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20 de abril de 2011

Los otros viajeros

Empecé a ver a los otros viajeros el primer día que cogí el Metro tras el accidente. Todavía sentía dolores de cabeza, náuseas y mareos, pero los médicos lo achacaban al traumatismo o a efectos secundarios de la medicación. Por eso no me asusté cuando los vi. Me parecieron siluetas imprecisas, bultos borrosos que se movían entre los viajeros del vagón. Cerré los ojos y los ignoré hasta el fin del trayecto. Fue el segundo día cuando los vi con claridad. Aparentemente no se distinguían de los otros viajeros, pero sus contornos parecían desdibujarse, como impregnados por la calina de un sofocante día de verano, y al caminar o hacer algún movimiento parecían dejar durante un brevísimo instante una estela de su cuerpo en el espacio abandonado. También los colores de sus prendas, de su piel, de su cabello, parecían desvaídos, con un brillo mortecino. En confuso revoltijo textil, la moda de más de diez décadas estaba representada por el vestuario de los otros viajeros En aquella ocasión sentí verdadero pavor. Pensé que me estaba volviendo loco, que, después de todo, el golpe en mi cabeza había soltado las amarras que me unían a la cordura. La otra alternativa, la de que me había sido otorgada la horrible facultad de contemplar los espíritus de viajeros fallecidos, no me producía menos terror. Iba a huir del vagón, el corazón latiendo enloquecido, cuando me vi entrar a mí mismo, abrazando a Claudia, la misma Claudia a la que hacía años había visto desaparecer de mi vida, alejándose para siempre mientras yo la miraba petrificado a través de la ventanilla del coche. Fue entonces, mientras a través de una húmeda cortina de lágrimas me contemplaba acariciando los rizos de Claudia, cuando comprendí, o creí comprender, la naturaleza del don, del poder que un misterioso “clic” en mi cerebro me había otorgado. Privilegiado espectador de una insólita confluencia temporal, ante mis ojos desfilaban los pasajeros de distintas épocas. Me acostumbré a viajar con ellos, a escuchar sus conversaciones, apurando a grandes tragos la historia de mi ciudad, bebiendo de la misma fuente donde nacía. Obreros revolucionarios de los años 30 escapando de la policía, cuchicheos con sabor a derrota en los años 40, inmigrantes de todos los rincones de España con el corazón encogido por la nostalgia del terruño abandonado, sacudiéndose en la cadena de montaje la humillación y el hambre. Escuché rabiosas demandas de libertad, presencié euforias olímpicas y futboleras ... vi a mi madre, con el mismo vestido que llevaba en aquella visita a la Plaça Catalunya, el día que tanto me asustaron las palomas a mis cinco años, charlando con sus amigas rumbo a Pedralbes, al café con leche apresurado en la cafetería y a la limpieza de un hogar ajeno y opulento. La estructura de los vagones, los anuncios, los indicadores, todo variaba y se adaptaba a la época que vivía en cada momento. Fascinado por el espectáculo, me convertí en un viajero perpetuo con destino a ninguna parte, recorriendo kilómetros y kilómetros de vías subterráneas, sin importarme en absoluto que, a ojos de los demás, me hubiera convertido en una especie de loco vagabundo sin hogar instalado a perpetuidad en un rincón de un asiento, sin molestar nunca a nadie, con los ojos muy abiertos, embelesado por un espectáculo inapreciable por los demás. Hoy, al entrar por la mañana en el vagón para comenzar mi eterno periplo, me senté a mi lado. Envejecido, desastrado, pero feliz, con un brillo de loca curiosidad en los ojos...

1 comentario:

  1. Has conseguido posicionarme en uno de los vagones. Años que no voy en metro pero me parece estar ahora mismo allí, con mi abrigo rojo y mis zapatos negros, altísimos, viendo con la mirada perdida en ninguna parte, tu ojos. Abrazossssssss y gracias por éste relato.

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