A Abraham Zapruder, un sastre con
cara de sastre de cincuenta y ocho años de edad, le dolía la mano. Hacía tiempo
que esperaba en su privilegiada posición, en lo alto de uno de los pilares
cercanos a la pérgola de la Plaza Dealey. Aguardaba, como gran parte de los
ciudadanos de Dallas, a John Fitzgerald Kennedy, y cada elevación del murmullo
de los ciudadanos, nerviosos y alterados ante cualquier sonido proveniente de
Houston Street, provocaba que de manera automática alzara la cámara para no
perderse la aparición de la caravana presidencial. Por fin, tras una sucesión
de falsas alarmas, el típico estruendo de las Harley Davidson anunció la
entrada en Elm Street de los motoristas que encabezaban la comitiva. Abraham respiró
hondo y volvió a levantar el tomavistas, intentando controlar su respiración
para estabilizar la máquina y que la película no saliera movida. Tras filmar a
los motoristas durante unos breves instantes, giró con rapidez el tomavistas y
volvió a enfocar la curva, frente al almacén de libros escolares. Tras unos
segundos de incertidumbre, el Lincoln Continental donde viajaba el Presidente
tomó la curva con pausada majestuosidad. A Zapruder le recordó, por la forma en
la que casi parecía deslizarse por el asfalto, al lento navegar del barco en el
que había llegado a América más de cuarenta años atrás. El hombrecillo de las
gafas redondas, el emigrante huido de la Rusia revolucionaria, pensó en la
historia que le contaba su madre cuando era pequeño, sobre la ocasión en la que
había visto de lejos la comitiva del Zar en un viaje a Moscú. Y allí estaba él,
a miles de kilómetros, mirando a través de la lente de su tomavistas al hombre
más poderoso de la más poderosa de las naciones. No obstante, durante unos
brevísimos instantes, no fue el saludo del Presidente, o su sonrisa, o el
vestido de Chanel que lucía Jackie lo que llamó su atención, sino un niño de
pantalones rojos y camisa blanca que corrió en paralelo al coche de Kennedy
durante un par de metros, antes de quedarse parado sobre el césped de la plaza.
Abraham no asoció el primer
estampido a un disparo. Pensó, como muchas otras personas ese día, en un
petardo, o en la explosión de la rueda de un coche. Estaba maldiciendo
mentalmente al letrero que durante unos instantes le tapó la visión de la
limusina cuando sonó la segunda detonación. Cuando el cartel desapareció y el
coche volvió a aparecer en el visor de su tomavistas, observó estupefacto cómo
el Presidente y el Gobernador Connally se retorcían en sus asientos, como
zarandeados por una mano invisible. El brazo de Abraham se tensó, y en uno de
los revoloteos inexplicables de la mente humana en una situación de tensión, el
sastre agradeció que esa tensión le ayudara a mantener el tomavistas estable en
su mano.
Cinco segundos. Una fracción de
tiempo que normalmente se desliza de manera intrascendente por la Historia,
pero que a Abraham Zapruder, aquel día de noviembre de 1963, se le antojó una
eternidad. El mundo pareció frenarse, avanzar al ralentí, como si imitara el
lento avance de la limusina presidencial, mientras Jackie, la Primera Dama de
sonrisa deslumbrante que enamoraba a América, pasaba un brazo por encima de los
hombros de su marido, como si en lugar de un balazo fuera víctima de una
indisposición repentina. Cinco segundos inacabables en los que el desconcierto
se adueñó del público de la plaza Dealey, congelando los aplausos, convirtiendo
las risas en muecas de estupor, transformando a los ciudadanos que vitoreaban a
Kennedy en autómatas sin alma súbitamente desconectados a la vez. Abraham
sintió que hasta la brisa se paralizaba, y un atronador silencio se apoderaba
de la plaza. Fue entonces cuando sonó la última detonación y el lado derecho de
la cabeza del Presidente se volatilizó en una macabra lluvia de fragmentos de
hueso, sangre y trozos de cerebro. De manera súbita, el tiempo pareció querer
recuperar su velocidad habitual, e incluso a superarla, como si fuera una
bobina de cine manejada por un operario inexperto, y a Abraham le pareció que
todo discurría a una velocidad disparatada. El escolta trepando a un estribo
del Lincoln, Jackie gateando desesperada por la parte trasera del coche, el
conductor acelerando en medio de los gritos histéricos de la gente… todo se
tiñó de vértigo, de prisas y de confusión.
Abraham Zapruder tuvo la
impresión de que jamás podría bajar el tomavistas, como si estuviera hechizado
por el monótono ronroneo de la máquina, prisionero de aquel momento terrible
que solo él había podido filmar. Por fin, apelando a toda su fuerza de
voluntad, detuvo el tomavistas y lo dejó caer laxo a lo largo de sus piernas,
mientras permanecía parado mirando estúpidamente la calzada vacía. Durante los
años venideros le preguntarían hasta la saciedad cómo había vivido esos
momentos, hasta el punto de convertir sus respuestas en una sucesión de tópicos
repetidos con desgana. Jamás dijo que en aquellos momentos, cuando fue
consciente de lo que había pasado, solo pudo pensar en el niño de los
pantalones rojos y la camisa blanca, y en cómo se habría sentido cuando vio la
cabeza del presidente estallar como una sandía madura.
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