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1 de noviembre de 2016

Tiburón

Tiburón. Así le llamaban todos, y desde el primer momento en que lo vi supe que pocas veces un mote estaría más justificado. “Ten cuidado con el Tiburón”, me dijeron. Esa advertencia, musitada por el operario que me enseñó mis funciones en el almacén, condicionó también mi percepción de aquella gigantesca nave, que desde ese preciso instante se me antojó una pecera enorme, un ecosistema marino por donde pululaba incansable una multitud de especies subacuáticas, cada una con sus características, funciones y formas de moverse. Todas ellas, sin embargo, tenían un nexo común: intentaban evitar al Tiburón, o, si no había más remedio, se acercaban a él tomando todas las precauciones posibles, con los sentidos excitados al máximo para escabullirse ante la más mínima señal de alarma. Los ataques del Tiburón eran tan certeros como imprevisibles y aleatorios. Su sonrisa, o la mueca que la sustituía, resultaba tan intimidante como la de los escualos con los que se le identificaba, y su mirada torva, maligna, esparcía a su alrededor una sensación de peligro que asfixiaba a los pececillos como si unos invisibles y pegajosos tentáculos los sujetaran.

Vi al Tiburón en acción mientras los operarios del turno de noche entrábamos en el almacén, agolpándonos en un pasillo angosto, donde se mezclaba durante unos instantes la resignación de los que entrábamos en la helada nave con la perspectiva de ocho horas de trabajo por delante, y la efímera euforia de los operarios del turno de tarde que marchaban a buscar la cena, la televisión y la cama que les sacara el frío del cuerpo. Nunca supe cómo empezó la pelea, y si guardo un recuerdo de ella fue porque, de manera casual, se desarrolló a mi lado. Fueron breves segundos, durante los cuales tuve la sensación de que el pasillo se inundaba, y el banco de peces se movía de forma perfectamente sincronizada, aislando al Tiburón y a su víctima. El desgraciado era un colombiano con la cara llena de cicatrices, un tipo alto y de aspecto intimidante que se encaró con el depredador por alguna nimiedad. La respuesta fue salvaje, un cabezazo en la nariz y una rapidísima sucesión de puñetazos, los brazos tatuados moviéndose de manera vertiginosa,  que acabaron con el pobre tipo en el suelo, a mi lado. Tragué aire, pero tuve la sensación de que solo me entraba agua salada y espumeante, mezclada con sangre. De manera tan súbita como había comenzado, el torbellino se calmó, el pobre tipo limpió de sangre su cara cortada y el flujo de pececillos que entraban y salían se reanudó.

 Era un depredador de barrio, carne de calle, curtido en cientos de peleas a pie de asfalto, el despiadado resultado de la constante lucha por la supervivencia en las ciudades dormitorio. Cazar o ser cazado. El Tiburón, obviamente, eligió lo primero: batidas de caza entre los bloques impersonales, inmensas colmenas minúsculas donde se hacinaban las familias de trabajadores lamiéndose las heridas del cansancio, el hastío y la desesperación. Peleas por un palmo de terreno, pequeños robos, atracos a punta de navaja a aterrorizados jubilados a los que les robaban las pensiones del día de cobro, sin atisbo de piedad… Yo conocía bien el percal. Yo era de los cazados. Había crecido oteando el peligro, vigilante, con un ojo en los juegos callejeros y el otro en la esquina, siempre atento.
Me integré bien en el cardumen del almacén, al fin y al cabo conocía la rutina. Incluso acabé perteneciendo al  pequeño grupo de pececillos a los que el Tiburón otorgaba algo vagamente parecido a la amistad, aunque a mí más bien me parecía un salvoconducto otorgado por un reyezuelo perdonavidas, una tolerancia que tenía que ganarme día a día riendo sus bromas pesadas y desviando la atención hacia otros peces.

Durante meses conviví ocho horas diarias con el Tiburón, testigo mudo e impasible de su particular reinado del terror, que de manera inexplicable parecía extenderse incluso a los encargados y jefes, que miraban hacia otro lado y hacían la vista gorda ante sus borracheras, sus accesos de furia y su particular tiranía sobre el resto de los peces. Soporté con mi mejor sonrisa de cobarde superviviente sus bravuconadas, escuché con fingido interés los relatos de sus delitos en su barrio... En definitiva, me convertí en una más de las rémoras que sobrevivían al amparo del Cazador.


Un buen día salí del acuario como había entrado, sin armar demasiado alboroto, manteniendo un perfil bajo, que se dice ahora. Un nuevo trabajo, nuevos pececillos y nuevas costumbres. A veces pensaba en el Tiburón, en aquella extraña integración suya en el mundo laboral, moviéndose a sus anchas en el almacén en lugar de estar aislado como sin duda permanecían algunos de sus amigos de juventud. Un día lo encontré, paseando por el mercado. El tiburón empujaba un cochecito de bebé, al lado de su mujer. No me pareció tan agresivo fuera de la pecera, incluso mostró hacia mí una extraña deferencia, una simpatía despojada de todo atisbo de agresividad. Recuerdo que le hice unas carantoñas a su hijo, aunque mantuve lejos las manos de su boca y de la inquietante sonrisa con la que me obsequió. 

3 comentarios:

  1. Muy bueno. Me ha gustado esa definición de ciudad dormitorio. He pasado casi toda mi vida viviendo en una, y ni siquiera me había dado cuenta de cómo era.
    Una cueva tiene más personalidad que una de estas urbes.
    Respecto a lo del tiburón...yo los veo más bien como morenas.

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    1. Muchas gracias, broda. Sí, igual tienes razón con las morenas, jajaja.

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    2. Muchas gracias, broda. Sí, igual tienes razón con las morenas, jajaja.

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