Los delfines comenzaron a aparecer cuando faltaban unas treinta millas para llegar al pequeño puerto de la isla de Tabarca. Habíamos navegado durante horas desde Mallorca, y la excitación inicial de la travesía había dado paso a una apatía generalizada, contagiosa, que nos tenía a todos sumidos en un silencio terco que nadie se atrevía a romper. Jorge, que se había sentado en la proa, mudo e inmóvil como un santón, fue el que dio la voz de alarma, y todos acudimos en tropel, trastabillando y resbalando sobre la cubierta. La desidia obstinada que se había adueñado de nosotros desapareció, y se vio sustituida por un estado de febril excitación. Todos gritábamos a la vez, frenéticos, infantilizados de golpe ante la visión de aquellos esbeltos animales que nos acompañaban, surcando el agua a ambos lados del barco, cruzando de vez en cuando a escasos centímetros de la proa. Emitían unos cortos e intensos chillidos que nos hacían aplaudir de entusiasmo. El agua era transparente, límpida, y los delfines parecían flotar debajo de nosotros en un aire azul y húmedo, en una suerte de cielo paralelo e irreal que nacía efímero bajo la línea de flotación del barco. Mi felicidad era completa, como la del niño que saborea un polo de limón en la orilla de la playa en un verano sin fin. Pensé en Silvia (“esto tiene que verlo”), y me giré para ir a buscar mi teléfono móvil y hacer algunas fotos de los delfines, incluso algún vídeo corto. No llegué a dar ni dos pasos por la cubierta del velero cuando, de manera súbita, un pensamiento se adueñó de mi mente, de una manera vertiginosa e incontestable. No, no haría ninguna foto. Ninguna representación de los delfines nadando junto al barco, por buena que fuera, transmitiría las emociones que sentía dentro de mí, un estallido de felicidad que me hacía oscilar constantemente entre la risa y el llanto. Se lo contaría. Se lo explicaría en la cama, después de hacer el amor con el ansia inaplazable de la primera vez. Se lo narraría explicándole hasta el más mínimo detalle, cómo la piel de los delfines refulgía bajo el sol, cómo parecían sonreírnos, alborozados, contentos también de jugar con aquel objeto que surcaba el agua sobre ellos. Se lo contaría, abrazados, desnudos, con su cabeza apoyada en mi hombro y sus dedos trazando caprichosas y efímeras trayectorias sobre mi pecho. Le contaría cómo nadaban entre chillidos, cambiando de rumbo súbitamente, en décimas de segundo. Se lo explicaría con la voz calma que da el deseo saciado, oliendo su cuerpo, aspirando con ganas esa mezcla de olor a sudor, a un discreto resto de perfume, a nuestros fluidos entremezclados. Le contaría cómo los afilados morros de los delfines parecían abrir el mar, proyectando a ambos lados pequeños regueros de espuma. Se lo susurraría al oído, recorriendo con un dedo sus cejas, acariciando sus pechos, menudos y suaves, pasando la yema de los dedos por sus pezones oscuros, sintiendo cómo se endurecían paulatinamente. Le explicaría cómo pensé en ella, cómo la dicha de ese momento se engarzó de manera instantánea con su imagen en mi mente, y cómo la visión de los animales, juguetones e inocentes, me pareció un inmejorable augurio para un primer encuentro que, minutos antes, se me antojaba lleno de incertidumbres y dudas.
Seguía pensando en nuestra inminente reunión, ahora sí, barriendo de mi mente el desasosiego y la inquietud que se había empezado a extender por mi cabeza, como una mancha oleaginosa y pegadiza, desde que habíamos salido del puerto de Sóller el día anterior. Silvia y yo habíamos pasado meses de interminables conversaciones a través del chat del ordenador y de llamadas telefónicas. De ahí habíamos pasado, de manera inevitable, a fugaces y desesperados encuentros sexuales, viéndonos a través de la pantalla del ordenador o del teléfono, encuentros que indefectiblemente terminaban con nosotros sudorosos, exhaustos, desnudos en la cama o en el sillón frente al ordenador, con el placer del orgasmo reciente combinado con una creciente insatisfacción fruto de la inexistencia del contacto con la piel del otro. Mientras contemplaba cómo su pecho se agitaba, recuperando su respiración normal, sentía cómo la pantalla del ordenador se transmutaba de ventana que nos permitía acceder el uno al otro en una barrera que me impedía besar a esa mujer, acariciar sus pechos menudos mientras ambos nos sumíamos en una suave modorra, dentro de aquella habitación en penumbras de su casa insular, a cientos de kilómetros de la mía.
Y allí estaba, en un pequeño velero que había pedido desviar de nuestra travesía inicial de Mallorca a Barcelona (“no tenemos prisa, podemos ir a Tabarca, visitáis la isla, me dejáis allí y luego seguís viaje bordeando la costa”). Mis compañeros, navegantes entusiastas y con muchos días de vacaciones por delante, no pusieron ninguna objeción al plan, y menos cuando supieron de mi tartamudeante boca el motivo de que quisiera desembarcar en la pequeña isla. Rojo como un tomate, les expliqué lo del Silvia, y con un contundente “¡No se hable más, vamos a desembarcar a este náufrago voluntario en Tabarca!” quedó zanjado el asunto. La embarcación, ligera y muy marinera, surcaba con elegancia las olas, con la vela mayor y la génova desplegadas, aprovechando un viento de través que nos impulsaba a buena velocidad sin que necesitáramos la ayuda del motor. Los delfines habían devuelto a nuestros espíritus el inicial entusiasmo de la navegación, borrando de un plumazo la pereza y el aburrido abandono de una travesía sin complicaciones. El casi imperceptible flamear de las velas, la suave brisa, el inmenso mar azul que surcábamos sin complicaciones bajo un cielo despejado y claro, todo hacía que las preocupaciones y cargas que soportábamos en tierra firme se deslizaran por la popa y se perdieran en el mar, disueltas en la estela de espuma que la nave dejaba tras ella. Una gran sonrisa se dibujaba en nuestros rostros mientras seguíamos aplaudiendo con entusiasmo las cabriolas y piruetas de los animales.
Los delfines siguieron acompañando al barco un buen rato, justo hasta cuando la pequeña isla de Tabarca se empezó a recortar contra el cielo azul en la distancia, entre hurras y gritos de “¡Tierra a la vista!” de mis compañeros de viaje. Como si de una manera inexplicable comprendieran que su compañía ya no era una novedad, sustituida por la excitación que provocaba en nosotros el avistamiento de nuestro objetivo, nos obsequiaron con una última tanda de contorsiones y giros en el agua cristalina y desaparecieron bajo el velero, de manera tan súbita como habían aparecido. El viento seguía hinchando las velas, y la nave se deslizaba ágil hacia el noroeste de la isla, donde se encontraba el pequeño puerto en el que amarraríamos el barco. Me deslicé hacia el camarote donde tenía mi teléfono móvil. Comprobé que había cobertura y le envié un mensaje a Silvia, con una aproximación del tiempo que tardaríamos en llegar a puerto. No había prisa. Como casi todos los habitantes de Tabarca, vivía a menos de diez minutos caminando del pequeño puerto de la isla. Me esperaría allí. Hurgué en mi mochila y busqué una de las manzanas que había comprado antes de salir. Mi pequeño ritual. Encerrado en el camarote, mordí la manzana con gusto, sintiéndome como el Jim Hawkins de “La isla del tesoro” dentro del barril de manzanas, protegido y a la vez asustado de los peligros del mundo exterior. Casi había terminado la fruta cuando escuché el suave ronroneo del motor. Debíamos estar muy cerca del puerto, y mis compañeros ya habrían arriado las velas. Subí a cubierta y comprobé que, efectivamente, encarábamos a la mínima velocidad la amplia bocana del pequeño puerto de Tabarca. Usé mi mano como visera para protegerme del sol radiante que caía a plomo, y divisé a Silvia en el muelle. Llevaba un vestido azul que ondulaba levemente, movido por la pequeña brisa marina. Se había puesto uno de sus sombreros, como dejado caer sobre su mata de pelo indomable, en perpetua lucha con peines y cepillos. Conforme nos acercábamos al muelle, pude divisar su rostro, sus cejas expresivas, enarcadas de forma natural y perpetua, que con un apenas perceptible movimiento dotaban a su rostro de un aire de indefinido estupor, de sorpresa o de interrogación. Adoraba esas cejas, y un involuntario estremecimiento de placer anticipado recorrió mi cuerpo al pensar en mis dedos recorriéndolas, en mi boca besándolas. Silvia sujetó su sombrero, plantada sobre el muelle, y ahora ya podía ver su rostro anguloso, sus ojos marrones y su boca curvándose en una sonrisa que dejaba aflorar sendas arruguitas en la comisura de los labios. Me miraba fijamente, con aquella cara de brujita buena, o de payasita bondadosa que inflamaba mi corazón cuando la contemplaba.
Sentí las risas de mis compañeros cuando me vieron saltar con desesperación medio metro antes de que la proa del barco tocara el amarradero. Les lancé las amarras para que las afianzaran en las cornamusas del velero y, con un gesto de despedida, caminé, medio corrí, hacia Silvia, que seguía inmóvil a unos veinte metros de mí. “Tengo que contarle lo de los delfines. Le va a encantar”. Lloré de felicidad, lo achacaría al sol ardiente. Silvia permanecía inmóvil, con esa sonrisa que se extendía por su cara más que la de cualquier mujer que hubiera conocido. Sólo su vestido seguía ondulando, movido por los jirones de viento que jugaban caprichosos con la tela. Cuando llegué a su altura, enarcó aún más sus cejas, que se convirtieron en dos grandes signos de interrogación bajo el cabello que pugnaba por escapar del sombrero. Siguió inmóvil cuando pasé a través de su cuerpo limpiamente, sin oposición, dejándola atrás, sin más sensación que la de un olor a jabón limpio y a un rastro casi imperceptible de un perfume que ya jamás podría olvidar.
Genial.
ResponderEliminarUn cuadro. De Sorolla.
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