Algunos días como hoy, antes
de ir a la escuela-hospital, doy un rodeo y me acerco a la orilla del mar. Sé
que es peligroso, esta parte del litoral es territorio de uno de los grupos más
sanguinarios de la zona, y un encontronazo con una patrulla armada hasta los
dientes significaría la muerte inmediata, o algo peor. El color de mi piel, en
estos tiempos asesinos y en esta tierra empapada de sangre y plomo, castigada
por el odio y la avaricia, supondría una condena inmediata. Pero necesito ver
el mar de vez en cuando, descalzarme, caminar por la arena y plantarme frente a
esa inmensidad azul. Más allá del horizonte, dejando muy atrás el gigantesco
petrolero hundido frente a la costa, con su popa oxidada sobresaliendo del
agua, está mi hogar. Mientras las olas lamen perezosas mis pies, pienso en lo
que dejé atrás. Mi pueblo, mi familia, mis amigos, los olores, sonidos y
sabores, todo lo que siempre consideré mi verdadera patria, más allá del
sentido de pertenencia a un territorio. Siempre me hago las mismas preguntas,
mientras aspiro el olor a salitre y escucho el incansable graznar de las
gaviotas. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué dejé la seguridad de mi hogar para venir a
esta tierra olvidada de la mano de Dios, arrasada por la guerra y el odio? ¿Por
qué insisto en ayudar a estas gentes, condenadas desde su nacimiento a una vida
miserable y, probablemente, a una muerte temprana? Es entonces cuando una
vocecilla agazapada en mi mente empieza a susurrarme, muy queda, apenas
imperceptible, que vuelva, que pase rápidamente por la escuela-hospital, que
recoja mis escasas pertenencias y, sin despedirme, busque la manera de volver a
mi casa, con los míos. “Ya has hecho bastante, ya les has dado muchos años de
tu vida. Es suficiente. Están condenados, y tú nada puedes hacer”. Y cuando
estoy convencido, cuando ya me veo cruzando el océano en la sentina de uno de
los barcos que se atreven a burlar las patrulleras de los paramilitares, cuando
avisto a través del ojo de buey las costas de mi país, próspero, seguro, rico y
civilizado, pienso en los niños.
Hoy, como cada día, van a
jugarse la vida para acudir a la escuela-hospital. Algunos vendrán caminando
decenas de kilómetros A los más afortunados los traerán sus padres a lomos de
un mulo agotado, o subidos a un carro de madera. Aunque a los niños les gusta
aprender, no vienen para empaparse de cultura. Los padres les permiten acudir a
la iglesia semiderruida por las raciones de comida, que luego se reparten entre
toda la familia. Se juegan la vida esquivando las patrullas de los diferentes
señores de la guerra para que padres, hermanos, abuelos, sobrevivan un día más.
Algunos van directamente al hospital, para ser tratados de desnutrición,
sarampión, varicela, enfermedades erradicadas hace décadas en mi país. A pesar
del horror de su vida diaria, los niños sonríen. Estudian, siguen mis
explicaciones con interés, y el examen de hoy no será un suplicio, como lo es
en las avanzadas escuelas de mi continente, sino una aventura de la que se
sentirán orgullosos, la adquisición de conocimientos, algo que en esta tierra
maldita les está vedado.
Nos han atacado varias
veces. No les gustamos. No les gusta que ayudemos a los niños, no les gusta que
les enseñemos, que los alimentemos y curemos. Es esa una de las pocas cosas en
la que los distintos grupos que asolan la región a sangre y fuego están de
acuerdo. Los niños son una fuente de futuros soldados, y un soldado solo tiene
que saber apretar un gatillo y estar dispuesto a matar y a morir sin más
preguntas. Algunos de los soldados que han atacado nuestra escuela-hospital no
eran mucho mayores que los niños que acuden a ella. Milagrosamente no ha habido
muertes, aunque una vez unos soldados borrachos arrastraron a la doctora
Fatimah al bosque, mientras sus compañeros nos apuntaban a la cabeza con sus
armas. Fatimah volvió viva, magullada y golpeada, con algo roto para siempre en
su interior. Nunca volvió a ser la misma, la que cantaba canciones de su país
mientras operaba, la que nos iluminaba a todos en medio del caos. Pero se
quedó, allí sigue, y su mirada perdida cuando volvió del bosque se combina con
la mirada de los niños y me provoca una vergüenza infinita, y al final me
quedo, porque no voy a ser yo el cobarde que huya mientras ella, con su alma
rota para siempre, sigue operando a los niños.
Todos sabemos que algún día
se acabará nuestra suerte, que no les bastará con saquear la iglesia, con
robarnos lo poco que nos queda ya, y que posiblemente todos seamos asesinados,
o esclavizados, como ha pasado en otras sitios similares al nuestro. Pero un
día más amanece, un día más escuchamos a los niños aproximarse desde más allá
del pueblo en ruinas, esquivando las minas señalizadas, y supongo que pensamos
que una deidad misericordiosa nos protege, y abrimos las viejas capillas
reconvertidas en aulas, y la cripta transmutada en sala de curas y desvencijado
quirófano, y dejamos que los viejos muros de la iglesia se llenen de una risa
infantil que rebota en las paredes, una risa que en este horror cotidiano se
vende muy cara.
Como siempre, se me ha hecho
tarde, hipnotizado por el mar. El sol de esta tierra ardiente empieza a crear
ríos de sudor por mi negra piel, la hace brillar, y sonrío
pensando en las viejas y tópicas metáforas sobre el ébano. Suspirando, echo una
última mirada al inmenso y deslumbrante azul, renunciando por enésima vez a
volver a mi próspera y rica África, a la civilización del continente que lidera el mundo, libre de
guerras, hambre, enfermedades y penurias. Todavía debo atravesar las ruinas de
lo que un día fue el pueblo de Nerja, y caminar kilómetros bajo el sol ardiente
para llegar a la escuela-hospital. Hoy, mis alumnos se examinan de matemáticas.
Implacable
ResponderEliminarMe has hecho llorar de emoción este sábado por la mañana. Gracias!
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Inma.
EliminarBravo!!!
ResponderEliminarJoder, Hanky, qué bueno. Me ha gustado mucho. Enhorabuena.
ResponderEliminarMe ha gustado y me ha emocionado.
ResponderEliminarGracias x compartirlo.