, obsesivo. En uno de los cortes, sujetó a Alicia con fuerza,
haciendo que la cabeza ella se doblara hacia atrás y la pamela acabara en el
suelo. Luego la hizo girar vertiginosamente, y ella vio a la gente de la plaza
como si estuviera en medio de un gigantesco zoótropo. Las piernas se
entrelazaban, y ella sintió la mano de él atenazando su muslo, lo notó detrás,
jadeándole al oído su aliento envuelto en el humo del tabaco, la levantó del
suelo con un brazo, sujetándola contra su cuerpo, mientras el quejumbroso
sonido del disco desgranaba los últimos versos del tango.
“Por eso, nena, no
sufrás por este loco, que no asienta más el coco, y olvidá tu metejón. Si soy
así, ¿qué voy a hacer? Tengo una esponja donde el cuore hay que tener”.
De manera súbita, el
canto cesó, y los últimos ecos del bandoneón parecieron flotar sobre la plaza,
mientras Marcelo Salvatierra pareció dejar caer a la mujer, sujetándola en el
último instante, antes de que cayera de espaldas sobre los adoquines, en un
último gesto de posesión. Ella abrió los ojos y vio la cara de él, recortada
contra el cielo plomizo de la mañana, sintiendo cómo su corazón quería escapar
de su boca, jadeando, sintiendo humedades olvidadas recorrer su interior. Sabía
lo que Salvatierra había hecho con ella, pero no pudo sino espetarle un “canalla”
en el que se entremezclaban el odio y el deseo. Durante unos instantes
permaneció así, sujeta por la mano del hombre, hasta que el hampón la
incorporó, dejándola de pie, jadeante, sudorosa, con rizos de pelo rubio
pegados a su frente. Marcelo Salvatiera la miró, con su perenne sonrisa burlona
y seductora bailando en la cara, ajustó el ala de su sombrero, lanzó la colilla
del cigarrillo con un gesto displicente y se encaminó silbando hacia las
escalerillas que conducían al patíbulo.
Tremendo... un placer. Imaginé pronto el final y, aún así, hube de terminarlo, no importaba tanto la historia como la imagen que logras crear. Lo dicho, un placer. Enhorabuena
ResponderEliminarMuchísimas gracias por leer mi relato. Celebro que te haya gustado. Un saludo.
ResponderEliminarParafraseando a Borges en la letra de su milonga: Alejo Albornoz murió como si no le importara. Impecable tu texto Andrés.
ResponderEliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=PflZWkVdE-U
Muchísimas gracias por leerme. Un placer que te haya gustado. Gracias.
EliminarGenial! He sentido cada nota de ese tango! Enhorabuena!
ResponderEliminar¡Muchas gracias, reina, que se me había pasado!
EliminarPor unos minutos me he sentido bailando y dominando a esa mina ,que gozada!! Te felicito,te superasde relato en relato.
ResponderEliminar¡Muchas, gracias, amigo, no sabes cómo me alegra que te haya gustado!
EliminarNo había leído tu tango. Un derroche descriptivo de una escena de ramal, pucho incluido, donde te regidas en los gestos para hacer, de un simple baile, una lección narrativa.
ResponderEliminarUn lujo leerte. Un beso