He de reconocer que la estampa era
divertida. Aquel viejo lobo de mar, incrustado en un escenario tan,
llamémoslo así, de secano, constituía una visión ciertamente
grotesca y risible. Jamás había visto a nadie tan desubicado, tan
aislado en un medio ajeno. Aunque siempre he intentado desterrar de
mis pensamientos los tópicos y frases hechas, no pude por menos que
pensar en una vieja ballena varada en la playa, boqueando y
resoplando angustiada. No era el buen humor el sentimiento que
debiera albergar mi corazón en una negra y tormentosa noche, pero no
pude evitar que un regocijo cosquilleante se adueñara de mi mente, y
resolví no luchar más contra esa sensación. Digamos que los
burlones cascabeles que resonaban risueños por mi cabeza competían
con fortuna contra los estremecedores chasquidos del trueno, los
embates rabiosos del agua y las cuchilladas heladas del viento
encabritado de una noche infernal. Y así, avancé resuelto hacia el
viejo marino, que ataviado con un áspero y raído tabardo y un no
menos deteriorado gorro de lana gris mascullaba pintorescas
maldiciones contra el vino que trasegaba en el rincón más apartado
de la taberna, manteniendo las distancias con los campesinos que
bebían y jugaban a las cartas en las cinco o seis mesas del
miserable local. Aperos de labranza, viejos y recubiertos de orín,
recubrían las paredes de piedra. El dueño del miserable ventorrillo
dormitaba sobre la barra. Tanto él como los aburridos parroquianos
ignoraron mi entrada,como si estuvieran demasiado enfrascados en el
juego, el vino y el cansancio acumulado para prestar atención a mi
chorreante presencia. Sólo alguna leve mirada, casi totalmente
desprovista de curiosidad, saludó mi avance hacia el marino. Me
planté delante de él, apoyado en el borde de la mesa, y le saludé
con el rictus guasón que se había apoderado de mi cara.
—Buenas noches, capitán. Le queda el mar
un poco lejos, ¿no le parece?
El viejo salió de la absorta contemplación
del interior de la jarra con la rapidez del rayo, mirándome con una
mezcla de furia y terror. Sus ojos, abotargados por el alcohol,
estaban enmarcados por una miríada de arrugas y pequeñas
cicatrices, y cada una era un océano, un barco, un amanecer en alta
mar, una ola gigantesca, un escalofriante naufragio, un puerto nuevo,
una nueva mujer, una pelea a cuchilladas en un tugurio de un puerto
del fin del mundo, la muerte rondando por cubierta al doblar el cabo
de Hornos. Todos los tópicos, toda la grandeza y toda la miseria de
la vida del marino estaban tatuados en aquel rostro renegrido,
calcinado por mil soles y cubierto por una barba sucia y canosa. El
marino se rehízo un poco al contemplar mi rostro amistoso, cordial,
y echó mano de la legendaria afabilidad marina para contestarme, con
la pastosa entonación de quien no está bebiendo la primera jarra de
vino de la noche.
—¿Y a ti qué cojones te importa? Vete a
tomar por el culo y déjame en paz.
En fin, no puede decirse que un servidor no
estuviera familiarizado con las tradicionales buenas formas de los
marinos, y ciertamente la irrupción de un extraño guasón frente a
uno, cuando está bebiendo tranquilamente, no merece mejor recepción,
por lo cual decidí obviar la poco amistosa contestación y seguir
cumplimentando amigablemente al viejo, en la seguridad de que una
conversación distendida y abierta con él habría de proporcionarme
inesperadas satisfacciones.
—Bueno, capitán, no se enoje. Si quiere,
ahora mismo me voy —le dije, mostrándole las palmas de mis manos
en tono amistoso—. Ocurre que le he escuchado criticar, no digo que
sin razón, el vino de este tugurio. Me sorprende que todo un marino
avezado como usted, pudiendo saborear un buen vaso de ron en un bar
de puerto, esté a tantos kilómetros del mar, bebiendo este brebaje
asqueroso.
Noté cómo el viejo relajaba levemente su
actitud defensiva. Le echó un largo trago a la jarra. Casi podía
escuchar el áspero líquido bajando ardiente por su garganta.
—Mira, chaval, ten por seguro que no bebo
esta mierda de destripaterrones por gusto, pero es lo único que
tienen en esta puerca taberna. Y ahora, lárgate de una puta vez, no
necesito conversación ni compañía.
—Bueno, discúlpeme, capitán —le
espeté, con la mas encantadora de mis sonrisas —. No quisiera
molestarle, pero no suelo ver gente interesante en este antro. Verá,
acabo de llegar de un viaje por mar. Cosas de negocios. Vengo muerto
de frío y calado por la lluvia. Da la casualidad de que llevo unas
botella de buen ron en la bolsa, y al verle he pensado que tal vez
quisiera compartir algunos tragos conmigo, ya sabe, para caldear el
cuerpo y confortar el alma. Pero bueno, si no desea usted compañía,
le pido disculpas y me retiro. Buenas noches, señor.
Aquello borró los últimos vestigios de
desconfianza del rostro del huraño marino. La súbita perspectiva de
echarse al coleto unos tragos de ron hizo caer sus últimas defensas.
Una leve sonrisa dejó al descubierto una boca con notorias carencias
dentales y una evidente falta de higiene.
—Está bien, está bien, hijo, no te
molestes conmigo —me dijo, contemporizador—. Este viejo marino se
pone de mal humor cuando se adentra más de una milla en tierra
firme, y llevo ya demasiado tiempo en el culo del mundo, rodeado de
polvo y campesinos que no ven más agua que la de sus pestosos pozos.
Esto de hoy no lo ven más que de muy tarde en tarde. Perdona a este
viejo cascarrabias. Con mucho gusto beberé contigo. Acerca una silla
y siéntate, muchacho.
—No se preocupe, capitán, no tiene
importancia —contesté, reafirmando mis palabras con exagerados
gestos, quitándole hierro al asunto—. Nunca me he fiado de las
personas que se muestran amistosas con demasiada rapidez. Olvidemos
el tema. Ya verá cómo este ron nos saca el frío de los huesos.
Ahogando con dificultad un rictus burlón
en mi rostro, cogí una silla de una mesa cercana y me senté frente
al viejo. Antes de depositar mi bolsa de lona en el suelo, saqué de
ella un par de botellas de ron. Abrí una y serví con generosidad el
líquido ambarino en un par de vasos, que trasegamos los dos de un
trago. Y hablamos. He de reconocer que la conversación del viejo no
me defraudó. Desde que había embarcado como grumete a los once
años, sus piernas zambas se habían balanceado sobre cientos de
barcos, sobre cientos de mares. Según él, no había océano, mar,
lago, río o corriente alguna de agua navegable que no hubiera
surcado en alguna ocasión, ni burdel de puerto alguno donde no
hubiera fornicado, ni licor cuyo sabor no conociera. El ron le
soltaba la lengua, los recuerdos acudían en tropel a su cabeza, y de
su boca desdentada surgían cientos, miles de nombres extranjeros, de
barcos, de puertos, de bares, de fulanas, de compañeros… Yo
escuchaba, genuinamente fascinado. El aliento del viejo me llegaba en
vaharadas, como una nube de ron y salitre. El viejo recordaba, reía,
lloraba, musitaba muy bajito nombres medio enterrados en su alma,
pedía perdón por oscuras y olvidadas traiciones… Bebíamos, yo en
silencio, el marino hablando. Más o menos hacia la mitad de la
segunda botella, me atreví a hacerle la pregunta que tenía en la
punta de la lengua desde que entré en la taberna. Aunque supuse que
no tendría demasiadas ganas de contestarla, también pensé que a
esas alturas el marino estaría demasiado borracho como para mantener
la boca cerrada. Y acerté.
—¿Y qué es lo que le ha traído a estas
tierras de secano, tan lejos del mar que tanto añora, capitán?
La pregunta pareció amortiguar
notablemente la etílica euforia del marino, y pude ver la sombra de
un repentino terror cruzar por su rostro. Se tapó los ojos con las
manos, como si eso pudiera impedir que aflorara a su mente alguna
horrible visión. Me miró fijamente, durante un rato que se me
antojó eterno. Mis ojos iban de su cara abotargada por el alcohol a
sus manos, que aferraban el vaso como si pretendiera hacerlo estallar
entre sus dedos.
—Verás, hijo, si me hubieras hecho esa
pregunta hace un par de horas te hubiera sacado de este garito de
mierda a patadas en el culo. No creo que te importe una mierda qué
hago en estas tierras asquerosas que no son buenas ni para enterrar a
un hombre, pero te has portado bien conmigo. Me has librado de beber
en soledad la mierda de vino que trasiegan estos zarrapastrosos, tan
áspero y seco como sus manos, y pareces buena gente. Te voy a contar
la historia de mi último viaje, y cuando digo eso quiero decir que
no habrá más travesías, ni más barco, ni más mar para mí. Estoy
desterrado del mar, condenado a arrastrar mis huesos lejos de la
costa, perdido entre estos terrones polvorientos por el resto de mis
días, que espero sean pocos, maldita sea. Sí, muchacho, te voy a
contar una historia muy extraña, y sabrás por qué estoy aquí.
Mi viejo capitán se echó a coleto un
eterno trago de ron, chasqueó la lengua y dio comienzo a un relato
asombroso.
“Verás, muchacho, hará cosa de unos
seis meses me encontraba en el puerto de V., echando unos tragos con
la tripulación de mi viejo barco. No teníamos otra cosa que hacer.
El negocio del transporte marítimo se había estancado en los
últimos tiempos. Le iba mal a todo el mundo, en general, y muy mal a
nosotros, en particular. No había apenas trabajo y nuestro barco,
viejo, lento y medio podrido, no inspiraba demasiada confianza, por
no decir ninguna. No me la inspiraba ni a mí, que era su capitán y
dueño. Los tripulantes que estaban en condiciones de encontrar algo
mejor, hacía tiempo que se habían marchado, y sólo quedaban
conmigo cinco elementos más viejos y podridos que el barco, que no
hubieran encontrado trabajo ni paseando turistas en un lago de un
metro de profundidad. Total, que nos dedicábamos a dejar pasar el
tiempo y a gastar nuestros últimos ahorros yendo de una ruina a
otra, de la ruina del barco a las tabernas ruinosas de los
alrededores, y de allí a las ruinosas putas que aún podíamos
pagar. Estaba comenzando a pensar seriamente en la posibilidad de
hundir el viejo montón de mierda oxidada en el puerto, cobrar el
seguro y comprarme una casita en la costa para acabar allí mis días.
Aunque, bien pensado, lo más seguro es que hubiera comprado otro
cascarón, más viejo y reventado que el anterior. El mar tira,
¿sabes, muchacho?
Estaba dándole vueltas al asunto, acodado
en la barra, cuando entraron cuatro niñatos, sanos, altos, guapos,
fuertes, muy bien vestiditos con sus pantalones blandos, sus
zapatillas náuticas y sus camisetas de surf, vamos, como pidiendo a
gritos que alguien les partiera la cara con urgencia, y más en aquel
tugurio. Olían a distancia, y olían a dinero, a aburrimiento, a
vida regalada, a mar de fin de semana, a mar de risas y hamaca en la
cubierta. Causaron en la tropa de la taberna la misma sorpresa que yo
te he causado a ti cuando has entrado, muchacho. Y resulta que
aquella cuadrilla de pijos se plantó justo detrás de mí. Notaba
una nubecilla de olor de colonia cara en mi nuca. Pensé en girarme
para iniciar algo de bronca, podía servirme para descargar un poco
de mala baba, tú ya me entiendes. El caso es que andaba yo pensando
en qué burrada les iba a soltar, cuando uno de ellos me habló.
—Perdone, señor. ¿Es usted el capitán
A.?
Me quedé bastante pasmado. Siempre
sorprende que un extraño conozca tu nombre, pero que alguien como
ellos me buscara me desorientó. Normalmente, sólo me buscaban para
algún transporte, más o menos legal, y a los cuatro sinvergüenzas
que movían el cotarro del contrabando en aquel puerto los tenía más
que fichados. Bueno, tengo que reconocer que a veces también me
buscaba la ley, pero también sabía tratar con ellos. Aquellos
cuatro niñatos, por descontado, no estaban incluidos en ninguna de
las dos categorías.
—Bueno, podría serlo —les contesté,
encogiéndome de hombros—. ¿Quién mierda lo quiere saber y para
qué?
—Verá, capitán, alguien nos ha dado su
nombre. Nos han dicho que dispone usted de un barco con un compresor
para botellas de submarinismo, y que podría transportar a cuatro
personas con equipos de buceo para permanecer unos días en alta mar.
Esa persona también nos ha asegurado que no es usted demasiado amigo
de hacer preguntas. Pagamos bien, pero si tiene usted vocación de
periodista buscaremos a un capitán con menos inquietudes y santas
pascuas. ¿Qué le parece?
Joder, con los niñatos. Estaban
acostumbrados a mandar. Eran los cachorros de los tiburones de
tierra, y ya podías apartar las piernas, porque tenían los dientes
bien afilados y estaban acostumbrados a morder. Estaban bien
adiestrados, los muy cabrones.
—Vale, chaval, afloja un poco o sales de
aquí con varios dientes menos —había que mantener las formas,
cierta dignidad, aunque estaba más que dispuesto a limpiarla de mi
culo, donde llevaba ya tiempo alojada, con los billetes que ya estaba
oliendo—. Mira, estoy dispuesto a llevarte a tomar por culo, al fin
del mundo, si pagas bien. Supongo que quien te ha hablado de mí te
habrá informado sobre mi barco y mi tripulación. No vamos a batir
ningún record de velocidad, pero mi chatarra aún puede hacer unas
cuantas millas sin desmoronarse. El compresor funciona bien, es
viejo, pero con un par de ajustes tendréis aire como para bajar a
comerle los huevos al mismísimo Neptuno. Y respecto a las preguntas,
son estas: ¿dónde y cuándo? No hay más.
Mi respuesta pareció agradar al que
llevaba la voz cantante. El muy cabrón también sabía cuándo había
que contemporizar con las clases inferiores.
—Muy bien, capitán, veo que nos vamos a
entender. Perdone la brusquedad de antes, la gente a veces resulta
demasiado preguntona para nuestro gusto, y no nos gusta dar
demasiadas explicaciones. Simplemente, vamos a hacer una pequeña
excursión para explorar un viejo barco hundido, quizás extraer
algún pequeño recuerdo… Ya sabe que las autoridades suelen ser
demasiado quisquillosas para esas cosas. Respecto a sus dos
preguntas, el dónde es a, unas treinta y cinco millas mar adentro, y
el cuánto es esto —dijo, mientras sacaba de su bolsa un buen fajo
de billetes, que colocó delante de mis narices, un fajo que traduje
mentalmente a botellas y mujeres, y a algunos meses de buena vida, o
por lo menos de una vida mejor que la que llevaba ahora—. Habrá
otro como este a la vuelta de la excursión. ¿Estamos de acuerdo?
—Estamos de acuerdo, patrón. Acaba de
contratar a un capitán y a su tripulación, ciegos sordos y mudos
por lo que respecta a sus asuntos. Ni el barco ni nosotros tenemos
buen aspecto, pero les llevaremos y les traeremos de vuelta sin
problemas. Sí, estamos de acuerdo. ¿Un traguito para celebrarlo?
—No, gracias, no bebemos
—definitivamente, aquel puto niñato no me caía bien—, y usted
tampoco debería beber más. Queremos salir mañana a las cinco de la
madrugada. Estaremos al lado del barco con nuestro equipo. Buenas
noches.
—Está bien, patroncito. Seremos buenos.
Allí estaremos.
Fuimos buenos. Quiero decir, lo intentamos,
justo hasta que los billetes empezaron ese olor que hace que las
fulanas que no soportaban tu presencia horas antes, acudan a ti como
los tiburones a la carnaza. No iba a ser yo quien criticara el
comportamiento de aquellas señoritas. En esta vida todos acabamos
encajando algo que no queremos a cambio de dinero. Cada uno vende lo
que puede. Total, que corrió el alcohol, corrieron las putas y se
corrió quien pudo, dado nuestro estado. De todas maneras, uno es
cumplidor, y a las cinco de la mañana estábamos en el muelle.
Hechos una braga, sí, pero tampoco era la primera vez, estábamos
acostumbrados. Los niñatos ya nos esperaban, al lado de un montón
enorme de equipo, material del caro, iban bien pertrechados los
chavales, sí señor. Quizás demasiado equipo para una simple
excursión de submarinismo recreativo, pero eso a mí me importaba
una mierda. Nos pagaban por llevarlos a un lugar, esperar calladitos
y luego devolverlos al punto de partida. Afortunadamente, los niñatos
cargaron el equipo en el barco. No se debían fiar demasiado de
nosotros, y hacían bien, creo que hubiéramos vomitado sólo con
coger una de aquellas botellas de aire. El caso es que dejaron sus
carísimos bártulos bien resguardados y afianzados en cubierta, le
echaron un vistazo al compresor, hicimos algunos ajustes en el
cacharro y pareció que quedaban satisfechos. El gallito del grupo me
dio el rumbo y el punto exacto donde debíamos echar el ancla. El muy
mamón controlaba el tema, les había dado por ahí. Luego, todos se
metieron en sus camarotes y eso nos dejó un respiro para sacar el
barco del puerto, tomar rumbo, dejar de guardia al menos borracho de
todos y dormir decentemente nuestra cogorza.
Había buena mar, y mi vieja chatarra
parecía envalentonada aquel día, por lo que a la caída del sol ya
estábamos sobre el punto que me había indicado el jefe de la tropa.
Ni su nombre me había dado, así de insignificantes éramos para
ellos. A aquellas alturas del día ya no podían hacer nada, estaba
comenzando a anochecher. Tuvieron una reunión para planificar el día
siguiente y todo el mundo se fue a dormir. Recuero aquella noche. Me
acodé en la barandilla de popa, fumando un cigarro, mientras el
horizonte ardía y las olas golpeaban con suavidad el casco de mi
barco. El mar es intemporal, hijo. Lo que yo estaba viendo en aquel
momento era lo que vieron los exploradores locos que surcaron
aquellas aguas afrontando lo desconocido, la sed, el miedo, el hambre
y las enfermedades en viejos cascarones de madera medio podridos,
durante miles de millas, cegados por la promesa de fortuna y gloria
fácil. Por allí habían pasado, dejando en el camino cientos de
naves abatidas por tormentas infernales o saqueadas y hundidas por
piratas. No sé por qué cojones me dio por pensar en aquellas
historias. Supongo que me influenció el hecho de que justo debajo de
nuestro barco reposaran los restos de un barco hundido, aunque por la
información que me habían dado los niñatos podía ser cualquier
cosa, un barco de guerra, un mercante, incluso un pesquero. En fin,
no era mi problema. Los había llevado al sitio y los devolvería a
tierra, con historias suficientes como para cepillarse a las niñas
guapas y limpias de sus barrios ricos. Lo mío era el ron y las
furcias de los burdeles del puerto, y con a pasta que cobraría por
aquel trabajo podría darle un toque de calidad a mis futuras
relaciones con la botella y las señoritas de la vida.
Los niñatos madrugaron al día siguiente.
Cuando el sol apenas aparecía por el horizonte y algunos jirones de
niebla se desgajaban sobre el mar, ellos ya estaban enfundados en sus
trajes de neopreno, cargando botellas, ajustando correajes, en fin,
toda la pesca. Estaba claro por qué habían elegido mi barco. No
había sido al azar. En sus inicios, se usó como barco de
investigación para oceanógrafos, biólogos o arqueólogos
submarinos. Se le habían incorporado algunos trastos interesantes,
como el compresor y, sobre todo, una grúa que permitía izar desde
el fondo del mar materiales pesados. La verdad es que los chavales se
aplicaron con ganas. Subían y bajaban constantemente, cargando
bolsas de lona o izándolas con la grúa. Nos habían prohibido
acercarnos a la zona donde estaban ellos, así que no podíamos ni
imaginar qué clase de mierda subían y acumulaban en unos
contenedores de metal que habían cargado en el barco. De todas
maneras, nos importaba un carajo, así que nos dedicamos a beber,
jugar y sestear durante todo el día, mientras ellos expoliaban lo
que quiera que hubiese debajo.
Todo ocurrió durante el tercer día. No
soy un hombre creyente, muchacho, pero si Dios existe, jamás debió
dejar que ese día amaneciera. Ojalá nos hubiera dejado durmiendo
hasta el fin de los tiempos, todo antes que ver lo que vimos. Lo más
espantoso de todo es que sucedió a plena luz del día, un día
radiante, sin nubes, con un sol cálido, la última mañana en la que
uno pensaría que el infierno le haría un pase privado. Los niñatos
habían bajado todos juntos por primera vez, y mi tripulación se
estaba encargando de la grúa. Según nos dijeron, habían dejado
para el final la carga más pesada. Después de esa última
inmersión, levaríamos anclas y volveríamos al puerto.
El caso es que tardaban en subir más de la
cuenta. Llevaban más de hora y media bajo el agua. Nos comenzamos a
preocupar muy seriamente. En el barco no había cámara de
descompresión, si la cosa se prolongaba nos tocaría avisar por
radio para evacuar en helicóptero a aquella pandilla de imbéciles.
Eso, si conseguían salir vivos. La verdad sea dicha, muchacho, no me
importaba demasiado la vida de aquella cuadrilla de hijos de papá,
pero si tenían que enviarnos ayuda estábamos metidos en un lío de
cojones. Sea lo que fuere lo que hubieran estado sacando del pecio,
la cosa no pintaba demasiado legal, y mis antecedentes no eran como
para tirar cohetes.
De pronto, vimos la señal convenida para
izar la plataforma. De las profundidades del mar surgió chorreante
una boya, y suspiramos aliviados. Hicimos subir la grúa. No había
ni rastro de los niñatos, pero supusimos que estarían haciendo una
parada de seguridad unos metros por debajo de nosotros. Eran
submarinistas expertos, sabían lo que se hacían. Nos asomamos por
la barandilla del barco para ver subir lentamente la cadena. Habían
trabajado duro, eso había que reconocerlo. Bien afianzado en la
plataforma, empezó a aparecer un gran cajón de metal. Recuerdo que
pensé que debían de haber consumido mucho aire para conseguir pasar
las cuerdas por debajo del cajón y poder izarlo a la plataforma, a
pesar de que llevaban un equipo especial para eso, con globos
elevadores y demás.
La grúa hacía subir la plataforma
despacio, pero pronto la tuvimos frente a nuestros ojos. Íbamos a
sujetar la plataforma con ganchos para acercarla a la cubierta cuando
los vimos. Estaban debajo. Los cuatro. Colgados de la plataforma con
unos ganchos que les entraban por la garganta y les salían por la
boca. Con las botellas tirando hacia atrás de sus cuerpos inertes.
Parecían muñecos de trapo. Los reguladores colgaban, inútiles.
Jamás podré olvidar su mirada bajo las máscaras. Allí se
quedaron, balanceándose de aquellos ganchos, con la sangre manando
de la garganta, formando pequeños ríos que caían al mar en finos
hilos. Nos quedamos petrificados sobre la cubierta, con los ganchos
en la mano. Habíamos visto hombres con más heridas que aquellos,
marineros medio devorados por los tiburones, pero evidentemente no
había animal alguno que pudiera colgar a aquellos cuatro de aquellos
ganchos.
No tuvimos que pensar demasiado. La
respuesta salió del cajón. Es curioso, piensas que estás pasando
todo el miedo del mundo, que ya no puedes estar más aterrorizado,
que estás bailando con la locura, pero siempre queda lugar en el
corazón de un hombre para un poco más de horror. Aquellas cosas
salieron del cajón y saltaron a cubierta, demasiado ágilmente para
lo que eran, apenas algo más que huesos medio podridos cubiertos por
jirones de ropa. Antes de que me desvaneciera gritando de terror,
pude ver cómo aquellas criaturas del infierno hundían sus manos
huesudas en el pecho y la espalda de mi tripulación, que moría
aullando de pánico y dolor. ¡Qué buena suerte tuvieron, muchacho!
Ojalá me hubieran despedazado a mí también. Por lo menos, hubiera
sido una muerte rápida. Cuando desperté, tenía a un palmo de mi
cara lo que quedaba de la boca de una de aquellas cosas. Su calavera
era de color verdoso, como manchada de vegetales submarinos, Una
especie de niebla rodeaba su cara, como una pequeña atmósfera
apestosa en torno a sus huesos. Aquel engendro sostenía mi cuerpo
por el cuello de mi camisa, como si yo fuera un pelele. Sus dedos
rozaban mi cara. Iba a morir de miedo, o a enloquecer, y la verdad,
también hubiera escogido sin dudar cualquiera de esas dos opciones,
antes que seguir mirando a aquel espectro, sabiendo que era real.
Pero no me volví loco, ni aquella aberración acabó conmigo. No
físicamente, quiero decir. Aquel espanto surgido de las
profundidades me miró, o por lo menos sus cuencas vacías se fijaron
en mis ojos, y aquella mirada monstruosa y vacía me dijo que no
volviera al mar; porque me estarían esperando bajo cualquier cosa
que flotara sobre agua salada. Ese sería mi castigo. Ese, y el
recuerdo de sus cuencas vacías fijas en mí, el terror de las noches
solitarias que me esperaban. Mientras, los demás espectros lanzaban
las bolsas al agua. Por fin, aquella cosa me soltó y todos saltaron
al cajón de la plataforma, arrastrando con ellos los cadáveres de
mi tripulación. Un brazo huesudo se levantó, señalando al botón
de la grúa y comprendí. Tambaleándome, caminé hacia la grúa,
dejando tras de mí un rastro de orina y mierda, y pulsé el botón.
Pronto, la plataforma desapareció bajo el agua, y por última vez
aquellas cuencas vacías se fijaron en mí.
No sé cuánto tiempo estuve gritando sobre
la cubierta del barco. Sólo recuerdo que en cuanto pude dominar el
temblor de mis manos y apurar de un trago media botella de ron, puse
los motores en marcha y salí de allí en medio de una agonía de
terror y desesperación. Llegué al puerto de noche, salté a tierra
y cogí el primer tren que encontré. Y aquí estoy, en medio de este
páramo seco, muriendo en vida, con la visión de aquella calavera
mirándome mientras el agua chorreaba por sus huesos verdosos. Ya sé
que no me crees, muchacho, crees que estoy borracho, muy viejo, pero
no me importa una mierda. Yo sé lo que vi. Déjame. Necesito dormir…
un rato… los marineros muertos… el mar...”.
Así ha acabado la insólita narración del
viejo capitán. Destilando incoherencias y cayendo desvanecido sobre
la mesa, borracho como una cuba. Menudo elemento, el amigo. Y menudo
mentiroso. Aunque la historia es buena, vaya si lo es. Me ha tenido
en vilo, el tío. Nadie como un viejo marino para urdir historias
fantásticas, de espectros y aparecidos, de esas que se cuentan en
las tabernas en voz baja, al calor de la chimenea, mientras se bebe
ron y se fuma en pipa. Esta ha sido de las mejores. Bueno, en
realidad no es mentira del todo. Simplemente, el viejo sinvergüenza
ha corrido un tupido velo sobre algunos aspectos de la, llamémosla
así, aventura, que podrían comprometerlo frente a las autoridades.
Por ejemplo, ha eliminado la parte en la que descubre que lo que
aquellos jóvenes estaban extrayendo del pecio, un barco naufragado
en 1566 en su viaje de vuelta a España desde América, era una
incalculable fortuna en monedas de oro, plata y joyas. También ha
eliminado la parte en la que decide, de acuerdo con su tripulación,
manipular las botellas de aire para que surjan desagradables
sorpresas a sesenta metros de profundidad, justamente en la última
inmersión. Ha decidido obviar, asimismo, la narración del momento
en el que aprovecha que él y su tripulación están celebrando su
nuevo estado de bonanza económica para fingir una descomunal
borrachera y apuñalar a sus compañeros de fatigas, para enviarlos a
continuación a hacerle compañía a los submarinistas. ¿Que cómo
estoy tan bien informado? Bueno, la verdad es que son noticias de
primera mano. Fui informado personalmente por los desafortunados
protagonistas del lamentable incidente. Verán, los que llevamos ya
un tiempo difuntos nos aburrimos mortalmente, y espero que sepan
disculpar este chiste horrendo. El caso es que, cuando llega un
estrafalario grupo como los submarinistas buscadores de tesoros y una
tripulación de asesinos y asesinados, nos entusiasmamos. La muerte,
por lo menos en mi caso, te proporciona un sentido del humor bastante
peculiar, y la verdad es que mientras escuchábamos la historia de
aquella pintoresca cuadrilla nos moríamos de la risa. Oh, vaya, otra
vez un chiste inadecuado. Bien, resumiendo, el caso es que en este
caso decidimos combinar ciertas ansias de revancha por parte de los
recién llegados con nuestras ganas de diversión. Cierto es que
primero hubo que poner paz entre los submarinistas y los miembros de
la tripulación. Al fin y al cabo, los segundos habían colaborado en
la muerte de los primeros, pero dado que a su vez también habían
sido asesinados, al final reinó la concordia. Creo que este caso, la
expresión adecuada sería “pelillos a la mar”.
Con todo el mundo de acuerdo, sólo faltaba
montar la performance. En estos casos, si la cosa parece interesante,
hasta el jefe suele colaborar con sus cosas mágicas, así que cuando
el viejo marino consiguió amarrar el barco en el puerto, con el
tesoro obtenido de una manera tan poco elegante convenientemente
oculto en la sentina, el jefe empezó a jugar con su cabeza. No subió
a un tren, como él pensaba, para desaparecer una temporada hasta que
las cosas se olvidaran. Volvió a subir al barco, y entre la
borrachera que llevaba y los jueguecitos del jefe, cuando despertó
ya estaba dentro de nuestro pequeño decorado, creyendo que estaba a
salvo. Los campesinos han estado muy en su papel. Con la cabeza
gacha, enfrascados en sus cartas, disimulando el tono cerúleo de la
muerte. En cuanto a mí, bueno, juego con cierta ventaja. Mis
familiares me embalsamaron y, la verdad, tuvieron la suerte de
encontrar a un profesional excelente. Llevo más de treinta años
muertos y estoy como una rosa. ¡Uffff, qué noche tan desapacible!
Lluvia, viento, las olas coronadas de penachos blancos, la tempestad
aullando por la cubierta, bueno, todo eso que cuentan tan bien los
poetas viajados. Creo que volveré adentro. El capitán debe de estar
a punto de despertar. Va a ser muy divertido. Todos lo acompañaremos
a cubierta, justo a tiempo de ver trepar por el casco a unos viejos
amigos...