Vengo a la barbería de don Paco
desde que tengo uso de razón. Al principio, mi madre me acompañaba. Me sentaba
en un asiento adaptado colocado en el sillón, mientras don Paco me ajustaba el
blanquísimo delantal al cuello. Ahora, mientras espero mi turno en la pequeña y
pulcra barbería, sonrío al recordar el miedo que sentí cuando vi por primera
vez a don Paco esgrimir su afilada navaja y dirigirse hacia mí sonriendo. Las
primeras veces seguía sintiendo ese miedo irracional, y mi madre me tenía que
calmar mientras sentía el cortante metal deslizarse por mi pelo, segando con
rapidez mis rebeldes guedejas. De manera progresiva, ese miedo desapareció, y
al cabo de un tiempo mi madre ya me enviaba solo a la barbería, con el billete
para pagar cuidadosamente doblado dentro de un bolsillo. Ahora, pasada ya la
frontera de los treinta años, sigo afeitándome y cortándome el pelo aquí. Es mi
pequeño placer semanal. Soy un hombre de costumbres, incluso reconozco que algo
aburrido, y adoro el ritual de llegar a la barbería, con sus olores inalterados
a potingues, colonias y lociones para después del afeitado que don Paco sigue
usando sin ceder ni un ápice a las nuevas tendencias. Eso no va con él.
La barbería sigue exactamente igual a como yo
la recuerdo cuando yo era pequeño. Los
dos sillones de confortable cuero, algo ajados por el tiempo, uno siempre vacío
–don Paco nunca ha tenido ayudantes ni aprendices-, el amplio espejo, la
estantería llena de frascos de colonia y masajes, las butacas donde los
clientes esperábamos nuestro turno, la mesita llena de viejos tebeos, diarios
deportivos y alguna revista picante que don Paco colocaba discretamente bajo la
pila para que los niños no tuvieran acceso a ellas, la puerta que da acceso al
pequeño sótano…
Los clientes son gente como yo,
hombres poco amantes de la novedad y de exotismos en lo que al arreglo capilar
se refiere. Nos conocemos todos. Algunos traen a sus hijos para que don Paco
les corte el pelo, como hacía mi madre conmigo. Me gusta charlar con ellos de cosas
insustanciales, de la jornada de Liga, del tiempo, de las pequeñas cuitas
diarias… Es un agradable preludio al acto del corte de pelo, o al afeitado, o a
ambas cosas. Un leve escalofrío de placer recorre mi cuerpo cuando don Paco
extiende los polvos de talco sobre el cuello del cliente tras el cual voy yo,
retira el mandil, cobra y aguarda a que yo me levante y ocupe mi sitio en el
butacón de cuero. Don Paco, por inercia, pregunta qué corte de pelo quiero. Yo
siempre le respondo lo mismo –como siempre, don Paco- y durante unos minutos me
abandono al hipnótico sonido de las tijeras y la navaja modelando mis cabellos.
Me gusta pensar que la barbería
de don Paco es un idílico paréntesis, una tregua que la vida me da en este
torbellino loco y frenético en el que se ha convertido el mundo, una especie de
viaje en el tiempo hacia los olores y sensaciones de mi infancia. En
definitiva, un ancla que me mantiene aferrado a tiempos más seguros, donde
todavía los sinsabores de la vida no me habían ni rozado. Los viejos y fieles
clientes de don Paco buscamos eso, la seguridad de que algo no ha cambiado, que
permanece invariable. Creo que el corte de pelo es una excusa para disfrutar
durante unos placenteros momentos de un refugio en el que nada cambia a lo
largo de los años.
No obstante, a veces nuestro
tranquilo reducto se ve alterado por la presencia de un advenedizo, de un
desconocido que, no se sabe por qué razón, ha ido a parar al establecimiento de
don Paco. Suelen ser hombres que han encontrado su barbería habitual cerrada, y
han acabado en la de don Paco. Normalmente los soportamos con estoicismo,
dejando caer sobre ellos el peso de nuestra indiferencia, que acaba por
sumirlos en un total mutismo. Otras veces, sin embargo, soportamos a un pesado
parlanchín que no sabe callarse. Como el de hoy. He coincidido con Tomás, uno
de los habituales, y hemos entrado juntos en la barbería. Y allí estaba él. Enfundado
en un impecable traje, encantado de conocerse, fanfarroneando en voz alta por
su teléfono móvil. Tomás y yo nos hemos sentado para esperar nuestro turno,
pero pronto hemos renunciado a nuestra charla ante el parloteo incesante del entrajado,
que esparcía por nuestro apacible reducto su cháchara insoportable y
estridente. Que García es un imbécil, que a Puri, la de Contabilidad, me la
estoy trabajando a base de bien, que a Hortelano le voy a hacer la cama hasta
echarlo a la puta calle, que estoy en una barbería como las de antes, sin
mariconadas, y que igual vengo todas las semanas…
Don Paco trabajaba sobre el pelo
del entrajado con resignada profesionalidad, pero ha sido ante la última
afirmación del insoportable cliente cuando ha dado un pequeño respingo. Con la
navaja en la mano, nos ha dirigido una mirada interrogatoria. Tomás y yo hemos
asentido con la cabeza, levantando los hombros, y antes de bajarlos don Paco ya
estaba cercenando con quirúrgico temple la garganta del plasta. Un leve
gorgoteo ha sustituido a su enojoso parloteo, mientras don Paco echaba hacia
atrás el sillón, giraba la cabeza del entrajado y colocaba debajo el cubo. Con
la sincronización que da la práctica, Tomás ha colocado el cartel de “Cerrado”
en la puerta de la barbería y yo he desenrollado el enorme plástico al lado del
sillón. Ni una gota de sangre ha manchado el cuero. En menos de cinco minutos
ya habíamos dejado el paquete en el suelo del sótano, junto con la pala, y
estábamos de nuevo en la barbería. Le he cedido gentilmente el turno a Tomás y
he cogido una vieja revista de la mesita, suspirando de placer mientras me
arrellanaba en la butaca. Lo dicho, no hay nada como mantener las viejas
costumbres…
Claro, como tu eres calvo y te afeitas con cuchillas deshechables, juegas con los sentimientos de las personas nornales...
ResponderEliminarMuy buen relato que hace que te sumerjas en la historia (hasta parece que podía sentir el olor a Floyd).
Enhorabuena, espero que te lleves un pellizquito.
ufff,impresionante¡¡esto se lo voy a leer a mi padre,que le traerá recuerdos...
ResponderEliminarMadre mía ,que recuerdos..a mi Don Paco siempre le decía lo mismo:a mi como al de la foto!y contestaba impasible:eso es muy difícil! Y terminaba cortandome el pelo como le venía en gana..con esa horrible y pequeña "v" en el cogote..y seguro que también tenía sótano.
ResponderEliminarEnhorabuena Andrés
Felicidades, me ha gustado mucho, vas mejorando como los buenos vinos.
ResponderEliminar¡Muchas gracias! Con retraso, como siempre, pero gracias.
EliminarEste es mi Andres ,que me hace sentir el filo de la navaja por el cuello y culebrillas por el estómago.Muy bueno .
ResponderEliminarViniendo de un gran lector como tú es todo un elogio. Muchas gracias, amigo. A ver si nos vemos pronto, que esta última vez no ha podido ser. Un abrazo.
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