-¿Es usted checo, señor?
La pregunta, por no esperada y por producirse a escasos centímetros de mi nuca, tan cerca que me pareció notar sobre mi piel el cosquilleo de los labios del desconocido que así me interpelaba, me produjo tal sobresalto que a punto estuve de soltar un chillido de pánico dentro de la caseta de madera. Sin duda, el dueño de la voz, ronca y con un marcadísimo acento checo, que se había situado tan cerca de mí sin que yo me apercibiera de la aproximación, había escuchado mi comentario ("menuda tomadura de pelo") pronunciado en mi lengua materna, mientras contemplaba lo que pretendía ser un enorme y monstruoso ciempiés, medio carcomido por el polvo y los años. Paseando por las semidesiertas calles del parte había encontrado la pequeña caseta ("¡Pasen y vean al auténtico monstruo de Kafka! ¡Solo por un dólar!") y me había decidido a entrar, atraído por el letrero toscamente pintado con letras rojas medio cubiertas de polvo. Y allí estaba, absorto frente a lo que parecía ser el fruto de la tramposa asociación entre un alienado entomólogo y un taxidermista no menos perturbado. Con el corazón todavía pugnando por conseguir un ritmo regular, me giré para quedar frente a mi inesperado interlocutor, con una brusquedad que denotaba mi nerviosismo. Intenté recomponer mi estado mental, mientras recorría con la mirada al hombretón de fieros bigotones que, a su vez, me observaba curiosa y beatíficamente, destilando una amabilidad que no se correspondía con su aspecto tosco y desabrido. Esa mirada amable me ayudó a calmarme, y logré contestar con cierto garbo y seguridad.
-Sí, señor, en efecto, nací en Strakonitz. Por su acento, deduzco que usted también es checo...
El hombretón afirmó, orgulloso, al tiempo que ejecutaba una aparatosa reverencia.
-Heinrich Pollak, de Praga, para servirle. Es un verdadero placer recibir en mi humilde exposición a un compatriota. Un verdadero placer.
Más calmado ante el inofensivo (y un tanto estrambótico) aspecto del gigante, pude observarlo con más tranquilidad. Era un individuo ciertamente descomunal, un tipo que, de haber albergado algún sentimiento de animosidad hacia mi persona, me hubiera podido despedazar con suma facilidad. No parecía ser ese, por fortuna, su estado de ánimo, aunque me apresuré a balbucear una excusa, recordando las palabras en checo que me habían identificado como compatriota del hercúleo propietario del establecimiento.
-Le ruego me perdone, señor Pollack... no era mi intención ofenderle... estoy un poco confundido.
Pollack hizo un exagerado gesto con las manos, quitándole todo atisbo de importancia a mis palabras.
-Por favor, señor... ("Löwy, Herman Löwy, me apresueré a decir) Löwy, no se preocupe. Es lógico, y más tratándose de un checo, que esté usted confundido. Al fin y al cabo, debe haberle resultado chocante ver a... -se interrumpió, haciendo un teatral gesto con las manos, pretendiendo crear expectación- la criatura. Una criatura de la que la práctica totalidad de la Humanidad desconoce su real existencia. Y, para más escarnio, expuesta en este horrendo lugar.
Evidentemente, Pollack no se referia a la ruinosa caseta de madera en la que nos hallábamos, una pequeña construcción carcomida por insectos y termitas que amenazaba con venirse abajo en cualquier momento. Pollack, abriendo los brazos de manera exagerada, catalogaba así al Parque de Atracciones de Coney Island, donde a la sazón se encontraba la caseta que albergaba a "la criatura", como así la llamaba Pollack.
No le faltaba razón a mi compatriota cuando describía así al viejo parque de atracciones, que por las fechas en las que yo lo estaba visitando exhalaba sus últimos resoplidos, varado frente al mar como una agonizante ballena atascada en la arena. Posiblemente, Coney Island haya sido el parque de atracciones más deprimente del mundo. Esta rotunda afirmación cobra, en este caso, tintes grotescos si pensamos que lo albergaba el país que ha conseguido exprimir el negocio del entretenimiento y la diversión hasta extremos inverosímiles. Coney Island había sido, en los comienzos del siglo XX, el parque de atracciones más visitado por los neoyorquinos, aunque por lo que había podido leer el lugar siempre había tenido algo de enfermizo, de premonitoria decadencia. Desde el principio habían compartido espacio en Coney Island atracciones del tipo tradicional junto con insanos espectáculos de monstruos y fenómenos, emporios del juego, la prostitución y el engaño, convirtiendo el lugar en una moderna Gomorra junto al mar. Incluso había llegado a tener una ciudad habitada exclusivamente por enanos, Lilliputia, con sus 300 habitantes dedicados a divertir a los visitantes.
Así me sentía yo frente a aquel bigotudo titán, empequeñecido como uno de los habitantes de Lilliputia, encogido, esperando las próximas palabras de aquel orate al que, evidentemente, no convenía provocar con innecesarias chanzas. No obstante, parecía que el mero hecho de haber nacido en el mismo país bastaba para provocar en Pollak una viva simpatía hacia mi persona. El gigante, con otro de sus teatrales gestos, movió las manos como si empujara un objeto invisible, en realidad reclamando mi total atención. Comenzó a hablar, eligiendo con cuidado sus ampulosas palabras, como dirigiéndose a un distinguidísimo auditorio de respetados intelectuales.
-Seguramente, como persona ilustrada que parece usted, conocerá la historia de nuestro insigne compatriota, el célebre escritor Franz Kafka. Y cuando digo "la historia", me refiero a la parte de su historia que nos ha sido permitida conocer. Como usted sin duda sabrá, hay en la tortuosa vida de Kafka muchas lagunas sobre las cuales no tenemos conocimiento alguno. Una de ellas es la que se refiere a la concepción de su relato "La Metamorfosis". Todos creen que ese relato es fruto de su imaginación, pero no es así. Por lo menos, no es así... del todo. Verá...
No quiero consignar aquí la sarta de invenciones, desvaríos y locuras que salieron por la boca de Heinrich Pollak a partir de ese preciso instante. Habló durante lo que se me antojaron horas de su tío abuelo Oskar Pollak, amigo de juventud de Kafka... Me mostró ajados y prácticamente ilegibles recortes sobre el extraño hallazgo de un insecto gigante en la casa de una familia de Praga en 1911, habló sobre las demenciales explicaciones que la familia dio a las autoridades, y de cómo al final el asunto se olvidó y quedó sepultado en lo más profundo de las hemerotecas. Habló del interés extremo de Kafka por el tema, de sus conversaciones con la familia... Habló y habló hasta que, paulatinamente, conseguí calmar su verborrea y, entre grandes efusiones de afecto y promesas de volver con más calma, pude salir de aquel antro para no volver jamás. Salí al aire fresco, abandonando aquel cubil de pesadilla y locura, sacudiendo la cabeza para desechar toda aquella retahíla de sandeces. No obstante, algo hizo que me parara en seco a los pocos metros. Algo que me había llamado la atención momentos antes de que Pollak me asustara. Un agujero en el lomo del bestial insecto, rellenado por lo que parecía ser una pieza de fruta podrida y momificada. Como la manzana que el señor Samsa arrojó a la criatura en la que se había convertido su hijo Gregorio, la misma que se le quedó incrustada en la espalda, pudriéndose hasta el día de su muerte.
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