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12 de febrero de 2011

Cine Pisa

Julio despertó en la sala de platea del cine Pisa sin saber cómo había aparecido allí. A pesar de que habían pasado décadas desde su última visita al cine, supo al instante donde se encontraba. Unas pocas docenas de personas estaban sentadas en las filas situadas delante de él, dispersas por las butacas, algunas solitarias, otras en parejas o pequeños grupos. La enorme sala seguía siendo la que él recordaba, y no pudo por menos que sonreír al comparar aquel vasto espacio con los cuchitriles que en la actualidad se hacían pasar por cines, estrechos e incómodos, al lado de los cuales el viejo cine Pisa parecía un anacrónico y colosal desperdicio de espacio. De manera inconsciente, aplazó sentimientos de confusión y extrañeza para arrellanarse en la amplia y confortable butaca. Cerró los ojos y un tropel de recuerdos giró por su mente como un carrusel enloquecido. Julio sintió la excitación de la primera vez que fue al cine con sus amigos, el sonido de sus pisadas amortiguado por la alfombra roja que cubría los pasillos, las risitas nerviosas siguiendo el halo de luz de la linterna del acomodador. Se sintió atravesado, durante efímeros pero intensos momentos, por todo el abanico de emociones que le habían provocado las películas del Pisa. Alegría, miedo, excitación, pánico... Recordó los mamporros de Bud Spencer y Terence Hill, lo guapa que era la Princesa Leia y lo cabronazo que podía llegar a ser Darth Vader, vio a Bruce Lee repartiendo estopa de la buena y a él y a sus amigos imitando sus patadas y puñetazos a la salida. Recordó a los quinquis del barrio jaleando al Torete mientras huía zumbando de la pasma en un buga robado y evocó la enorme pantalla entrevista, medio muerto de miedo, a través de una rendija en la mano que tapaba la cara mientras Jason diezmaba a los tontorrones adolescentes de Crystal Lake. Escuchó el sonido de las cortinas deslizándose hacia los lados, vio nuevamente la sempiterna publicidad de Muebles Benítez, respiró profundamente y el olor de palomitas, pipas y refrescos que ya no se fabricaban invadió sus fosas nasales. Recordó la envidia que le producían los afortunados que se podían pagar un asiento en la Platea, mientras él y sus amigos se tenían que conformar con los duros asientos de madera de General, y cómo se vengaban de los privilegiados lanzándoles palomitas y cáscaras de pipas.
Rememoró, por fin, la sudorosa indecisión antes de dejar caer su brazo de manera estudiadamente descuidada sobre los hombros de su primera novia, aquella compañera de clase morena y espigada, y los primeros besos, inexpertos y ansiosos, en la oscuridad, ignorantes de la película, del mundo entero, del inmediato porvenir, con su mortal carga de traiciones, sueños rotos, odios y desamor.

Cuando Julio abrió los ojos de nuevo, todos esos recuerdos se desvanecieron suavemente, sin acabar de retirarse, dejando cubierta su alma con una leve pátina que se resistía a marchar, igual que un buen vino impregna durante un tiempo la boca con trazas y vestigios de su sabor. Saboreaba todavía esos recuerdos cuando los demás espectadores comenzaron a girar sus rostros hacia él, mirándolo fijamente. Julio se estremeció. Los conocía. A todos. Eran sus amigos, su familia, las mujeres a las que en algún momento de su vida había susurrado cosas inconfesables al oído. Personas que todavía formaban parte de su vida y otras que habían desaparecido de ella hacía tiempo. Algunas lo miraban con amor, otras con odio, con desprecio, con curiosidad o con indiferencia. Algunas parecían refulgir en la semipenumbra de la sala y otras tenían un tono gris y macilento que se confundía con las sombras. De manera paulatina, las pocas luces que permanecían encendidas en la sala comenzaron a difuminarse. Las cabezas que lo habían observado durante una efímera eternidad se giraron lentamente hacia la pantalla. Creyó ver un atisbo de sonrisa en algunos rostros. Cuando la oscuridad devoró los últimos jirones de luz Julio, extrañamente tranquilo a pesar de todo, notó una presencia a su lado, de pie en el pasillo. Era el acomodador, cuya cara entreveía apenas entre el haz de luz dirigido hacia su cara. Julio, deslumbrado, hizo visera con la mano sobre sus ojos. El acomodador, un anciano seco y enjuto, con un inmaculado uniforme en el que brillaba una plaquita con su nombre (un nombre extraño, Carente o Carinte, no lo leía bien), musitó una sola frase:

-Los recuerdos han sido gentileza de la casa.

El acomodador enfocó la linterna hacia el suelo, dio media vuelta y caminó lentamente hacia los pesados cortinajes que ocultaban las puertas de entrada a la sala, dejando a Julio con la boca abierta mientras contemplaba el haz de luz alejarse en la oscuridad. Giró la cabeza hacia la pantalla, en la que se sucedían los viejos anuncios que él recordaba de su juventud. Con las manos en los reposabrazos, erguido en su asiento, Julio intuyó la verdad abriéndose paso afanosa en su mente. Por fin, la película empezó. Vio una sala de parto. Se escuchaban los gritos y jadeos de una mujer, cuya cara no podía ver, tapada por una enfermera. Notó algo extrañamente familiar en aquella escena. Vio aparecer la cabeza del niño. La enfermera se apartó para ayudar al médico que ayudaba a la criatura a nacer. Entonces pudo ver a la mujer. Julio reconoció en aquellos sudorosos rasgos, crispados por el dolor, la esperanza y el miedo, el rostro de su madre. Entonces comprendió. Se arrellanó en la butaca, y se dispuso a ver el resto de la película

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En la mitología griega Caronte era el barquero de Hades, el encargado de guiar las sombras errantes de los difuntos recientes de un lado a otro del río Aqueronte si tenían un óbolo para pagar el viaje, razón por la cual en la Antigua Grecia los cadáveres se enterraban con dos monedas en los ojos”

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