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23 de abril de 2017

Tango

El tango duró lo que duró encendido el cigarro en la comisura de los labios de Marcelo Salvatierra. Alguno de los asistentes al acto podría haber reaccionado, pero lo cierto es que todos permanecieron inmóviles durante ese intervalo de tiempo, como si formaran parte de un decorado de cartón en el que el argentino y la joven esposa del gobernador se deslizaron durante un minuto que nadie olvidaría jamás. Con el tiempo, los asistentes llegaron a una especie de acuerdo tácito según el cual nadie se movió debido a la sorpresa provocada por el descaro de Marcelo Salvatierra, algo que nadie se esperaba y que los dejó petrificados en sus asientos, incapaces de reaccionar ante tamaña muestra de desfachatez. Ciertamente, el inesperado gesto del porteño podría explicar la inmovilidad del gobernador, y quizás de algunos de los invitados presentes, pero no de los guardias que vigilaban la plaza, acostumbrados a intervenir ante la más mínima alteración del orden. Sea como fuere, nadie quiso reconocer en público que no se movió porque en realidad quería ver cómo el malevo Salvatierra trazaba una última muesca en su incontable lista de corazones rotos, nada menos que la esposa del hombre más poderoso de la región. En sus mismísimas narices, y aunque ella lo negara el resto de su vida entre protestas y desanimadas muestras de enfado. Ella lo achacó a la sorpresa, al miedo de que Marcelo pudiera hacerle daño ante la impasibilidad de guardias e invitados, pero en realidad nadie la creyó. En realidad nadie se lo reprochó, y mucho menos las damas asistentes, que en secreto deseaban que el argentino las hubiera elegido a ellas para aquel baile que saqueó el alma de Alicia, haciéndola derretirse de pasión en las barbas de su temible esposo.

Marcelo Salvatierra bajó del coche policial, y todas las conversaciones se acallaron durante unos eternos instantes. Los hombres lo contemplaban con una mezcla de envidia y odio, y algunas mujeres no pudieron evitar morderse los labios en un íntimo gesto de deseo mal disimulado. Marcelo vestía de manera impecable, como siempre, un traje negro que parecía haber sido modelado expresamente sobre su cuerpo alto y fibroso. El sombrero caía levemente sobre un lado de su cara, ensombreciendo parte de su rostro moreno y rasurado. Un pañuelo blanco de seda acariciaba su cuello. De entre la multitud que se arremolinaba bajo los pórticos de la plaza surgió un grito, un “¡MALEVO GUAPO!” que hizo sonreír levemente a Marcelo mientras iniciaba el camino entre el pasillo que dejaban las sillas de los invitados de más postín, su mano izquierda introducida con chulería en el bolsillo de la chaqueta y el sonido de sus botines de cuero negro repiqueteando sobre el empedrado de la plaza.
Fue justo cuando a Marcelo Salvatierra le faltaban unos diez metros para llegar al final del pasillo. Por una ventana se filtró el sonido de un disco que crepitaba sobre el lecho redondo de una gramola. En el silencio, apenas roto por los murmullos respetuosos del gentío que se agolpaba en la plaza, el sonido del bandoneón resultaba claramente audible. Cuando Marcelo, que caminaba con la cabeza alta y mirando al frente, escuchó las primeras notas del tango, volvió a sonreír, y en su rostro de chulo guapo se perfilaron dos hileras de dientes blanquísimos. Con un gesto burlón se encogió de hombros. Sacó el cigarrillo que guardaba y lo colgó de sus labios, mientras en su mano derecha aparecía una cerilla. Marcelo Salvatierra tenía una manera particular de encenderlas, con un gesto rápido de sus dedos pulgar e índice. Indefectiblemente, el fósforo aparecía encendido entre los dedos. Nadie había visto a Marcelo fallar al hacer esa operación, y muchos perdían el tiempo intentando imitar el ademán brioso y aparentemente sencillo que hacía aparecer, como por arte de magia, el fósforo llameante entre los dedos del hampón. Salvatierra encendió el cigarro, protegiendo de la desganada brisa matutina la llama con su mano izquierda. Exhaló una bocanada de humo que pareció juguetear con su rostro bajo el sombrero, antes de diluirse en el aire fresco de la plaza. Justo entonces, la voz arrastrada del tanguero, salpicada de los chispazos de un disco mil veces reproducido, empezó a caracolear por el aire de la plaza.

“Si soy así, ¿qué voy a hacer? Nací buen mozo y embalao para querer”.

Salvatierra miró a su izquierda, y su mirada burlona bajo el fieltro del sombrero se posó en la mujer sentada que lo miraba intentando disimular su turbación, los ojos muy abiertos bajo la pamela blanca. Alicia. La joven esposa del gobernador, de quien las voces maledicentes decían que había sido bailarina en algunos tugurios de mala nota, antes de que el viejo rijoso la deslumbrara con su poder y su dinero. Ella, no obstante, se había comportado siempre de la manera más intachable, como decía César que tenía que ser su mujer. Hasta aquella mañana, en la que el hampón Salvatierra, mirándola con unos ojos negrísimos que brillaban bajo el ala del sombrero, extendió su mano hacia ella, mientras el tango seguía sonando por toda la plaza.

“Si soy así, ¿qué voy a hacer? Con las mujeres no me puedo contener. Por eso tengo la esperanza que algún día me toqués la sinfonía de que ha muerto tu ilusión. Si soy así, ¿qué voy a hacer? Es el destino que me arrastra a serte infiel…”.

Alicia, como tantas otras, se derritió, las piernas le flaquearon, y el corazón hizo que su pecho se agitara. Nunca supo cómo, de repente, acabó entre los brazos de Salvatierra, pero allí estaba, sintiendo en la nuca la mirada furiosa de su marido y la mano suave del hampón en la curva de su espalda, mientras su mano se entrelazaba lánguida entre la de Salvatierra. Él miró su cara blanca a través del humo, las guedejas de cabello rubio apenas escapando bajo la pamela, unos labios grandes y húmedos, los ojos verdes protegidos por unas pestañas larguísimas. Volvió a sonreír, el pucho colgado de un lado de la boca, y musitó una frase, siempre repetida, siempre mentira, siempre creída…

-Para que un maula como yo pueda abrazar a una mina como vos se inventó el tango…

Alicia se sintió desfallecer, y en ese momento Salvatierra empezó a mover los pies, arrastrándola. El hampón la tenía sujeta contra su pecho, dejando entre sus cabezas el espacio justo para no quemar a la bella con el cigarrillo. El tiempo se detuvo mientras Salvatierra la manejaba a su antojo, como una muñeca desmadejada entre sus brazos. Alicia lo siguió, y sus primeros pasos hicieron que los últimos restos de su reputación se filtraran por los espacios entre los adoquines de la plaza. Él se retiró un paso, dejando que el cuerpo de la mujer perdiera el equilibrio y se viera obligada a dejar que su pecho descansara sobre el del hombre para evitar caerse. La voz cascada, como de otro tiempo, seguía resonando por la plaza.

“Si soy así, ¿qué voy a hacer? Pa’ mí la vida tiene forma de mujer. Si soy así, ¿qué voy a hacer? Es Juan Tenorio que hoy ha vuelto a renacer”.

El tango parecía coordinarse con el cigarrillo pegado a los labios de Salvatierra para correr juntos hacia el fin. Marcelo lo sabía, el hechizo se acababa, y su baile se hizo salvaje, obsesivo. En uno de los cortes, sujetó a Alicia con fuerza, haciendo que la cabeza ella se doblara hacia atrás y la pamela acabara en el suelo. Luego la hizo girar vertiginosamente, y ella vio a la gente de la plaza como si estuviera en medio de un gigantesco zoótropo. Las piernas se entrelazaban, y ella sintió la mano de él atenazando su muslo, lo notó detrás, jadeándole al oído su aliento envuelto en el humo del tabaco, la levantó del suelo con un brazo, sujetándola contra su cuerpo, mientras el quejumbroso sonido del disco desgranaba los últimos versos del tango.

“Por eso, nena, no sufrás por este loco, que no asienta más el coco, y olvidá tu metejón. Si soy así, ¿qué voy a hacer? Tengo una esponja donde el cuore hay que tener”.

De manera súbita, el canto cesó, y los últimos ecos del bandoneón parecieron flotar sobre la plaza, mientras Marcelo Salvatierra pareció dejar caer a la mujer, sujetándola en el último instante, antes de que cayera de espaldas sobre los adoquines, en un último gesto de posesión. Ella abrió los ojos y vio la cara de él, recortada contra el cielo plomizo de la mañana, sintiendo cómo su corazón quería escapar de su boca, jadeando, sintiendo humedades olvidadas recorrer su interior. Sabía lo que Salvatierra había hecho con ella, pero no pudo sino espetarle un “canalla” en el que se entremezclaban el odio y el deseo. Durante unos instantes permaneció así, sujeta por la mano del hombre, hasta que el hampón la incorporó, dejándola de pie, jadeante, sudorosa, con rizos de pelo rubio pegados a su frente. Marcelo Salvatiera la miró, con su perenne sonrisa burlona y seductora bailando en la cara, ajustó el ala de su sombrero, lanzó la colilla del cigarrillo con un gesto displicente y se encaminó silbando hacia las escalerillas que conducían al patíbulo.

9 comentarios:

  1. Tremendo... un placer. Imaginé pronto el final y, aún así, hube de terminarlo, no importaba tanto la historia como la imagen que logras crear. Lo dicho, un placer. Enhorabuena

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  2. Muchísimas gracias por leer mi relato. Celebro que te haya gustado. Un saludo.

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  3. Parafraseando a Borges en la letra de su milonga: Alejo Albornoz murió como si no le importara. Impecable tu texto Andrés.

    https://www.youtube.com/watch?v=PflZWkVdE-U

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    1. Muchísimas gracias por leerme. Un placer que te haya gustado. Gracias.

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  4. MartaAiL10:38 a. m.

    Genial! He sentido cada nota de ese tango! Enhorabuena!

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  5. Por unos minutos me he sentido bailando y dominando a esa mina ,que gozada!! Te felicito,te superasde relato en relato.

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    1. ¡Muchas, gracias, amigo, no sabes cómo me alegra que te haya gustado!

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  6. No había leído tu tango. Un derroche descriptivo de una escena de ramal, pucho incluido, donde te regidas en los gestos para hacer, de un simple baile, una lección narrativa.

    Un lujo leerte. Un beso

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