El apagón sorprendió a Marta cuando comenzaba a enseñorearse de
ella la agradable laxitud premonitoria del sueño, y sus pensamientos se diluían
y mezclaban con la irrealidad onírica. Fue una simple cuestión de mala suerte.
Unos instantes más tarde, y la súbita irrupción de la oscuridad hubiera
encontrado a Marta plácidamente dormida, pero sus ojos no habían acabado de
cerrarse cuando los objetos desaparecieron de manera brusca para ser
sustituidos por una negrura densa, sin concesiones al más mínimo resquicio de
luminosidad. Marta sintió el viejo terror irracional, el espanto que se
agazapaba en su corazón y que ahora comenzaba a fluir, también negro y
oleaginoso, atenazándola, clavándola a la cama como si una mano invisible la
sujetara por el cuello, hundiéndola en lo que hacía unos instantes era un
cálido colchón y ahora se le antojaba una asfixiante mortaja. Se vio de nuevo
con siete años, encerrada en la taquilla
del vestuario, gritando, llorando acurrucada en el suelo, en la oscuridad,
horas después de que el eco burlón de los niños hubiera desaparecido, y los
diques cedieron. Lo intentó, buscó desesperada en su mente todos los mantras,
todas las pautas que le habían intentado inculcar. Pensó en su pequeño hijo,
que dormía plácidamente en la cunita de su habitación y que aquella misma
mañana había empezado a gatear. Las risas, los aplausos, los besos… Intentó
relajarse, respirar profundamente, centrarse en la mañana, en el dormitorio
bañado de luz, en su marido abriendo la puerta de la calle al volver de la
fábrica. Apeló, desesperada, a la lógica. Nada había bajo la cama, lo había
comprobado antes de acostarse, como siempre. Solo unos plásticos que envolvían
la cómoda nueva y que habían dejado allí para tirarlos al día siguiente. La
puerta del piso estaba cerrada, protegida por dos sólidos cerrojos. También se
había cerciorado de que estaban bien encajados. La colcha bien ajustada entre
el colchón y la piecera, sin resquicio alguno por el que se pudiera escapar el
pie y quedar al descubierto, expuesto a la oscuridad. De nada sirvió. La niña
seguía allí, gritando, llorando, muerta de miedo, creyendo escuchar a cada
momento unos pasos que se aproximaban, los pies de algo monstruoso que abriría
súbitamente la puerta de la taquilla, enfrentándola a un horror sin límites.
Marta sintió que el corazón se le desbocaba, sin dejar de bombear
torrentes de pánico, mientras helados latigazos de puro terror recorrían su
espalda. Intentó encoger los pies y taparse la cabeza con la colcha, pero su
cuerpo no le respondía. Solo podía pensar en la luz, y se aferró con
desesperación a la idea de que en cualquier momento volvería a la habitación,
expulsando a la oscuridad con la misma brusquedad con la que ésta había
irrumpido en la estancia. La luz expulsaría a la negrura, al monstruo que se
agazapaba en el armario, a la criatura que en cualquier momento surgiría de
debajo de su cama para agarrarle los pies. Ahora, ahora… Marta escuchaba el
latido de su corazón, le parecía que se expandía por la habitación, ocupando
hasta el último rincón con su “bum bum” frenético. Intentó tragar saliva,
respirar, luchar por apaciguar las salvajes palpitaciones, por controlar el
terror…
El ruido bajo la cama la hizo gritar. Un chillido más propio de
una lunática que largaba amarras de los territorios de la cordura que de una
mujer dueña de sus actos. Sin darse cuenta, se encontró sentada en el lecho,
rodeada por la oscuridad. No tuvo fuerzas para repetir el grito cuando el
sonido se repitió. De manera inequívoca, provenía de debajo de la cama. Eran
los plásticos que iban a tirar el día siguiente. Algo los estaba moviendo. No
podía ser el viento. Las ventanas estaban cerradas. Algo reptaba y se retorcía
entre los plásticos. Pensó, quiso pensar, en un ratón, en algún pequeño roedor
que desaparecería en cualquier momento, pero lo que de lógico quedaba en su
mente desechó la idea en cuanto al crujir de los plásticos se superpuso otro
sonido, una espantosa caricatura de respiración, algo así como el jadeo burbujeante
de un asmático en una crisis. La respiración bestial de un ser que unos
instantes se alzaría frente a ella, mirándola con sus ojos rojos, abriendo una
boca desmesuradamente grande, erizada de colmillos afilados… Marta gritó, pero
el chillido se interrumpió nada más nacer, cuando un pinchazo en el corazón de
Marta tensó todo su cuerpo sobre la cama, para después proyectarla hacia atrás,
mientras una oscuridad todavía más densa la envolvía.
El marido de Marta nunca logró olvidar lo que vio en su dormitorio
cuando volvió de trabajar. Sus infrahumanos gritos de horror despertaron a todo
el vecindario. Seguía gritando enloquecido cuando los vecinos, tras forzar la
puerta de su piso, lo encontraron. Su mujer yacía boca arriba en la cama, los
ojos espantosamente abiertos, las manos contraídas y agarrotadas aferrando el
borde de las sábanas. Muerta. Muerta de miedo. Pero no menos horroroso fue lo
que encontraron debajo de la cama. Un pequeño cuerpo que, gateando, había ido a
enredarse en unos plásticos, muriendo asfixiado bajo el lecho.
Tremendo el desenlace. Me ha gustado mucho el tempo, cómo se sujeta la tensión. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarMuchísimas gracias por leerlo y por tu opinión, un saludo. Celebro que te haya gustado.
EliminarQué miedo me has hecho pasar. Muy bueno artista.
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