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12 de diciembre de 2006

La diñó Pinochet



Sí, supongo que todo el mundo ya lo sabe. El viejo cabrón la espichó, por fin. Duro de pelar, correoso como un viejo caimán que se resiste a abandonar la charca que emponzoñó con su presencia durante una, desgraciadamente, larga vida. Y las imágenes del Chile actual, dividido entre gente enloquecida de alegría brindando con champán por las calles y gente llorando a moco tendido, me retrotraen a la España de 1975. Yo tenía por aquel entonces 11 años, y un buen día en la tele, en blanco y negro, salió un señor con gesto adusto y bigote, un señor que debía ser también en blanco y negro, pronunciando la frase tantas veces repetida, tantas veces reproducida, entre sollozos de lacayo abandonado: "Franco ha muerto". Luego, recuerdo a mi madre diciéndome que, sobre todo, no me riera por la calle, y creo recordar, porque la memoria siempre me juega malas pasadas, que paseé sin reirme por la calle. Luego, la tele, y la vieja mojama encajonada en un féretro, mientras miles, millones, de personas pasaban delante de ella, saludando, llorando, gritando su dolor. Y de pronto apareció él, o ella, porque me pareció que la mismísima muerte había venido a rendir pleitesía al pequeño dictador. Apareció envuelto en un capote militar, con gafas negras y el bigote reglamentario de todos los pequeños dictadores, y el mundo se volvió un poco más negro, y creo recordar, porque la memoria siempre me juega malas pasadas, que me asusté sin saber por qué me asustaba, y ahora sé que me asusté porque aquel siniestro personaje venía a decirle al mundo que, de momento, seguiría habiendo habitaciones pequeñas y oscuras, rezumantes de olor a pánico, donde los gritos de los torturados resonarían durante mucho tiempo más. Y ahora sé que me asusté porque aquel cuervo negro arrastraba tras de sí las manos cortadas de Víctor Jara, cuyas canciones nunca me gustaron, porque nunca he sentido predilección por los cantautores, qué le vamos a hacer. Y sigo asustado, porque siguen habiendo habitaciones pequeñas, malolientes y olvidadas del mundo, donde salvadores de la patria con gafas oscuras siguen lacerando la carne apaleada, quemada, golpeada y desgarrada de sus conciudadanos. Me gustaría creer en dios, me gustaría creer en el infierno, me gustaría creer que ahora mismo, un viejo carcamal tembloroso entreabre una puerta y de ella sale el murmullo de sus muertos, avanzando para rodearle, pero algo me dice que no es así.


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