Los otros viajeros,
por Andrés Moreno Galindo
Empecé a ver a los otros viajeros el primer día que subí al metro tas el accidente. Todavía sentía dolores de cabeza, náuseas y mareos, pero los médicos lo achacaban al traumatismo o a efectos secundarios de la medicación. Por eso no me asusté cuando los vi. Me parecieron siluetas imprecisas, bultos borrosos que se movían entre los viajeros del vagón. Cerré los ojos y los ignoré hasta el fin del trayecto. Fue el segundo día cuando los vi con claridad. Aparentemente no se distinguían de los otros viajeros, pero sus contornos parecían desdibujarse, como impregnados por la calina de un sofocante día de verano, y al caminar o hacer algún movimiento parecían dejar durante un brevísimo instante una estela de su cuerpo en el espacio abandonado. También los colores de sus prendas, de su piel, de su cabello, parecían desvaídos, con un brillo mortecino. En confuso revoltijo textil, la moda de más de diez décadas estaba representada por el vestuario de los otros viajeros. En aquella ocasión sentí verdadero pavor. Pensé que me estaba volviendo loco, que, después de todo, el golpe en la cabeza había soltado las amarras que me unían a la cordura. La otra alternativa, la de que me había sido otorgada la horrible facultad de contemplar los espíritus de viajeros fallecidos, no me producía menos terror. Iba a huir del vagón, el corazón latiendo enloquecido, cuando me vi entrar a mí mismo, abrazando a Claudia, la misma Claudia a la que hacía años había visto desaparecer de mi vida, alejándose para siempre mientras yo la miraba petrificado a través de la ventanilla del coche. Fue entonces, mientras, a través de una húmeda cortina de lágrimas me contemplaba acariciando los rizos de Claudia, cuando comprendí, o creí comprender, la naturaleza del don, del poder que un misterioso "clic" en mi cerebro me había otorgado. Privilegiado espectador de una insólita confluencia temporal, ante mis ojos desfilaban los pasajeros de distintas épocas. Me acostumbré a viajar con ellos, a escuchar sus conversaciones, apurando a grandes tragos la historia de mi ciudad, bebiendo de la misma fuente donde nacía. Obreros revolucionarios de los años 30 escapando de la policía, cuchicheos con sabor a derrota en los años 40, inmigrantes de todos los rincones de España con el corazón encogido por la nostalgia del terruño abandonado, sacudiéndose en la cadena de montaje la humillación y el hambre. Escuché rabiosas demandas de libertad, presencié euforias olímpicas y futboleras... vi a mi madre, con el mismo vestido que llevaba en aquella visita a a la Plaça Catalunya, el día que tanto me asustaron las palomas que se abalanzaban sobre mis manos llenas de cañamones, cuando apenas empezaba a caminar; la vi también charlando con sus amigas rumbo a los barrios ricos, al café con leche apresurado en la cafetería y a la limpieza de un hogar ajeno y opulento. La estructura de los vagones, los anuncios, los indicadores, todo variaba y se adaptaba a la época que vivía en cada momento. Fascinado por el espectáculo, me convertí en un viajero perpetuo con destino a ninguna parte, recorriendo kilómetros y kilómetros de vías subterráneas, sin importarme en absoluto que, a ojos de los demás, me hubiera convertido en una especie de loco vagabundo sin hogar instalado a perpetuidad en un rincón de un asiento, sin molestar nunca a nadie, con los ojos muy abiertos, embelesado por un espectáculo inapreciable por los demás. Hoy, al entrar por la mañana en el vagón para comenzar mi eterno periplo, me senté a mi lado. Envejecido, desastrado, pero feliz, con un brillo de loca curiosidad en los ojos...
Una revelación,
por José María Merino
Aquella mujer joven sentada frente a él en el vagón del metro, no muy agraciada, cuyo cabello brotaba casi en la frente, vestida de una manera que parecía rancia, le recordó con certeza la imagen de su propia madre antes de casarse, en una fotografía que conservaba en el álbum heredado tras su defunción. Las facciones eran idénticas, así como el aire melancólico de los ojos y la curva un poco desplomada de los labios. También la presencia de la mujer tenía el aire brumoso de la imagen fotográfica. Y al reconocer aquel rostro y aquella figura, comprendió que no era la primera vez que recibía esa impresión de familiaridad, aunque no hubiera detenido lo suficiente su atención en el motivo.
A partir de entonces viajaba en el metro sin otro fin que observar con avidez a los pasajeros, y a lo largo del siguiente mes fue reconociendo otras gentes de su cercanía ya fallecidas; a su padre, en un joven que hasta por la ropa recordaba al oficial uniformado retratado en aquella vieja foto dedicada. A Evangelina, su mujer, a su abuelo Adolfo, a su hermana Chon: una muchacha rubia y flaca, un hombre calvo de hombros cargados, una niña de ojos saltones.
Poco a poco fue encontrándose los rostros y los cuerpos de muchos de los muertos de su vida, que mostraban el mismo aire vago de las imágenes del álbum. Una tarde, un reflejo en la ventanilla lo sobresaltó, porque estaba él solo en aquella parte del vagón y el cristal mostraba la figura de un hombre con el pelo oscuro, sin barba, en lugar de presentar la imagen de su figura decrépita con cabeza barbuda y canosa: aquel reflejo era una imagen fotográfica suya de varios años atrás.
Aquella vez, al regresar a casa, ya no recordaba muy bien el itinerario, como si en lugar de tratarse de lugares reales recorriese los espacios de una memoria en trance de desvanecerse.
Ahora siempre está en el metro y va olvidando poco a poco lo que fue. Acaso algún día uno de sus hijos, al contemplar su imagen, recuerde aquella foto de abogado vestido con la toga recién estrenada, que presidió su despacho hasta su muerte.
Me ha gustado mucho más el tuyo, qué quieres que te diga.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho tu relato, sobre todo la frase "Fascinado por el espectáculo, me convertí en un viajero perpetuo con destino a ninguna parte, recorriendo kilómetros y kilómetros de vías subterráneas"... joder, te mete en los sentimientos del protagonista de una forma increible con tan pocas palabras.
ResponderEliminarDel otro mejor ni me pronuncio. Me parece un resumen barato.
Estome hace pensar qué habrá sido de mi relato "El Reloj", pues lo presenté aun certamen literario que nunca llegó a celebrarse. (Espero que si alguien está sacando provecho del mismo, sea alguien que de verdad lo necesite, y no alguien cuyas ansias de inflar su ego le han impulsado a robar una idea de otra persona y hacerla propia, como parece ser que ha pasado en tu caso.
Enhorabuena, y gracias por compartirlo.
Un saludo, Grumito.
Lo recuerdo porque para votar en el concurso tenías que darte de alta como usuario de Metro. Lo hice y de verdad leí unos veinte, y el tuyo es bueno, como ya lo era. 2010, máximo 2011, imagino.
ResponderEliminarLas ideas coinciden a menudo, porque éstas son infinitas, pero se pueden cruzar, cómo no, en el mismo tiempo, pero no es la idea tan solo. Es un algo más.
Un beso nocillero!
Quería comentar que se nota quien escribió cada relato. Obviamente el suyo es mucho mas rico literariamente y lingüísticamente. Aunque he de decir que después de haberme leído los 2 varias veces el tuyo es mas sencillo (y eso le da atractivo) mas a la altura del espectador, como si perteneciera a un corto cinematografico. He de decir wur prefiero el tuyo como historia corta que el suyo a decir verdad...
ResponderEliminarA su vez la idea es clavada... No se habla de plagio de la idea por respeto a la casualidad, pero personalmente su historia es la misma cambiando el punto de vista y la forma... No hay mas que decir
Un saludo!!
@MarujaDesespera
ResponderEliminarTienes razón Hank , la idea es clavada , pero el tuyo me gusta mucho mas ...
No hay color!! Hoy mismo pido un sillón para ti en la RAE!
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