Tiburón. Así le
llamaban todos, y desde el primer momento en que lo vi supe que pocas veces un
mote estaría más justificado. “Ten cuidado con el Tiburón”, me dijeron. Esa
advertencia, musitada por el operario que me enseñó mis funciones en el
almacén, condicionó también mi percepción de aquella gigantesca nave, que desde
ese preciso instante se me antojó una pecera enorme, un ecosistema marino por
donde pululaba incansable una multitud de especies subacuáticas, cada una con
sus características, funciones y formas de moverse. Todas ellas, sin embargo,
tenían un nexo común: intentaban evitar al Tiburón, o, si no había más remedio,
se acercaban a él tomando todas las precauciones posibles, con los sentidos
excitados al máximo para escabullirse ante la más mínima señal de alarma. Los
ataques del Tiburón eran tan certeros como imprevisibles y aleatorios. Su
sonrisa, o la mueca que la sustituía, resultaba tan intimidante como la de los
escualos con los que se le identificaba, y su mirada torva, maligna, esparcía a
su alrededor una sensación de peligro que asfixiaba a los pececillos como si
unos invisibles y pegajosos tentáculos los sujetaran.
Vi al Tiburón en acción
mientras los operarios del turno de noche entrábamos en el almacén,
agolpándonos en un pasillo angosto, donde se mezclaba durante unos instantes la
resignación de los que entrábamos en la helada nave con la perspectiva de ocho
horas de trabajo por delante, y la efímera euforia de los operarios del turno
de tarde que marchaban a buscar la cena, la televisión y la cama que les sacara
el frío del cuerpo. Nunca supe cómo empezó la pelea, y si guardo un recuerdo de
ella fue porque, de manera casual, se desarrolló a mi lado. Fueron breves
segundos, durante los cuales tuve la sensación de que el pasillo se inundaba, y
el banco de peces se movía de forma perfectamente sincronizada, aislando al
Tiburón y a su víctima. El desgraciado era un colombiano con la cara llena de
cicatrices, un tipo alto y de aspecto intimidante que se encaró con el depredador
por alguna nimiedad. La respuesta fue salvaje, un cabezazo en la nariz y una
rapidísima sucesión de puñetazos, los brazos tatuados moviéndose de manera
vertiginosa, que acabaron con el pobre
tipo en el suelo, a mi lado. Tragué aire, pero tuve la sensación de que solo me
entraba agua salada y espumeante, mezclada con sangre. De manera tan súbita
como había comenzado, el torbellino se calmó, el pobre tipo limpió de sangre su
cara cortada y el flujo de pececillos que entraban y salían se reanudó.
Era un depredador de barrio, carne de calle,
curtido en cientos de peleas a pie de asfalto, el despiadado resultado de la
constante lucha por la supervivencia en las ciudades dormitorio. Cazar o ser
cazado. El Tiburón, obviamente, eligió lo primero: batidas de caza entre los
bloques impersonales, inmensas colmenas minúsculas donde se hacinaban las
familias de trabajadores lamiéndose las heridas del cansancio, el hastío y la
desesperación. Peleas por un palmo de terreno, pequeños robos, atracos a punta
de navaja a aterrorizados jubilados a los que les robaban las pensiones del día
de cobro, sin atisbo de piedad… Yo conocía bien el percal. Yo era de los
cazados. Había crecido oteando el peligro, vigilante, con un ojo en los juegos
callejeros y el otro en la esquina, siempre atento.
Me integré bien en el
cardumen del almacén, al fin y al cabo conocía la rutina. Incluso acabé perteneciendo
al pequeño grupo de pececillos a los que
el Tiburón otorgaba algo vagamente parecido a la amistad, aunque a mí más bien
me parecía un salvoconducto otorgado por un reyezuelo perdonavidas, una
tolerancia que tenía que ganarme día a día riendo sus bromas pesadas y
desviando la atención hacia otros peces.
Durante meses conviví
ocho horas diarias con el Tiburón, testigo mudo e impasible de su particular
reinado del terror, que de manera inexplicable parecía extenderse incluso a los
encargados y jefes, que miraban hacia otro lado y hacían la vista gorda ante
sus borracheras, sus accesos de furia y su particular tiranía sobre el resto de
los peces. Soporté con mi mejor sonrisa de cobarde superviviente sus
bravuconadas, escuché con fingido interés los relatos de sus delitos en su
barrio... En definitiva, me convertí en una más de las rémoras que sobrevivían
al amparo del Cazador.
Un buen día salí del
acuario como había entrado, sin armar demasiado alboroto, manteniendo un perfil
bajo, que se dice ahora. Un nuevo trabajo, nuevos pececillos y nuevas
costumbres. A veces pensaba en el Tiburón, en aquella extraña integración suya
en el mundo laboral, moviéndose a sus anchas en el almacén en lugar de estar
aislado como sin duda permanecían algunos de sus amigos de juventud. Un día lo
encontré, paseando por el mercado. El tiburón empujaba un cochecito de bebé, al
lado de su mujer. No me pareció tan agresivo fuera de la pecera, incluso mostró
hacia mí una extraña deferencia, una simpatía despojada de todo atisbo de
agresividad. Recuerdo que le hice unas carantoñas a su hijo, aunque mantuve
lejos las manos de su boca y de la inquietante sonrisa con la que me obsequió.
Muy bueno. Me ha gustado esa definición de ciudad dormitorio. He pasado casi toda mi vida viviendo en una, y ni siquiera me había dado cuenta de cómo era.
ResponderEliminarUna cueva tiene más personalidad que una de estas urbes.
Respecto a lo del tiburón...yo los veo más bien como morenas.
Muchas gracias, broda. Sí, igual tienes razón con las morenas, jajaja.
EliminarMuchas gracias, broda. Sí, igual tienes razón con las morenas, jajaja.
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