Damián
Betancourt llevaba más de tres horas encerrado en el ascensor, entre
los pisos 8 y 9 del edificio donde residía, cuando sintió un agudo
pinchazo en el pecho y cayó de rodillas, boqueando como un pez fuera
del agua por el dolor. Aferrando su pecho con la mano izquierda,
buscó en el bolsillo de su americana el bote con las pastillas; tras
ímprobos esfuerzos, logró desenroscar la tapa y colocarse la
píldora salvadora bajo la lengua. Poco a poco el dolor lacerante se
fue convirtiendo en un latido sordo y lejano que disminuía por
momentos. Ahora notaba dolor en sus rodillas y, mentalmente, bendijo
ese dolor, cotidiano e integrado en su persona, en contraste con la
cuchillada asesina y traicionera que acababa de soportar. Se
incorporó levemente hasta quedar en cuclillas y, agotado y sudoroso,
se sentó en un rincón del ascensor. La garganta le dolía. Tres
horas. Tres largas, inacabables horas, en las que se había
desgañitado gritando hasta la extenuación, intentando llamar la
atención de sus vecinos. Damián no tenía claustrofobia. No le
suponía ningún problema subirse a un ascensor o permanecer un
tiempo en un espacio estrecho. No era la primera vez que se quedaba
atrapado en el ascensor de su edificio. Pero nunca durante tanto
tiempo. Y, lo que era más extraño, sin que nadie acudiera a
rescatarlo. Cuando el ascensor se paró con un crujido brusco y
siniestro de su vieja caja de madera, Damián pulsó, como siempre,
el botón de llamada que activaba el timbre de la portería. Esperó
pacientemente escuchar la cazallosa voz de Matías, el portero, un
tipo que refunfuñaba y maldecía entre dientes ante el más mínimo
contratiempo o alteración de su sempiterna rutina de televisión y
periódico deportivo. Pero Matías no apareció. Cuando se cansó de
apretar el botón y esperar al portero, Damián comenzó a gritar.
Cada vez más nervioso, cada vez más fuerte, cada vez más
desesperado. Hasta que llegó el pinchazo en el pecho.
Damián
se acomodó, apoyando su espalda en una esquina del viejo ascensor.
No lo comprendía. No vivían demasiados vecinos en el edificio, pero
los suficientes como para que alguno hubiera escuchado sus gritos de
socorro. Era un día laborable normal y corriente, y el ascensor se
había parado a las 10 de la noche. Era imposible que nadie le
hubiera escuchado. ¿Acaso ignoraban deliberadamente sus gritos? Un
silencio ominoso planeaba sobre la cabina del ascensor, apenas
iluminada por la lánguida luz de una bombilla sucia y desnuda que
parecía a punto de morir amenazada por la densa negrura que se
adueñaba de las esquinas del habitáculo. La débil luz y la
inquietante oscuridad se combinaban para dotar al reducido espacio de
una atmósfera onírica e irreal. Damián estaba asustado. Asustado y
débil. Notaba en su boca el amargo sabor químico de la pastilla que
se deshacía lentamente bajo su lengua. Intentó analizar con
frialdad su situación. Su situación debía tener una explicación
lógica. Resultaba ilógico el hecho de que nadie, ni el portero ni
ninguno de sus vecinos, acudiera a rescatarlo, pero más peregrinas
se le antojaban las teorías que elaboraba a partir de ese hecho.
¿Una broma pesada de sus vecinos? Era absurdo. Eran gente seria y
agradable, no un hatajo de descerebrados gamberretes amantes de las
gansadas. Además, todos sus vecinos estaban al tanto de su
enfermedad. No habrían llevado tan lejos una broma de ese calibre.
Damián
siguió dándole vueltas al asunto mientras intentaba calmar sus
nervios y desechar las perturbadoras teorías que su mente elaboraba
sin cesar. Cerró los ojos e intentó calmarse, pero su imaginación
creaba terroríficas criaturas que nacían en sus párpados cerrados,
ejecutando siniestras cabriolas antes de desaparecer y ser
sustituidas por otras, en espeluznante y continuo desfile. Damián se
sintió niño de nuevo. Un niño desvalido, inerme y presa fácil de
pesadillas nocturnas, de monstruos en el armario, de manos que surgen
de debajo de la cama aferrando los pies, de ojos amarillos e
inyectados en sangre que observan desde un cajón entreabierto. Abrió
los ojos con brusquedad. Agitó el botecito de las pastillas,
haciéndolas entrechocar, y su sonido le tranquilizó. Sofocó una
risa nerviosa. A sus años. Un niño. Un mocoso de 70 años
imaginando monstruos en un ascensor y agitando un grotesco sonajero
para ahuyentarlos.
Damián
decidió esperar. Tarde o temprano vendrían a buscarlo. Había, eso
era evidente, una explicación razonable que escapaba a su
entendimiento. Tenía que calmarse y esperar. Tenía sus pastillas.
Apretó el bote con fuerza. Se concentró en calmar los latidos de
corazón. En la soledad de la cabina le pareció escucharlos,
rompiendo el silencio desde dentro de pecho. Recordó un cuento que
había leído hacía tiempo, el del hombre que asesinaba a un anciano
y ocultaba sus restos bajo unas tablas de una habitación. El que
creía escuchar los latidos del corazón del viejo bajo el suelo y
acababa delatándose a sí mismo. Damián se estremeció rememorando
el ojo abierto y entelado del anciano del relato. Su mano izquierda
recorrió la madera pulida y gastada de la cabina, y de repente se
detuvieron en una rugosidad sobre uno de los listones. Damián
recorrió los contornos de lo que parecían ser letras talladas sobre
la madera. Helena. Hacía ya tantos años... Los recuerdos estallaron
dentro de su cabeza, adueñándose de su mente en tromba. Se recordó
a sí mismo, y a Helena, cogidos de la mano, girando por una esquina,
con una bolsa de champán barato y golosinas, atrapados por una
ráfaga de viento, danzando entre las hojas que giraban a su
alrededor. Besándose y riendo entre los remolinos de aire,
restallantes de presente e ignorantes del futuro. Se recordó tumbado
en el suelo del ascensor, tallando torpemente el nombre de Helena y
el suyo propio encerrados en un corazón mientras ella se moría de
la risa. Pero no podía ser... no era aquel ascensor... Damián se
sintió cansado. Sintió como un sopor preludio de un sueño
reparador se apoderaba de su cuerpo. Sin darse cuenta, Damián se
quedó dormido.
Matías,
el portero, abrió la puerta del ascensor con su llave de seguridad,
apenas unos minutos después de escuchar el timbre de emergencia.
Desbloqueó el mecanismo e hizo subir el ascensor hasta que las
puertas de la cabina de metal pudieron abrirse. Los fluorescentes lo
deslumbraron durante unas centésimas de segundo, y cuando sus ojos
se acostumbraron a la intensa luz del interior pudieron contemplar el
cadáver de don Damián, sentado en una esquina del habitáculo, la
mano derecha aferrada a su pecho y la cara contraída en una mueca de
intenso dolor. En una esquina, donde había rodado fuera de su
alcance, había un bote de plástico con unas pastillas en su
interior. Su mano izquierda, posada en el bruñido metal, parecía
reseguir una forma inexistente...
Describes una muerte entre sombría y dulce que puedo imaginar, con fotogramas, en una vuelta al pasado sin retorno de un niño con sus miedos, de unos jóvenes enamorados, de unos recuerdos que no volverán. El bote plástico rodando antes de quedar quieto con su nitroglicerina salvadora, que tal vez no estaban destinadas a resolver el momento, lo borda.
ResponderEliminarUn relato muy visual, que me ha encantado Hank.
Un fuerte abrazo.
La luz desnuda se va tornando blanca y subyugante, el anciano recuerda su amor perdido y la ausencia de contacto humano le lleva a buscar una razón que es la muerte.
ResponderEliminarMe ha encantado, un saludo
Muchísimas gracias por vuestros amables comentarios. Me alegra mucho que el relato os haya gustado.
ResponderEliminarBueno de verdad! me gusta y mucho!
ResponderEliminarUn abrazo escritor! ML
¡Muchas gracias, guapetona! Tú siempre tan amable... Besos desde Barcelona.
ResponderEliminarSigue escribiendo. Tú vales. Saludos.
ResponderEliminar¡Muchas gracias, cole! Me alegra que te haya gustado, un saludo.
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