EL CADÁVER DESAPARECIDO
Ángela buscaba en el
bolso las llaves para abrir la cancela de su casa cuando el viejo la abordó.
-Señora Prófumo…
Ángela Prófumo se giró
para contemplar al anciano que la había interpelado con timidez, casi en un
susurro. Vestía un traje barato y desgastado por el uso, que contrastaba con la
engañosa sobriedad del caro vestido de la mujer. Calculó que el hombre sería
unos diez años mayor que ella, aunque dio por sentado que la vida no le había
tratado tan bien como a ella. Las arrugas de su rostro, su rala barba blanca,
las ojeras, todo el conjunto del anciano daba una sensación de solitaria
decrepitud, de alguien que espera a la muerte con hastío e indiferencia. Desde
la altura de sus tacones, lo vio frágil, quebradizo. Su rostro le resultaba
vagamente familiar.
-Sí, soy yo. ¿Qué
quiere? –le contestó.
-¿No me reconoce?
-La verdad, tengo la
sensación de haberle visto antes, pero no soy buena recordando caras. Si no le
importa, tengo algo de prisa…
El hombre fijó la
mirada en el rostro de Ángela, contemplando durante unos segundos el agraciado
rostro de la mujer, y constató que los años no habían disminuido su belleza. La
señora Prófumo, a sus casi cincuenta años, seguía siendo, como vulgarmente se
dice, una mujer de bandera. Mucho gimnasio, mucha dieta, y sobre todo, mucho
dinero. Una vida plácida, sin preocupaciones, sin remordimientos… Ángela abrió
la boca para romper el incómodo silencio, pero el anciano habló antes.
-Soy el inspector
Galindo. Perdón, perdón –dijo, moviendo las manos en el aire como si
rectificara-, el exinspector Galindo. Me jubilé hace años. ¿Le resulto ahora
más familiar?
Ángela, de manera
súbita, recordó, y durante unos instantes el estupor se adueñó de ella. El
inspector Galindo. Hacía ya más de veinte años que no lo veía. ¿Qué quería
ahora? Recompuso rápidamente su gesto y adoptó una actitud levemente burlona.
-Claro, inspector…
perdón, exinspector. Usted era el encargado de investigar la desaparición de mi
marido. Hace ya… ¿veinte años?
-Sí, señora. Veinte
años hizo hace un par de meses.
-Perdóneme por no
haberle reconocido. Los dos hemos cambiado, ¿verdad, inspector? Deje que le
llame así, me resulta difícil pronunciar “exinspector”. No le importa, ¿verdad?
Galindo rió, y una
miríada de arrugas se arremolinó en torno a sus ojos.
-Claro que no, señora
Prófumo, al fin y al cabo dicen que un policía lo sigue siendo hasta su muerte.
Inspector está bien.
-Bien –dijo ella-, así
nos entenderemos mejor. ¿Y a qué debo su visita, inspector Galindo? No me diga
que tiene más preguntas sobre la desaparición de mi marido... Bastante me mareó
hace veinte años. No se ofenda, pero me llegó usted a recordar al detective
aquel de la gabardina que salía por la tele…
Galindo volvió a reir.
-¡Ah, sí, el detective
Colombo! Sí, reconozco que llegué a ser muy pesado, la verdad.
Ángela le guiñó un ojo,
juguetona.
-Y un poco
impertinente, ¿eh, inspector?
Galindo enrojeció de
manera visible.
-Sí, señora, lo
reconozco también, el caso de su marido me obsesionó, y creo que en ciertos momentos
no me acabé de comportar con demasiada educación…
Ángela sacudió la mano
en el aire, con el gesto aceptado comúnmente para quitarle importancia a un
asunto.
-Bueno, no se preocupe,
estaba haciendo su trabajo –dijo-. Mire, me sabe mal tenerle aquí de pie. ¿Le
apetece un café? Así me explica con tranquilidad qué es lo que le trae por aquí
después de tanto tiempo.
-Se lo acepto, señora,
y no se preocupe, no la entretendré. Al fin y al cabo, solo quiero hacerle una
pregunta, que por supuesto usted será libre de responder o no. Como ya le he
dicho, hace años que dejé la Policía, así que este viejo jubilado no le buscará
más las cosquillas.
-Pues pase, inspector,
yo también tengo curiosidad por escuchar esa pregunta, después de veinte años.
Ángela acabó de abrir
la cancela, y apartándose franqueó el paso a Galindo. Juntos, atravesaron un
pequeño caminito de piedra que llevaba hasta la casa, lujosa pero sin
ostentaciones de nuevo rico. Con clase, como ella, pensó... Cuando llegaron a
la puerta, Ángela la abrió, y precedió al inspector, atravesando un amplio
vestíbulo hasta llegar a una puerta que daba a una cocina, que al viejo
expolicía se le antojó más grande que el cuchitril donde vivía. Ángela preparó
el café con gestos gráciles y eficientes. Cuando tuvo las tazas llenas, lo
colocó sobre una bandeja y, haciéndole un gesto con la cabeza al anciano, lo
condujo hasta una salita, una especie de biblioteca con una mesita de madera y
varios sofás alrededor. Los dos se sentaron y, durante unos segundos, saborearon
el café. Ángela encendió un cigarrillo, expelió una larga columna de humo y
miró fijamente al expolicía, que parecía encogido en su asiento.
-Bueno, inspector,
usted dirá…
El anciano la miró,
sonriendo, con la taza de café a unos centímetros de su boca.
-¿Cómo lo hizo, señora
Prófumo?
El desconcierto, esta
vez mezclado con un gesto de hastío, se apoderó nuevamente de Ángela Prófumo.
-Por favor, inspector…
¿otra vez? ¿De verdad? ¿Sigue creyendo que yo maté a mi marido?
El viejo sorbió su
café, apurándolo. Dejó la taza sobre la mesa.
-Por favor, señora
Prófumo, déjeme hablar. Verá, no es que lo crea, es que siempre he estado
seguro. Sé que usted lo hizo. No me pregunte por qué, pero estoy seguro. Desde
el primer momento. Usted lo mató, en algún momento de las Navidades de hace
veinte años, y ocultó el cuerpo de su marido de una manera tan inteligente que
no pudimos descubrirlo. Ni la más mínima evidencia. Pero sé que lo hizo. Verá,
no busco justicia, ni venganza. Simplemente es curiosidad. Llevo veinte años pensando
en este caso, en qué se me pudo escapar, y ni siquiera jubilarme me ha librado
de esta obsesión. El crimen ha prescrito, está usted a salvo, y además le doy
mi palabra de honor de que lo que usted me diga no saldrá de aquí. No sentía,
ni siento, simpatía alguna por su millonario marido, que en paz descanse.
Además, soy un caballero –Galindo esbozó una reverencia patosa con las manos-,
le aseguro que no delataré a tan bella asesina.
Ángela, ante la última
frase del anciano, estalló en carcajadas. Cuando acabó de reír, miró al viejo
con simpatía, sonriendo.
-Inspector, debo
reconocer que su humor ha mejorado con el tiempo –dijo-. Sé perfectamente que
el crimen ha prescrito, y voy a satisfacer su curiosidad. Efectivamente, yo
maté a mi marido, por motivos que no vienen al caso, pero que obviamente
tuvieron que ver con sus muchos millones y sus demasiados años. Pero a usted lo
que le interesa es dónde oculté el cuerpo. ¿Aceptaría otra taza de café de esta
asesina?
-Por supuesto –dijo Galindo,
guiñando un ojo-, me arriesgaré a acabar envenenado, total, tampoco me queda ya
mucho tiempo, y sería un buen precio para satisfacer mi curiosidad…
-Tranquilo, inspector,
sé que no me delatará. Se lo voy a explicar –dijo Ángela, mientras rellenaba de
nuevo las tazas-. Verá, decidí envenenar a mi marido. Sí, ha acertado usted,
fue el veneno, nada de sangre. La casa estaba llena de gente, invitados,
familia… Eso era un riesgo, pero al mismo tiempo me proporcionaba una estupenda
coartada. Claro, tenía que ocultar el cadáver en la casa, no podía salir por el
jardín arrastrando un saco enorme y saludando a las cámaras…
-Lo sabía –dijo
Galindo-. Pero… registramos la casa, no dejamos rincón sin mirar… analizamos
las cenizas de la chimenea… nada…
-Sí, sí, lo pusieron
todo patas arriba. Yo lo sabía, obviamente la beneficiaria de la fortuna de mi
marido sería la principal sospechosa, era muy evidente… y esta es la palabra
clave, “evidente”. Inspector… ¿ha leído usted “La carta robada”, de Poe?
-No, creo que no, lo
siento…
-Bueno, se lo explico
por encima. En ese relato, alguien oculta una carta comprometedora. Sabe que
van a registrar su casa de manera tan concienzuda como sus policías lo hicieron
con la mía, de manera que decide, simplemente, no esconderla, sino dejarla en
un sitio tan evidente que nadie pensará que pueda estar allí. Eso es lo que
hice yo con el cadáver de mi marido. No tenía demasiado tiempo desde que el
veneno lo mató, apenas media hora, pero fue suficiente para esconderlo de
manera que nadie, ni siquiera un policía inteligente como usted, lo
descubriera. Luego, durante todos estos años, he pensado que en realidad fue un
enorme riesgo, pero… ¿qué es la vida sin una cierta sensación de peligro?
Galindo la miraba, con
una expresión que mezclaba la admiración y la estupefacción.
-¿Dónde lo escondió,
señora Prófumo?
Ángela dio un último
sorbo a su café, apagó su cigarrillo en el cenicero y miró, burlona, al anciano
expolicía.
-Verá, inspector, sus
hombres hicieron un buen trabajo, registraron la casa de una manera metódica,
científica, muy profesional, pero lo
cierto es que ninguno de ellos, ni tan siquiera usted, le prestó la más
mínima atención a un muñeco de Papá Noel que colgaba del balcón de la
biblioteca…
Muy bueno compadre,me gusta.
ResponderEliminarJe je, un relato estupendo.!!!
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