Los hombres esperan. Escucho el
sonido de sus pies golpeando el suelo para intentar combatir el frío. Han
aguardado, como siempre, mi orden. Necesitaban escucharla, sin asomo de
temblor, despojada de dudas, de incertidumbres. Pero al abrir la boca he
sentido que las palabras se quebraban en mi garganta, y he callado. Ahora estoy
aquí, escribiendo sentado sobre esta roca, dejando que el agua entumezca mis
pies. Dudando por primera vez, como un recluta que se mea de miedo mientras
escucha los alaridos del enemigo a punto de atacar. Mientras estoy aquí, con
los pies hundidos en el agua que se precipita por este torrente, quien sabe si
destinado a pasar a los anales de la Historia, dudo como si no fuera un
descendiente de los dioses, un elegido predestinado a momentos de gloria. Me
asusta más esta duda que la emoción que me hizo llorar ante la estatua de
Magno, el auténtico, no ese impostor, el hijo del Carnicero, que pasea
envanecido su barrigón y sus ínfulas por el Foro, pavoneándose de victorias que
ya casi nadie recuerda. Magnus... menudo chiste.
Dudo, porque me empujan contra
mis semejantes. Yo no he querido llegar a esto, pero si inclino la cabeza y me
someto, será mi fin, y posiblemente el fin de mi estirpe. Me juzgarán, y ya se
encargará n mis enemigos de que me
condenen. Esos politicuchos, esa caterva de ineptos que no ven más allá de sus
narices... Su ambición, su bienestar, sus jardines y juegos... No luchan como
hombres, se mueven sinuosamente, como serpientes, y cuando te descuidas te han
inyectado su ponzoña y mueres como un perro, sin gloria, sin honor. Me
sentenciarán, escupirán sobre mi cara y sobre la cara de mis antepasados, y de
nada valdrán mis esfuerzos, las noches sin dormir, las marchas de días, las batallas...
Me envidian, no soportan mis éxitos, me envidian y me temen, y ni siquiera el
hecho de que les haya liberado de quienes tantas veces han descendido por estos
mismos valles, matando, esclavizando, violando... ni siquiera eso les
contendrá. Me acusará ese anacronismo ambulante, ese viejo que pasea su
semidesnudez por las calles apelando a valores que se perdieron hace cientos de
años. O ese abogaducho , señalándome con ese dedo que nunca se ha manchado de
sangre, sino de tinta y cera de sus tablillas. No debo permitirlo. Y sin
embargo, dudo.
Miro hacia la otra orilla y sé
que una vez tomada la decisión no habrá marcha atrás. Arrastraré a mi pueblo a
otra guerra civil. Quebrantaré las leyes, ofenderé a los dioses, me convertiré
en un proscrito. Y si pierdo esta apuesta, puedo imaginar las consecuencias.
Ocultarán mis logros, sepultarán mi nombre bajo la inmundicia y acabaré mis
días en un destierro de oprobio y humillación. Si cruzo este riachuelo, solo me
vale ganar, destrozar a mis adversarios y sentarme para ver a mis acusadores
implorando mi clemencia, sollozando y besando los bordes de mi toga. Suplicarán
mi perdón, lamentando sus equivocaciones, y me rogarán que olviden las
injurias, las calumnias, que pase por alto sus acusaciones, como cuando me
obligaron a divorciarme de mi mujer para mantener mi nombre sin mácula, o como
cuando hicieron correr el bulo de que me había prostituido con el rey de
Bitinia, aquel anciano... por todo eso me pedirán perdón, empapando mis botas
con sus lágrimas de cobardes.
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