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8 de abril de 2020

37.6


Encontré la báscula en una caja, en el sótano. Estaba detrás de las cajas que los hombres de la mudanza habían apilado allí. Tardé unas semanas en verla, la casa era grande y me tomé mi tiempo para organizar todas mis cosas. Era una caja de cartón, de tamaño mediano, cerrada con precinto, similar a las que habían descargado los transportistas con mis pertenencias. Me llamó la atención, eso sí, que  no estuviera rotulada. Pensé que había etiquetado escrupulosamente todas las cajas, antes de que los de la mudanza las cargaran en el camión. No tenía constancia de que alguna se hubiera quedado sin rotular, pero pensé que podría haberla llenado al final, cuando estaba harto de guardar libros, ropa y trastos varios, cuando pensaba que jamás acabaría de vaciar mi piso, y que la habría cerrado y apilado sin más.

Abrí la caja, arrancando con fuerza el precinto transparente, y vi una báscula de baño de color negro, sobre una pila de papeles y unos sobres cerrados. Aquello no era mío. Sin duda, los anteriores dueños de la casa se habían dejado la caja olvidada en el sótano y los transportistas que yo había contratado para mi mudanza pensaron que era mía, que la había llevado yo en mi coche por contener cosas demasiado personales o extremadamente frágiles. En todo caso, no preguntaron, y la caja quedó oculta tras las que ellos trajeron en el camión.

Volví a cerrar la caja como pude, y esa misma mañana llamé al empleado de la inmobiliaria con el que había hablado para comprar la casa. Solo tuve trato con los anteriores propietarios el día de la firma en la notaría. Eran un matrimonio de mediana edad, de aspecto triste y extramadamente parcos en palabras. Pensé que, posiblemente, se hubieran separado, y por eso pude comprar la casa tan barata. No crucé con ellos más de dos frases, firmamos los papeles y se fueron con rapidez, como si huyeran. Todos los trámites burocráticos y dudas sobre la compra las había solventado a través de la inmobiliaria, así que llamé al empleado que lo gestionó todo y le comuniqué que los anteriores propietarios se habían dejado una caja olvidada con una báscula y papeles, haciendo hincapié en que en ningún momento había examinado el contenido. El hombre tomó nota y me olvidé al instante del tema, pensando en que pronto volvería a llamar para notificarme que alguien pasaría a buscarla.

Recibí la llamada al cabo de unas horas. Con brevedad, el empleado de la inmobiliaria me comunicó que los vendedores no querían recuperar la caja, que sentían mucho las molestias y que si por favor podía tirarla a la basura. Aquello me extrañó. Se habían olvidado una caja con papeles personales y no querían recuperarla. No veía el sentido de la cuestión. Durante un buen rato, anduve dándole vueltas al tema. Llegué a pensar que no se habían olvidado la caja, sino que por alguna causa que se me escapaba la habían dejado allí aposta. Pero… ¿por qué? Sencillamente, no me entraba en la cabeza. Al final, con un encogimiento de hombros, decidí que tampoco era tan importante. En cuanto pudiera, tiraría la caja a la basura y daría la cuestión por zanjada. No soy amigo de hurgar en las vidas ajenas, y si a ellos no les interesaba recuperar el contenido, a mí tampoco me interesaba saber qué había allí.
Mi báscula se estropeó dos días después de aquella llamada. Simplemente, dejó de funcionar. No es que yo sea un obseso de las dietas, o de mantener el peso ideal a toda costa, pero tenía por costumbre pesarme después de ducharme, era algo que simplemente hacía, casi que por curiosidad. Con la báscula rota, hubiera tardado días, o semanas, en comprar una nueva, dependiendo de mis ganas de ir a la ciudad. Pero claro, pensé en la báscula que había en la caja de los anteriores propietarios. Parecía que estaba en buen estado, y si los vendedores de la casa habían renunciado a la caja, pensé que aquello me convertía automáticamente en propietario de la misma. Tras una breve disputa ética en el interior de la cabeza, resolví que me quedaría la báscula y tiraría el resto del contenido en cuanto tuviera ocasión, así que bajé al sótano, volví a retirar el precinto y saqué la báscula del interior de la caja.

La báscula funcionaba perfectamente. Era un modelo relativamente moderno, digital, con unos números grandes, de color rojo, visibles a la perfección aún entre el vaho que se formaba en el cuarto de baño tras mis largas duchas. Así que, sin cargo de conciencia alguno por mi parte, la nueva báscula quedó instalada en el baño, en unrincón al lado del colgador de toallas anclado a la pared , y yo pude seguir cumpliendo con mi costumbre de pesarme tras la ducha.

La primera vez que la báscula se encendió sola, me estaba afeitando. El colgador de toallas quedaba a mi izquierda, a unos tres metros. Disfrutaba de un rasurado lento, sin prisas, la cara cubierta de espuma, cuando por el rabillo del ojo vi el reflejo rojo de los números en el pequeño espacio que ocupaba el artefacto al lado del toallero. No me sorprendió demasiado. Ya había pasado con la báscula vieja, los sensores reaccionaban a una corriente de aire lo suficientemente fuerte y la pantalla se activaba durante unos segundos, iluminándose. Había dejado la ventana abierta para que el cuarto de baño se ventilara, y la báscula estaba justo debajo. No le di más importancia. Tras unos segundos, la pantalla se apagó y continué con mi afeitado. Fue la segunda vez que la báscula se encendió cuando la inspeccioné. La ventana del baño estaba cerrada, y ninguna corriente de aire podía haber activado el sensor. Fui hacia el aparato y me quedé mirando la pantalla con los números iluminados de color rojo. Marcaban “37.6”. Moví la cabeza, extrañado. Aunque la ventana hubiera estado abierta, ninguna corriente de aire podía ser lo suficientemente fuerte como para que esos números se marcaran en la pantalla. También recuerdo que, mientras estaba parado frente a la báscula, una sensación de incomodidad me invadió. De repente, el silencio del cuarto de baño me pareció ominoso, tenso. Noté que mi cuerpo estaba rígido, tirante, como a la espera de que algo sucediera. De manera súbita, los números desaparecieron, y la báscula volvió a su estado habitual. La tensión de mi cuerpo desapareció, y me reconvine mentalmente por mi nerviosismo. Achaqué la aparición de los números a algún desajuste interno de la báscula. En todo caso, no importaba demasiado. No me había costado nada, y si se estropeaba como la otra estaría en la misma situación que antes de rescatarla de la caja.

Durante unos días, me acostumbré a la súbita aparición y desaparición de los números en la báscula. Siempre los mismos. 37’6. Siempre la misma sensación de incomodidad. Continuaba aceptando la teoría de un fallo en el aparato, supongo que para combatir la sensación de incomodidad de aquellos segundos en los que los números rojos iluminaban la pantalla. Por otra parte, la báscula continuaba funcionando bien, con unas oscilaciones que no escapaban a la normalidad, cien, doscientos gramos… Pero mi parte lógica me decía que algo no iba bien. Aquella aleatoriedad en los momentos en los que la pantalla se iluminaba contrastaba con el hecho de que siempre aparecieran los mismos números. No le encontraba lógica a ese hecho, y noté que mi nerviosismo iba en aumento conforme los días pasaban y la pantalla de la bascula continuaba encendiéndose.

Fue el vaho producido por una de mis duchas hirvientes lo que destapo el horror. Curiosamente, ninguno de los encendidos aleatorios de la báscula se había producido mientras me duchaba. Pero aquel día, sí. Me encantan las duchas interminables, con el agua muy caliente, incluso en verano. Los músculos se relajan y no quisiera salir de la ducha, solo disfrutar del agua resbalando por mi piel. Indefectiblemente, el vapor del agua se enseñorea del baño, convirtiendo la estancia a algo parecido al Londres de las películas de Jack el Destripador, con la neblina flotando, creando una atmósfera onírica e inquietante. Aquella tarde, disfrutaba de una de mis eternas sesiones bajo el agua, con los ojos cerrados. Cuando los abrí, vi la pantalla de la báscula iluminarse con los números que yo tan bien conocía. Pero había algo más. Algo que el vapor de agua ayudaba a perfilar. Una silueta sobre la báscula, claramente una figura humana, muy delgada, no demasiado alta. De manera instantánea, corrientes de puro horror recorrieron mi cuerpo. Las piernas se me aflojaron, mientras contemplaba aquella silueta perfilada entre las brumas del vapor, con la cabeza inclinada hacia abajo, mirando la pantalla.

Tuve que agarrarme a la mampara para no caer. La figura permaneció sobre la báscula durante unos segundos que se me antojaron interminables, pero que claramente coincidían con el tiempo que la pantalla se había iluminado en ocasiones anteriores. El tiempo se detuvo, ni la figura sobre la báscula ni yo nos movíamos, solo las volutas del vapor caracoleaban flotando por la estancia. Paralizado por el terror, contemplé cómo la figura menuda, escuchimizada, descendía del aparato y caminaba lenta, perezosamente, hacia el lavamanos. Comencé a temblar. La figura tenía que pasar por delante de mí. Recé para que no se detuviera. Pero lo hizo. Al pasar frente a mí, giró su cabeza, mirándome directamente a los ojos. No pude soportar aquella visión. Jamás podré encontrar palabras que definan aquel horror. Perdí el control de mi cabeza y comencé a chillar, cerrando los ojos con tal fuerza que me dolieron durante días.

No sé cuánto tiempo pasé así, gritando con los ojos cerrados. Debió ser mucho. Cuando ya no me quedó aire en los pulmones, los abrí poco a poco, rezando porque la figura hubiera desaparecido. No fue así. Volví a sentir los latigazos de terror puro recorriendo frenéticos mi espina dorsal. Allí estaba, frente al espejo, y entre los jirones de vapor podía distinguir aquellos ojos, aquel rostro... Antes de desmayarme, aún pude ver algo que brillaba en una de sus manos, y la sangre gotear de sus muñecas abiertas.

Cuando desperté, la figura había desaparecido. Yo estaba hecho un guiñapo, roto, desmadejado, tirado en un rincón de la ducha mientras el agua seguía cayendo frente a mí. Salí como pude del baño inundado de vapor, me vestí como pude y corrí hacia el sótano. Una idea terrible se abría paso en mi mente, y tenía que confirmarla. Vi la caja en el mismo sitio, pegada a la pared, y frenéticamente tiré de los precintos. Empecé a sacar los papeles, y los hojeé mientras el terror y la pena se entremezclaban en mi mente. Allí estaba todo. Los informes médicos, las fotos, aquellos ojos hundidos de la niña en la cama del hospital… Las lágrimas empañaron mis ojos mientras leía el último informe, fechado apenas unas semanas de que yo comprara la casa, con una cifra escrita a mano. 37’6.

9 comentarios:

  1. Realmente inquietante, con un ritmo más que correcto. Una gozada leerte. Un abrazo grande y no te duches con tanto vapor :-)

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  2. Anónimo10:17 p. m.

    Se lee del tirón, con muy buen ritmo y la historia, engancha. Un saludo y aprovecho para seguí tu blog.

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  3. Que bueno tío Han. Te sigo en Twitter hace tiempo porque me hacen gracia tus ocurrencias. Pero esto es algo que no conocía. Enhorabuena

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  4. Fascinante. Te deja pegado a la pantalla sin poder parar, echando en falta al final el botón de "saber más".
    Gracias Andrés por este ratito...

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  5. Uffff estremecedor. Me he quedado helada. Que bueno.

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  6. ¡Me supo a poco!. Muy bueno.

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  7. Anónimo8:40 p. m.

    Que buena historia, cómo casi todas. No sé por dónde andarás... pero tienes que volver. Ánimo!!!

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  8. Andrés, m'ha agradat molt de llegir-lo, et manté en tensió fins a l'últim moment.
    Gràcies per compartir i ara que conec el teu blog en llegiré algun altre més.

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  9. Brutal. Lo he leído en la bañera y he tenido que mirar fuera... Buenísimo.

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