Vistas de página en total

15 de mayo de 2011

Tres micros...

Última consigna del Taller de Escritura de Sant Quintí de Mediona. Tres microrrelatos sobre un velatorio, un bautizo y una boda, tres microrrelatos conectados entre sí. Como siempre, una idea que me atrapa y de ahí ya no puedo salir. Una historia de venganza, de círculos que se cierran, de de perpetuo déjà vu. Estoy moderadamente contento con el resultado. En Septiembre... más.




Velatorio

Julio está dentro de un ataúd, en una pequeña sala de un tanatorio. Sobre el aséptico olor del ambientador flota un asfixiante olor a flores marchitas. En la sala adjunta al pequeño cuartito donde Julio yace sobre un mullido lecho de raso blanco, sus familiares están sentados en sofás y sillas. Sobre una mesita, termos de café y leche. Pastitas en un plato. La banda sonora es una letanía de llantos salpicados por algún ocasional suspiro y las toses incómodas de quienes han acudido a cumplir con el rígido protocolo de la muerte. Los recién llegados entran a la salita donde han colocado el ataúd con la composición corporal que entienden adecuada al momento. Echan una mirada, a veces morbosa, a veces triste, normalmente cumplidora e indiferente. Algunos intentan con sinceridad componer un pensamiento de homenaje, alguna reflexión trascendental que se acaba desdibujando en vaguedades, en tópicos cansinos y eternamente sobados. Toda la escena se ajusta al guión, salvo el hecho de que Julio, a pesar de su inmovilidad, no está muerto. Lo estará dentro de poco, claro, cuando el efecto del veneno paralizante pase y él se encuentre atrapado dentro del ataúd, y el aire empiece a faltar, y las astillas quiebren sus uñas y se claven en sus manos mientras intenta inútilmente abrirse paso hacia la lejana superficie. De momento su terror permanece atrapado en su mente, dando vueltas enloquecidas. Todos sus músculos están dormidos, atrofiados. Recuerda el pinchazo en el cuello y la madera de la mesa acercándose a su cara a toda velocidad. Sus ojos, inmóviles, pueden ver, y escruta los rostros de las personas que lo observan a través del cristal del féretro. Sabe que su asesino se lo hará saber. Forma parte de la venganza. Julio es consciente de que era una mala persona, un perfecto manual andante de hijoputez y cree que no le sorprenderá saber la verdad. Pero no puede evitar que su cerebro estalle en gritos cuando su hijo de doce años, Adriano, se asoma a la tapa de cristal y, esbozando una amplia sonrisa, le guiña un ojo con pícaro regocijo.


Bautizo

Adriano se siente incómodo en la iglesia. No por consideraciones de tipo moral. Simplemente el olor a cera ardiendo y derritiéndose durante años, siglos, le asfixia. Hace calor, siente los rayos de sol ardiente, filtrados por los rosetones de cristal, directamente sobre su nuca;  el banco es estrecho e incómodo y el nudo de la corbata le aprieta en el cuello. La ceremonia se le hace interminable, latinajos, rituales que se pierden en el tiempo... Adriano recuerda a la madre de la niña. Estaba en el velatorio de su padre. Embarazada. Cuando salió de su breve visita a la salita del ataúd, la vio desmayarse. Mientras la mujer se desvanecía, a Adriano le pareció que lo miraba fijamente a los ojos, y recuerda que sintió un leve estremecimiento, como un ramalazo de temor. Según le dijo su madre, la mujer es una pariente lejana de su padre. Por fin, la ceremonia del bautizo termina. El ansiado “Podéis ir en paz” del cura termina con el sofocante aburrimiento y todos salen a la calle, agolpándose, buscando algo de aire fresco. La familia, los amigos, los allegados, se fotografían con los padres y la niña bautizada. Adriano, acompañado de su madre, cumple obediente con el formalismo. Lo sitúan al lado de la madre de la niña, que duerme plácidamente, bañada por un sol que parece acariciarla, temeroso de dañar su fina piel. La madre lo mira, algo de pena supura por entre sus acuosos ojos. Musita un “pobre niño” y le pone a la niña en sus brazos. Mientras todos miran al fotógrafo, Adriano mira a la niña. Nadie, salvo él, ve cómo la niña se despierta, abre los ojos y, girando bruscamente la cabeza, observa a Adriano con aterradora fijeza, mientras una levísima sonrisa aflora a sus labios. Adriano se estremece. Cuando el pequeño grupo se disuelve, le pregunta a la madre cómo se llama la niña. “Julia”, le responde. El niño asiente, comprende, y su mente se pierde en círculos que se cierran, laberintos irresolubles y destinos atados.


Boda

Veinte años después de asistir al bautizo de Julia, Adriano vuelve a la misma iglesia. Ya no está sentado entre los asistentes. Ahora es el protagonista, junto a la que será su mujer, Julia, que vuelve a estar frente al mismo sacerdote. La mira de reojo. Está preciosa, una muñequita rubia de una piel tan blanca y fina que roza la translucidez. Sus labios rojos sobre la nívea cara se asemejan al rastro sanguinolento de una cuchillada certera. Su embarazo todavía no es evidente. Julia también se gira levemente, y clava en él sus ojos, tan azules... Ella se reía cuando Adriano le decía, susurrándole al oído, que si se comparase el azul de sus ojos con el del agua de una playa virgen en una remota isla de la Polinesia, ésta pasaría por un hediondo charco de aceite negro y espeso. ¿Cómo no idolatrar a esa criatura? ¿Cómo no reverenciarla, aunque  algunas noches note sus ojos clavados en su nuca durante momentos interminables, en los que incluso le parece sentir cómo un insano fulgor rojizo se extiende por su piel? ¿Cómo no adorarla, aún sabiendo que en su seno está madurando, lenta pero inexorablemente, el germen de su destrucción? Adriano ha aceptado sin condiciones vivir en tierra de nadie, entre el amor y el horror, sabiendo que dentro de doce años, mientras lee en su despacho, sentirá cómo una fina aguja traspasa la piel de su cuello...

8 comentarios:

  1. Un alarde de tu talento. En tres actos.No tiene desperdicio. No pondría ni quitaría ni un punto.

    ResponderEliminar
  2. Anónimo5:04 p. m.

    ...!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

    ResponderEliminar
  3. ¡Gracias, guapetona! Lo tuyo no es animar, lo tuyo es elevar el ego hacia alturas estratosféricas. Un besote muy grande. Anónimo, esto... bueno, !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

    ResponderEliminar
  4. Aún y a pesar de jugar en casa, Hank, solo puedo felicitarte por estos tres actos llevados con total maestría.
    Puedes estar contento con el resultado. Para mi modesta opinión, lo has llevado muy bien, son correctos y lo más importante: llevan tu estilo y sello, y para todos aquellos que te leemos a menudo ya es una garantía para hacerlo.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  5. ¡Gracias, veintiuno! La verdad es que la idea es un poco recurrente, da sensación de dejà vu, pero he hecho lo que he podido. Muchas gracias por tu opinión, amigo. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  6. Anónimo6:30 p. m.

    Impresionante, Hank. Impresionante. Es el mejor cuento que he leído en mucho tiempo. Qué bien enlazadas las tres partes. Estupendamente hankiano.
    Un abrazo.

    Sara Lew (tengo problemas para comentar con blogger)

    ResponderEliminar
  7. ¡Muchas gracias por tu comentario, Sara! Te lo agradezco mucho, tú siempre tan benevolente con mis relatillos. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  8. Si llevara sombrero, me lo quitaría para reverenciarte. Otra vez me quedo boquiabierta y con ganas de mas.
    Un saludo, Hanki.

    ResponderEliminar