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9 de abril de 2018

Señales

Tal y como describen las sagradas escrituras, un gigantesco agujero se ha abierto en el cielo. Negro, tan oscuro que parecía absorber el color azul que lo rodeaba. Un círculo perfecto. Lo he visto. Hasta hoy, he vivido para escudriñar el cielo,  una nueva señal, y he sido el elegido para verla. Cientos de generaciones de Contempladores, desde tiempos inmemoriales, vivimos observando el cielo, esperando, rezando, sin apartar la vista del sector que nuestros preceptores nos señalan. Nadie más puede contemplar el cielo sin arriesgarse al castigo. Lo más normal es morir sin ver nada más que las nubes o la lluvia cayendo sobre nuestros ojos, pero los dioses son caprichosos. El Agujero puede tardar miles de años en volver a abrirse, o unos pocos meses. No hay manera de saberlo. Pero hay algo más duro todavía que pasar una vida entera mirando el cielo sin que nada ocurra, y es estar contemplando un sector del cielo mientras el Agujero se abre en otro. La apertura y el Descenso suceden durante un brevísimo instante. Si el Agujero se abre detrás de un Contemplador, este no va a tener tiempo de verlo. Como mucho, si se gira con rapidez, podrá ver la parte final del Descenso, pero no podrá contemplar la mano de Dios lanzando la Señal. Yo la he visto. Ahora pienso en la vida de los Contempladores que me han  precedido, y en la de los hermanos que no han tenido mi suerte. Rezo por ellos, y viviré para dar testimonio de un breve instante que ha justificado la existencia de miles, de millones de Contempladores.

Esta vez, Dios no ha tenido compasión, y su puño ha golpeado el centro de la ciudad. Casas, iglesias, personas… todo aplastado, desaparecido en un instante. Es la voluntad de Dios. La aceptaremos, y rezaremos con el mismo fervor con el que lo haríamos si la Señal hubiera caído en las afueras de la ciudad, como la vez anterior. No importan los muertos, ni los desaparecidos, ni los barrios arrasados. Dios ha decidido enviarnos un templo, una nueva maravilla ante la cual los ciudadanos se arrodillarán para darle gracias por su magnificencia y pedir perdón por sus pecados. El cielo se ha abierto, una nueva muestra del poder de Dios se alza en medio de la ciudad. Mi misión contemplativa ha terminado, a partir de ahora podré caminar entre las personas, hablar con ellas, explicarles cómo se abrió el Agujero y el nuevo templo cayó del cielo. Ellos, claro está, recordarán el brutal estruendo, la gigantesca nube de polvo, las ruinas de las casas aplastadas, el gemir de los heridos, pero yo les hablaré del Descenso, de cómo la enormidad que ahora se alza en el centro de la ciudad parecía un simple juguete en la mano de Dios, que yo pude entrever durante un brevísimo instante que perdurará para siempre en mi memoria y en mi corazón.

El nuevo templo no se parece en nada a los anteriores. Este es rectangular, de un intenso color amarillo, y de un material que no conocemos, suave, liso, sin fisuras ni aristas. Los que se han atrevido a tocarlo dicen que es cálido al tacto. Los dos lados alargados están decorados por una especie de columnas incrustadas en la pared, a intervalos regulares. El templo, desde uno de sus lados cortos, se eleva hasta una increíble altura. Es hueco por dentro, una hendidura semicircular se abre en uno de los extremos cortos, y se prolonga por toda la longitud del edificio en forma cónica. Desde las colinas de las afueras de la ciudad se puede distinguir perfectamente cómo el otro extremo corto del templo está cerrado y cubierto por el extraño material amarillo, y cómo el agujero final del cono ocupa casi toda su extensión. Una inmensa placa de un metal desconocido, que refulge bruñido al Sol,  recorre gran parte de la longitud del templo, tapando en parte la hendidura cónica, hasta un punto en el que es sustituido por la singular materia amarilla común al resto del edificio. Esta placa enorme, extraordinariamente lisa y pulida, parece fijada a la parte superior del templo por un gigantesco tornillo con una hendidura en forma de estrella.

Como he dicho, este templo no se parece en nada a los que Dios nos ha enviado con anterioridad. No parece haber ningún rasgo común entre ellos, pero eso es algo que escapa a nuestra humana comprensión, y que solo Dios sabe. El anterior, el que cayó hace 875 años, era cuadrado, sólido, hecho de un material blando y desconocido. El alargado, que nos fue enviado hace 1732 años, tiene forma de lanza, veteado de líneas amarillas y negras, con una punta negra afiladísima. Este parece un observatorio. Esa es la opinión de la mayoría de sacerdotes que lo han estudiado, y también la mía. El enorme agujero de uno de los extremos encierra un sector concreto del cielo, y el primer Contemplador ya se ha situado en el otro extremo, con la mirada fija en la porción de bóveda celeste que el cono dentro del templo parece enfocar.

Mi misión ha terminado. Como ya he dicho, a partir de hoy serviré a Dios dando testimonio de su inmenso Poder, que me fue revelado por su gracia divina, y permaneceré en el Templo Amarillo hasta el fin de mis días…


El niño, de unos diez años de edad, ríe y aplaude mientras contempla cómo el sacapuntas amarillo desaparece en el agujero que parece flotar, abierto en medio de su habitación. Le parece mágico. Anteriormente ha lanzado un lapicero y una goma de borrar, que se han esfumado a través del agujero. Ahora ve cómo la abertura se hace más pequeña, se está cerrando. No tiene más objetos que arrojar, no encuentra nada en su mesa de estudio. Súbitamente, una idea parece iluminar su rostro. Sale corriendo de la habitación, y tras unos instantes vuelve a situarse frente al agujero. El petardo mide unos diez centímetros de largo, su padre piensa que él no sabe dónde los esconde, pero él vio dónde guardaba la caja. Con un gesto maligno, lo enciende, lo mantiene frente a él durante unos instantes, mirando hipnotizado cómo las chispas avanzan por la corta mecha, y por fin, con un gesto rápido, lo arroja por el agujero que se va haciendo más y más pequeño. 

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