Adrián, con la
respiración entrecortada, contemplaba la pantalla de su ordenador. Los pezones
de Ana, enhiestos por la excitación, se agitaban frente a la cámara. Sus labios
carnosos dibujaron una sonrisa pícara. En su mano derecha sostenía un vibrador
de color rojo, su asistente, como a ella le gustaba llamarlo. Comenzó a
pasárselo con suavidad por el cuello, la barbilla, jugueteando con la punta por
toda su cara, hasta que el hombre no pudo más, “chúpalo, Ana, por favor”, y
ella asintió con una sonrisa, “como tú quieras, cariño, tú mandas”. Adrián
sintió un escalofrío cuando vio la boca de Ana abrirse lentamente y acariciar
el látex rojo con la punta de la lengua. Con estudiada parsimonia, la mujer introdujo
lentamente el grueso plástico en su boca, haciéndolo penetrar milímetro a
milímetro. Ana sabía que eso haría estallar en mil pedazos hasta el último
vestigio de autocontrol de Adrián, que empezarían los gemidos, las barbaridades
musitadas entre dientes, “así, chupa, ¿te gusta, eh zorra?, más adentro”, mientras
con una mano nerviosa bajaba la cremallera de su pantalón, buscando con
urgencia el pene erecto para comenzar a acariciarlo sin prisas, buscando la
prolongación del placer. Ana sacó el vibrador de su boca, y Adrián contempló
extasiado cómo ella comenzó a acariciarse los pechos con el plástico, “¿sabes
donde lo voy a meter ahora, cariño?”, reluciente y húmedo de su saliva. Los
ojos de Ana permanecían entrecerrados, la lengua asomaba entre sus dientes, con
aquella pequeña pieza díscola, torcida, que a él tanto le gustaba, “odio la
perfección, cariño, ese diente torcido te hace maravillosamente imperfecta”, y
ella se reía, “¿perderé mi encanto si algún día lo arreglo?”. Adrián desplazó
la cámara para que Ana lo contemplara, repantigado en la silla, masturbándose
sin quitar ojo de la pantalla. Ella se separó de la cámara, ampliando el ángulo
de visión para que el hombre se deleitara con el lento y sinuoso recorrido del
falo de plástico por su piel, abandonando los pechos, bajando con lentitud
exasperante hacia su entrepierna, apenas cubierta por unas bragas sucintas que él
imaginó humedecidas, pegajosas.... Adrián sintió que su deseo viajaba por el
ciberespacio y se transmitía al falo de látex, y gimió cuando Ana apartó hacia
un lado el breve triángulo de tela que cubría su sexo. La velocidad de la mano
que aferraba su pene aumentó. Ana lo miró con la sonrisa que siempre hacía
tambalear sus últimas resistencias, “dale fuerte, cielo dale, mira cómo me
pones”, mientras la punta de plástico del falo se posaba sutil sobre su
empapada vagina. Adrián la contemplaba con los ojos entrecerrados, la cabeza
caída hacia atrás, gimiendo sin control. Abandonado a su propia excitación,
durante unos breves instantes achacó el cambio en la expresión de Ana a un
espasmo de placer provocado por el vibrador, pero esa idea desapareció cuando
un rictus de dolor desfiguró la cara de la mujer, que dejó caer el falo de
látex al suelo y se llevó las manos al pecho mientras boqueaba con ansia,
buscando un aire que parecía no llegar a sus pulmones. Adrián contempló cómo la
mujer se ahogaba, mientras seguía masturbándose por inercia, hasta que
contempló su mano subiendo y bajando por su pene, como si fuera otro quien
estuviera haciéndolo. Dejó la mano quieta, mientras veía a la mujer que buscaba
aire desesperada, agitándose en el sillón, agarrada al borde de la mesa.
Adrián, por fin, reaccionó. Sus manos volaron hacia el teléfono inalámbrico que
tenía al lado. 112. Emergencias. No había marcado el primer número cuando el
hombre apareció al lado de Ana, “¡Cucú, hola, Adrián!” Su cara familiar, con la perilla cuidadosamente recortada,
apareció al lado de la mujer, dibujando una sonrisa burlona que no cuadraba en
absoluto con la dramática urgencia del momento. Adrián gritó, y el teléfono
cayó al suelo. El hombre, de una manera que le recordó a un pésimo y
sobreactuado actor de teatro, se inclinó en una parodia de reverencia.
“Perdón, perdón, veo
que te he asustado, Adrián. Bueno, en vista de las circunstancias creo que me
puedo permitir tutearte, ¿verdad? Vale, me tomo tu silencio como un sí... El
caso es que vamos a tener una charla
informal, aunque más que una charla va a ser una especie de monólogo. Tranquilo, tranquilo, no te
alborotes, lo de Ana está bajo control. Sabes que soy médico. Claro que sí. Me
conoces. Soy ese señor que sonríe feliz del brazo de Ana en esa foto que puedes
ver en la pared. Su marido. Fernando. ¿Cómo dijiste una vez? Ah, sí, “menuda
pinta de gilipollas tiene tu marido, cielo”, y Ana, “va, no seas malo, no es
mala gente”, y tú, entre risas, “un gilipollas con suerte, cariño”… Pues ese soy yo. El gilipollas. Lo que igual
ya no te cuadra tanto es que yo te conozca a ti, pero ya ves, letrado, al fin
descubrí vuestro pequeño secretillo, vuestras sesiones vespertinas de vídeo,
por así llamarlas… Ah, sí, lo de Ana. Como te he dicho, está todo bajo control,
aunque no de la forma que tú piensas. Verás, Ana va a morir. Veo que estáis
sorprendidos… Bueno, a Ana se le nota menos, está demasiado ocupada agonizando,
y no es muy agradable, te lo puedo asegurar. Es sorprendente la velocidad con
la que este veneno actúa, y los efectos son muy curiosos. Así por encima,
causan un colapso del sistema respiratorio, pero no demasiado intenso, de tal
manera que la víctima nota la misma sensación que un submarinista que consume
todo el aire de su botella y nota que el aire empieza a llegarle a los pulmones
cada vez en menor cantidad. Como ves,
Ana sigue respirando, aunque ella nota que se ahoga. Te anticipo que todo esto
derivará en un ataque al corazón dentro de unos cinco o diez minutos, pero no
anticipemos acontecimientos. Veo que estás volviendo a coger el teléfono… Antes
de que marques un número, escucha, por favor. Como te he dicho antes, Ana va a
morir. Es posible que si avisaras ahora mismo a Emergencias pudieran salvarla,
siempre y cuando se dieran mucha prisa, pero en ese caso, si yo te viera marcar
un número, incluso si te viera apagar la pantalla, depositaría en la preciosa
boquita de mi mujer una cantidad de veneno que anticiparía el ataque del que te
he hablado antes. Si quieres prueba a hacerlo, creo que ella te lo agradecería.
En confianza, no lo está pasando bien. En fin, que lo de Ana es irreversible.
No puedes hacer nada por ella, y es ahora cuando te pido que me prestes toda tu
atención. Tengo que hacerte una proposición, o más bien plantearte una
disyuntiva, digamos… moral. Siento hablar tan deprisa, pero a partir de que Ana
muera, y entre nosotros, no tardará demasiado, el tiempo contará. Verás,
durante una breve temporada estuve tentado de incluirte en el plan de
envenenamiento y veros agonizar a los dos, pero deseché ese plan. Primero, por
demasiado complicado, los riesgos eran muy elevados, y segundo porque, en
realidad, no tengo nada contra ti. Analizando mis sentimientos, llegué a la
conclusión de que solo quería ver muerta a mi adorada mujercita. Supongo que
ahora es cuando te preguntas tu papel en esta pequeña escenografía que he montado.
Bueno, lo de “pequeña” es relativo, claro... Si tuviéramos más tiempo te
explicaría lo complicado que ha sido planearlo todo para llegar a este punto en
el que estamos. Quizás más adelante… Bien, verás, como te he dicho antes no
deseo verte muerto, pero lo cierto es que me apetece castigarte por tu papel en
esta tragedia amorosa. Como muy bien te dijo Ana en una de vuestras sesiones,
me encanta jugar, oh, sí ¿cómo decía? “se deja medio sueldo jugando al póker
con sus amigotes, todos medio borrachos, bebiendo whisky”… Cosas así. Ella lo
ha esgrimido siempre como una de las causas de su aversión hacia mí, aunque eso
sería muy discutible, claro, pero lo cierto es que sí, que me encanta el juego.
Y sobre todo, me encantan las apuestas a doble o nada. El riesgo máximo. Y ahí
es donde entras tú. Quiero apostar contigo. Una apuesta elevada, mi libertad
contra tu conciencia. Dramático, ¿eh? Sí, confieso que a veces soy un poco
histriónico. De hecho, te voy a confesar que he ensayado este pequeño discurso
para que quede perfecto. Otra de mis debilidades. En fin, te lo voy a explicar
rápido, porque Ana se nos muere, como vulgarmente se dice, a chorros, y quiero
que tengas tiempo para pensar. Allá voy, Adrián, escúchame con atención. Como
los tres sabemos, Ana no va a salir viva de esta habitación. Aquí la tenemos,
desnuda, sentada en su cómodo sillón, aunque ahora no lo sea demasiado, frente a la pantalla del ordenador, su
“asistente” caído en el suelo, intentando llamarte mientras agoniza. ¿No te
resulta curioso cómo suena tu nombre pronunciado por una moribunda que no puede
respirar? En fin, que no le queda mucho. Como ya te he dicho antes, no puedes
salvarla. Y aquí es donde entra nuestro pequeño juego. Es fácil, aunque supongo
que el horror y la sorpresa no te dejan razonar con claridad. No te preocupes,
yo te lo explico con claridad. Veamos tus opciones. Si llamas a la policía o
apagas la pantalla, Ana muere. Ellos llegan, encuentran el cadáver sentado
frente al ordenador la webcam enfocada a su cuerpo desnudo, su “asistente” de
látex a sus pies, “joder con la señora, menuda fiesta se estaba pegando”, “no
se ría, sargento, esto es serio”, etc… Posiblemente
tú habrás apagado la cámara, pero ahí es donde yo entro en acción, porque me
encontrarán sentado tranquilamente en un sofá, fumando un cigarrillo, resignado
a mi suerte, “buenos días, agentes, permítanme que les explique la situación”…
Habré perdido, pero claro, hablaré, y tu nombre saldrá a la luz. Mal
asunto. Eres un tipo ambicioso, Adrián.
Abogado brillante, próximo aspirante a juez… Un triunfador. Nada que ver conmigo,
“Fernando es un medicucho sin ambiciones, se ha estancado en ese piojoso
hospital”, que te decía Ana, aquí cada vez menos presente… Supongo, bueno, en realidad estoy seguro, que
no te beneficiará demasiado que tus sesiones con mi adorable mujercita se hagan
de dominio público. Vaya, veo que te sorprendes… ¿No lo sabías? Ana grababa
todos los vídeos. Sí, todos.. Confieso que me reí cuando te pusiste la ropa
interior de tu mujer, aquello me encantó, “oh, cariño, que culito te hacen esas
braguitas, me estás poniendo muy cachonda”… Y tu voz de falsete era realmente
impagable, de verdad. Ay, esta Ana, lo que no consiga… En fin, que todos los
vídeos están en el disco duro del ordenador, en una carpeta nombrada, en un
derroche de originalidad, “Varios”. Qué atolondrada esta mujer, qué poco
cuidadosa… Como te decía, Adrián, la policía irá a buscarte. No como inculpado,
obviamente, pero tendrás que declarar en el juicio, y tus pequeñas sesiones con
mi mujer saldrán a la luz. Ya imagino al juez, “señor Garrido, conteste, por
favor ¿es cierto que participó usted con la finada en sesiones de sexo
cibernético?”. Ya te digo, mal asunto. Supongo que podrías conseguir que en el
juicio los vídeos no se exhibieran, pero el caso es que he contratado a alguien
que haría llegar esos vídeos a tu mujer, a los socios de tu bufete, a tus
clientes… Ufff, ahora mismo no recuerdo todos los nombres, pero créeme, la
lista es amplia. ¿Te imaginas a tus amigos mirando los vídeos en sus móviles, y
comentando lo bien que te sentaban aquellas braguitas rosas? Resumiendo, tu
matrimonio, tu carrera y tu reputación al garete, y Ana muerta. Tú única
compensación será mi encarcelamiento. Resultaría deliciosamente paradójico que
toda tu vida se fuera al traste por encarcelarme, tú que has dedicado
tantos y esfuerzos para librar de la
cárcel a tus clientes… Pero no quiero influir en tu decisión, Adrián. Tú
tendrás que valorar el nivel de tu odio hacia mí, y si te compensa arruinar tu
vida para que yo pague por mi crimen. Y ahora vamos con tu otra opción. En
realidad hay muchas otras, pero todas son derivadas de las dos que te ofrezco
ahora, son como ramificaciones secundarias, para entendernos. A lo que iba, tu
segunda opción… No me denuncias. Yo no voy a la cárcel, y mi crimen queda
impune. Si esa es tu elección, apagaré el ordenador y trasladaré a Ana a la
cama en cuanto muera. Todo quedará como el fatal desenlace de un ataque al
corazón mientras Ana jugueteaba a solas con su “asistente”. Como ella te
explicó en una de vuestras charlas, en su familia hay antecedentes de dolencias
cardiacas, y ella misma fue tratada de arritmias en su juventud. Nadie se
sorprendería demasiado. Un médico amigo certificaría su muerte y, en atención a
los escabrosos detalles de su fallecimiento, me ahorraría la penalidad de una
autopsia innecesaria. Es más, aunque la hicieran, no encontrarían nada. Como ya
te he dicho, este veneno es realmente curioso… No creo que nadie sospechara de mí. Ana no
tenía dinero, solo el que yo aportaba con mi trabajo, y no voy cobrar ningún
seguro de vida ni nada parecido. Ana estaría muerta, como en tu primera opción,
solo que yo eliminaré los archivos del disco duro del ordenador de Ana. Claro,
tendré una copia, pero hoy por hoy no tengo previsto usarla contra ti, a no ser
que me vuelva loco en algún momento de mi existencia. Supongo que deberás vivir
con esa espada de Damocles suspendida sobre tu cabeza el resto de tus días… Con eso, y con el peso de tu conciencia.
Habrás dejado libre al asesino de Ana, libre para siempre. Deberás poner en un
platillo de la balanza a tu familia, tu carrera, tu futuro, y en el otro la
libertad del asesino de Ana y la incertidumbre de la que te he hablado antes.
No sé si esta metáfora es muy afortunada, pero tú me entiendes, ¿verdad? Si
eliges esta segunda opción, los dos podremos seguir con nuestras vidas, tú en
tu papel de abogado brillante con un rutilante porvenir, y yo con mi rutinaria
existencia como médico. Anodina, que diría Ana. Siempre fue buena escogiendo
palabras, lo reconozco. Pero espera, vaya, creo que Ana definitivamente nos ha
dejado. Según lo previsto. Ataque fulminante al corazón. No llores, hombre, un
poco de dignidad. Aunque, ahora que lo pienso, yo también lloré cuando descubrí
vuestro pequeño secretillo. Qué sensibles somos, ¿verdad? Va, reponte, Adrián, la
cosa ya no tiene remedio y hay cosas que hacer. Como comprenderás, no me es
demasiado grato estar aquí al lado del cadáver desnudo de mi mujer. Además, mi
plan está calculado milimétricamente. Como te dije antes, no ha sido fácil.
Debo preparar el escenario para encontrar a mi mujer muerta en la cama, porque tu
expresión me dice, amigo Adrián, que ya has tomado una decisión, ¿no? Para mí
supondrá algo de ingrato trabajo, pero también la libertad y la impunidad. Y
tú, pues a seguir con tu meteórica carrera hacia el estrellato de la
judicatura. No te preocupes, nuestro secretillo quedará entre nosotros… de
momento. Ah, por cierto, no sé si te habrás preguntado cómo envenené a Ana…
Bien, ese ha sido, y perdóname la inmodestia, un toque magistral. Podría haberlo hecho de muchas formas,
impregnando la pasta de dientes, echando unas gotitas en la leche de la nevera,
en el bizcocho del desayuno… El veneno habría actuado igual de bien, es muy
potente, pero viendo vuestros vídeos di con la guinda a este asesinato. La
verdad es que la forma que elegí para envenenarla llevaba implícita cierta
dosis de incertidumbre, pero como ya sabemos, me gusta jugar. Veo por tu cara
que vas cayendo… Sí, Adrián, aunque el asesino soy yo, quien empujó a Ana a la
muerte fuiste tú. “Chúpalo, Ana, por favor,
chúpalo”… Adiós, Adrián.”.
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