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12 de marzo de 2011

Alicia

Aferrado a la baranda del balcón, el general Schmidt contemplaba la ciudad de Londres. O, por lo menos, la parte de la ciudad que conseguía emerger de la niebla que asfixiaba a la antigua Londinium de los romanos en un sucio baño casi oleaginoso. Hacía frío, y el general se arrebujaba en su abrigo, aunque los jirones de frío y humedad conseguían infiltrarse entre el basto paño y helar su cuerpo. No obstante, el general permanecía quieto, erguido, una esfinge curtida por años de guerra y penalidades. Sus ojos parecían querer cortar la gelatinosa niebla para intentar descubrir los lugares por donde había transcurrido su infancia, las calles de sus juegos, de sus primeros amores, las mismas calles que tuvo que abandonar huyendo de la miseria junto a una madre siempre silenciosa y un padre vencido y humillado. Y ahora estaba allí de nuevo, tras más de 40 años, al frente de unos soldados que le habían seguido por toda Europa en una ordalía de sangre y destrucción, contemplando la devastada ciudad desde el balcón de un sanatorio mental evacuado durante los bombardeos. Volvía a Londres, sí, triunfante pero marcado a fuego para siempre por la guerra, por las caras de los muertos, por los gritos de los mutilados.... Al día siguiente desfilaría con sus tropas por las calles de Londres para celebrar la victoria y el fin de la guerra. Por lo menos la de las explosiones, los disparos, los bombardeos... tenía la impresión de que la guerra en su interior acababa de empezar.

-Mi general...
Dio un involuntario respingo al escuchar la educada interpelación de su asistente de campo, el coronel Kent. Se giró lentamente hacia el coronel, firme y marcial frente a él.
-¿Sí?
-Mi general, se va a congelar aquí. Venga al lado de la chimenea. He encontrado algo muy curioso. Creo que le interesará.
-¿De qué se trata?
-Verá, mi general, es una especie de diario de uno de los internos que evacuaron hace un par de años. Resulta bastante sorprendente.

El general sabía que su ayudante intentaba arrastrarlo hacia el calor de la chimenea y distraerlo de sus fúnebres pensamientos, pero se sintió picado por la curiosidad.

-Está bien, Kent, ahora voy.

Unos instantes después, sentado en un gastado sillón frente a la chimenea dentro del reducido círculo en que el calor conseguía vencer a la helada humedad, el general Schmidt comenzaba a leer el manuscrito que su ayudante había encontrado en el cajón del director del sanatorio.

“Londres, 3 de Marzo de 1940”

No pretendo, al escribir estas líneas, convencer a un hipotético lector de mi inocencia. La naturaleza del crimen que se me atribuye es tan monstruosa, las pruebas tan concluyentes y mi versión de los hechos tan fantástica que no albergo la esperanza de que nadie me crea. Simplemente quiero dejar constancia de mi triste historia, porque estoy seguro de que los avances de la ciencia arrancarán a mi historia de las garras de la incredulidad general. Yo no maté a Alicia. ¿Cómo iba a matar a quien era el centro de mi existencia, la persona a la que más he querido, y quiero, del mundo? Quieren convencerme de mi crimen, que acepte que la maté en un momento de locura y ofuscación, y a veces me hacen dudar, pero yo sé lo que vi. Y Dios es testigo de que hubiera preferido ver mi cuello rodeado por el cáñamo en el patíbulo que afrontar este simulacro de vida. Mi buen doctor cree que me salvó de la muerte internándome en este sanatorio, pero no tengo nada que agradecerle. El horror y la pena que me produjo el descubrimiento del cuerpo destrozado de Alicia es una muerte en vida, mil veces más horrible que la paz del ataúd.
Nadie me creyó nunca. Ni siquiera el doctor que asiente amable a mis explicaciones. Nadie, hasta esta mañana. Necesitaba hablar con alguien, y le expliqué mi caso al viejo profesor. Se llama Albert. Tiene una cara bondadosa, un aire de sabio despistado tras su bigote blanco y sus cabellos siempre despeinados. No sé por qué se lo he contado. Supongo que el horror y la pena me ahogan y necesito airearlos de vez en cuando, y ya estoy acostumbrado a que no me crean. Pero el profesor me ha escuchado atentamente. Tras mi relato ha pronunciado dos palabras, como hablando para sí mismo: “mundos paralelos”. Luego, tras un largo silencio, me ha hablado de sus teorías, las mismas que le habían traído hasta este sanatorio, denunciado por colegas envidiosos de su talento. Corren tiempos difíciles para los genios. El profesor cree que existe un número ilimitado de universos, como capas de papel superpuestas. Esos universos tendrían realidades alternativas al nuestro, en unos habría diferencias nimias respecto al nuestro, en otros las disimilitudes serían enormes. Por ejemplo, una flor que creció durante el verano de 1578 en una pradera de Australia en nuestro universo no lo hace en otro. En otro universo el Imperio Romano triunfa sobre los bárbaros y se perpetúa durante miles de años. Me ha hablado de puertas interdimensionales que se cierran y abren de forma espontánea y permiten pasar de una dimensión a otra durante breves instantes. Finalmente me ha mirado con sus luminosos ojos azules y me dijo: “un buen hombre en este universo puede ser un asesino en otro”...
Ahora estoy seguro de lo que pasó, pero el conocimiento ha dejado paso a un horror sin límites. Alicia, mi mujer, cayó sobre el espejo y desapareció. Tras unos instantes, el espejo me escupió el cuerpo de Alicia, muerto, cosido a puñaladas. ¿Qué habrá hecho mi “yo” criminal con la Alicia viva que le arrojó su espejo?
No puedo soportarlo. Esta noche todo acabará. He conseguido sustraer un pequeño bisturí del despacho del doctor. Esta noche terminaré con el horror..

L.C.”



El general Schmidt dejó lentamente el manuscrito sobre una mesilla. El frío había vuelto, a pesar de los troncos que crepitaban en la chimenea. Fijó los ojos en las ascuas, pensativo. Por fin, como desechando la inverosímil historia del loco asesino, movió la cabeza. Tenía sueño. Acarició los contornos de la cruz de hierro que colgaba de su cuello y se levantó para acostarse. El día siguiente sería muy cansado. El mismísimo Führer había viajado hasta Londres para presidir el desfile de las victoriosas tropas alemanas por las calles de Londres. Por fin, la guerra había terminado.

4 comentarios:

  1. hola bixo!!! a buscarte vengo:¿cómo estas?...
    siempre me gusta leerte, lo sabes! da señales de vida... abrazos! ML

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  2. ¡Hola, guapa! ¡Qué alegría tener noticias tuyas! Bueno, sigo vivito y "cojeando", jajaja, más o menos bien. Un beso, y gracias por leer mis desvaríos.

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  3. ¡Qué talento, Hank! Escribes muy bien en largo. Me ha encantado esa mezcla de realidad y ficción, y el final que te sorprende (mientras un asesino loco está suelto en un lado, otro asesino loco gana la guerra en el otro). Tengo que pasarme más a menudo a leerte...
    Un saludo.

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  4. Muchas gracias, Sara. Es un placer tenerte por aquí, y todavía más escuchar tus amables comentarios. La verdad es que siempre he tendido a "enrrollarme", jajaja, lo de los microrrelatos a veces es un suplicio para mí, me cuesta mucho ser conciso. Ahora hace tiempo que no paso por Relatarium, pero espero escribir algo esta semana, más que nada para "veros" de nuevo. Un saludo, y gracias de nuevo.

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