El doctor Poch,
responsable del Proyecto Planeta 5, permanecía hierático e inexpresivo,
arrellanado en su confortable sillón frente a uno de los enormes monitores de
la sala 36 del Centro de Control de Experimentos Evolutivos. Parecía hechizado
por el parpadeo del cursor en la caja de la contraseña, justo en medio de la
pantalla. Por fin, como si un invisible hipnotizador hubiera chascado los dedos
liberándolo del encantamiento, suspiró largamente, se enderezó en su asiento y
tecleó la clave: MARY27P5. Instantáneamente, todas las pantallas de la sala
cobraron vida, mostrando con nitidez las imágenes que enviaban las cámaras de
la zona de experimentación y las naves de observación estacionadas a varios
kilómetros de altura sobre ella. El doctor Poch sonrió. Le gustaba el
experimento 27. Básicamente consistía en lo mismo que los otros 26, esto es,
abandonar en un planeta inhóspito a un numeroso grupo de presidiarios a los que
se les había borrado completamente la memoria, devolviéndolos a un estado salvaje
y primitivo, y estudiar su evolución, introduciendo algunas variables que
cambiaban en cada experimento. Más tarde o más temprano, los descendientes de
los presidiarios, tras miles de generaciones, llegaban al Punto de Colapso que
hacía inevitable la limpieza total del planeta y sus habitantes y el comienzo
de un nuevo experimento con un relevo de condenados y nuevas variables en sus
inicios. El motivo de su regocijo era que se había permitido una pequeña
travesura, relacionada con la variable Religión. Según el protocolo, tras unas
generaciones sin apenas intervención de los responsables del experimento, en
las que los presos se limitaban a cazar, pescar, recolectar y, en definitiva, a
sobrevivir en un ambiente hostil, se introducía el Elemento Religioso. En el
estado primitivo del grupo, cualquier cosa les proporcionaba un punto de
partida para desarrollar un embrionario concepto de la explicación sobrenatural
a su presencia en aquel inhóspito planeta. La travesura que tanto divertía al
doctor Poch consistía en ese catalizador inicial. Desdeñando las habituales
apariciones revestidas de mágica majestuosidad de algunos androides de las
naves de observación, acompañadas de un espectacular despliegue de luz y
sonido, él había optado por escoger un objeto salvado de la limpieza del
Experimento 26, uno de los que más se había desarrollado antes del habitual
Colapso Total. Un pequeño divertimento sin importancia, al fin y al cabo, pero
con un toque de originalidad que, dentro de la absoluta rigurosidad del experimento,
le proporcionaría algunos momentos de solaz para sobrellevar mejor la tediosa
contemplación del proceso evolutivo de los individuos. El doctor Poch ajustó
algunos parámetros, dictó algunas observaciones y se dispuso a observar…
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Ainui, con total
conciencia de su importancia como Sumo Sacerdote de la Diosa, encabezaba con
majestuosidad el cortejo que se encaminaba con parsimonia, entre cánticos y
danzas de los habitantes del valle, hacia la enorme gruta donde moraba la
deidad benevolente que les favorecería en una nueva temporada de lluvias. Unos
pasos por detrás de Ainui, también imbuidos de la solemnidad que la ocasión
requería y orgullosos del honor que se les había hecho, caminaban los elegidos para servir a la Diosa
y obtener su favor antes de que el agua comenzara a caer. Los dos desfilaban
ataviados con los trajes rituales, hechos a imagen y semejanza de las sagradas
imágenes que reposaban junto al cetro de la diosa en la habitación de los muros
mágicos. Los tejedores habían hecho un gran trabajo, y nada tenían que ver los
atuendos actuales con las burdas y lamentables imitaciones de antaño. Se había
conseguido imitar con bastante fidelidad los amplios ropajes de la Diosa, la
tela que llevaba al cuello y el tocado negro con flores de la cabeza. También
se notaba el esmero en la elaboración de la vestimenta del muchacho que
representaba al esposo de la diosa, con sus ropas negras ceñidas y la cara
tiznada con restos de madera calcinada por el fuego. Los dos portaban sobre sus
hombros los cetros sagrados. El del muchacho era prácticamente igual que el
original, un largo palo coronado por unos pelos tiesos que se habían podido
imitar bastante bien con delgadas lianas teñidas de negro. El cetro de la
muchacha era otra cuestión, ya que distaba mucho de parecerse al auténtico, expuesto
en toda su magnificencia dentro de la pequeña habitación de los muros mágicos. Ainui
pensaba que era ingenuo pretender igualar la sobrenatural perfección del
sagrado instrumento, por lo cual se daba por satisfecho con la pobre imitación
hecha con ramas de árbol y hojas de palma teñidas.
Por fin, la comitiva
llegó a la gruta que albergaba la habitación de los muros mágicos. El gentío
cesó en sus danzas y cánticos y entró ordenadamente en la inmensa caverna, iluminada
por la cientos de antorchas cuyas sombras danzantes producían un temor
supersticioso entre los congregados. La minúscula habitación de los muros
mágicos estaba en medio de la caverna, sobre un pequeño montículo de piedra.
Unos rayos de luz cenital, filtrados por unas aberturas en el techo de la
gruta, caían sobre el cubículo transparente, iluminando el cetro sagrado y las
imágenes de la diosa. Los habitantes del valle lo miraban arrobados de fervor
religioso. El largo palo curvado en un extremo y tallado con extrañas
inscripciones, las varillas brillantes que surgían de la parte superior,
sujetando un tejido negro y brillante como nadie había visto jamás. Ainui se
arrodilló frente a la habitación, tocando con las palmas de las manos el
material frío y transparente que protegía el cetro. Musitó las oraciones que se
habían transmitido de sacerdote en sacerdote, de generación en generación, luego
se volvió hacia los muchachos, que aguardaban entre él y la multitud, y levantó
las manos en alto para que comenzara la danza ritual. La muchacha levantaba su
cetro en alto, mientras el chico danzaba en torno a ella, imitando las
posiciones de las imágenes. Lo hacían bien, la diosa estaría complacida. Tras
el baile, el sacerdote los condujo tras el pequeño montículo donde descansaba
el cubículo, hasta el borde de la sima que los conduciría directamente al
servicio de la Diosa. El pueblo cantaba una letanía obsesiva, un crescendo que
pronto llenó hasta el último rincón de la caverna con una plegaria monocorde.
Tras un leve momento de vacilación, la pareja saltó, ella siempre con el cetro
en alto, en medio del rugido de satisfacción de la multitud.
Ainui estaba solo.
Todos se habían marchado, confiados en que la Diosa estaría satisfecha y la
temporada de lluvias sería favorable. Musitó una breve plegaria frente a la
habitación del cetro, y una vez más examinó, sin entender, los extraños signos
trazados en una placa de metal dorado. Los podría dibujar de memoria, pero le
resultaban ininteligibles:
PARAGUAS
USADO EN EL RODAJE DE LA PELÍCULA “MARY POPPINS”
MUSEO
DEL CINE DE SAN FRANCISCO
1964
Algún día la Diosa le daría el entendimiento
para interpretarlos, pero entretanto, solo cabía tener Fe… Salió caminando
despacio de la caverna, sintiendo, como siempre, aquellla extraña e inquietante
sensación de escuchar una carcajada sofocada en medio del aire denso de la
cueva.
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